A Auster no le interesa ser hermético sino legible*

A Auster no le interesa ser hermético sino legible*

05 Mayo 2024

Por Gustavo Bernstein

Para LA GACETA - BUENOS AIRES

Las novelas de Paul Auster parecen responder a un patrón común: protagonistas que por alguna circunstancia fortuita sufren una pérdida fundamental en sus vidas que los arroja a un estado de orfandad afectiva y sombría soledad. En La ciudad de cristal, la mujer y el hijo del protagonista han muerto; en El palacio de la luna, un huérfano se extravía en las contingencias de Nueva York; en La música del azar, el bombero Jim Nashe es abandonado por su mujer y a su vez decide dejar a su hija al cuidado de su hermana para largarse a vagar por las rutas; en Smoke, el escritor Paul Sachs también ha perdido a su esposa; y en Mr. Vértigo, nuevamente, surge otro huérfano al que el maestro Yehudi arenga a partir con él, arguyendo que “no es mejor que un animal un pedazo de nada humana”. Esta “nadificación” del sujeto entonces podría considerarse la clave de su obra; claro que munida con algunos de sus tics más mentados, como los guiños autorreferenciales o aquel que se ha tornado casi en el eslogan de su marca registrada: el recurso del azar, la apelación a episodios accidentales que trastocan el rumbo de sus personajes. Aunque, vaya paradoja, lejos del carácter fantasioso que se le atribuye a tal fórmula, confiere a las historias, por el contrario, un decidido acento hiperrealista. ¿O es que puede haber algo más calcado de la realidad que una vida regida por los avatares del azar?

Pues bien, El libro de las ilusiones cumple con todos los leit motivs de factura austeriana. Cuenta la historia de dos hombres cuyas vidas han sufrido un repentino quiebre emocional. Uno es David Zimmer, profesor de literatura de Vermont, quien luego de perder a su esposa e hijos en un accidente aéreo se hunde en una espiral de alcohol y oscuridad que no excluye reiterados intentos de suicidio. Pasa meses recluido en la negrura hasta que el fragmento de un documental le extrae una sonrisa inesperada. El artífice de ese chispazo es Hector Mann, uno de los últimos cómicos del cine mudo, quien en adelante se erigirá en el coprotagonista de la historia.

Argentino, hijo de inmigrantes judíos, el joven Mann emigró a los Estados Unidos a instancias de su padre luego de que este fue víctima de una golpiza en aquella “Semana Trágica” acontecida durante el gobierno yrigoyenista. La manida “tierra de las oportunidades” será fiel a su mote y brindará la suya al joven argentino en la meca de Hollywood, donde aprenderá el oficio y se transformará en guionista, director y actor de sus filmes. Su personaje se caracterizará en la ficción por usar trajes de lino blanco y un delicado bigotito y por encarnar en el star system el tópico del irresistible latin lover.

Fascinado con este personaje, Zimmer sale a flote al emprender un libro sobre su filmografía, el cual le deparará a su vez otro enigma caro al imaginario austeriano: Mann parece haberse disgregado en el éter; ha desaparecido en 1928 sin dejar rastro. Algunos presuponen que la llegada del sonido lo margina del cine debido a su marcado acento latino, pero las artes del doblaje destierran semejante hipótesis. Hay una razón más profunda para esa súbita desaparición que ya lleva 60 años, y en develar el acertijo consistirán tanto la pesquisa literaria de Zimmer como su resurrección personal.

Se sabe que la prosa despojada, directa, telegráfica, sin hipérboles es una de las mayores virtudes de Auster. La otra es su manejo de la intriga, la dosificación acertada de los datos. No obstante, conviene vulnerar levemente el suspenso para anticipar otra obsesión austeriana presente en el texto: la del artista que se repliega para esconder y/o quemar su propia obra. Porque en algún punto de la trama, Zimmer hallará a un artista octogenario que siguió filmando para sí, sumido en un hermético ostracismo y negándose de plano a la difusión de su trabajo. Dicho de otro modo: en el habitual juego autorreferencial de la literatura de Auster, si Zimmer opera como su alter ego, Mann lo hace como su sombra. Mann está creado precisamente para poner en trance la propia figura del autor, para cuestionarse su rol de celebridad y su perfecta receptividad en la maquinaria del esparcimiento editorial y fílmico. Mann, podría decirse, es el negativo de su propio celuloide.

Viene a colación otro atributo notable de Auster: su plasticidad. El modo en que se cruzan los destinos de ambos héroes está plagado de recursos narrativos tan dispares como eficaces a la hora de evitar cualquier atisbo de monotonía en el tono. Incluso aprovecha la inmejorable ocasión para homenajear y/o poner en términos literarios sus propios escarceos con el cine, como guionista de Cigarros, codirector junto a Wayne Wang de Blue in the face y director en Lulu on the bridge. En tanto muchas de las secuencias de la novela las trata directamente como guiones relatados o crónicas cinematográficas, uno puede leer la novela como asistiendo al visionado de un filme. De hecho, la trama toda puede ser leída como una entretenida proyección que combina, con astucia y destreza, una gama de géneros que van del policial negro a la comedia de enredos, pasando incluso por el porno. Y esto, sin que la temática varíe un ápice. Porque toda la novela es un mosaico de duelos, muertes, pérdidas, desapariciones y votos de silencio que se pliegan unos sobre otros, y que dan muestra, además, de un exuberante ingenio para urdir desenlaces inesperados: cuando cualquiera de estos relatos parece acabado, Auster tiene aire para sacar siempre a relucir un nuevo doblez.

Aunque puede que la impronta hollywoodense tampoco esté ausente en el acento explicativo: a Auster no le interesa ser hermético sino legible. De ahí que no escamotee revelaciones, que esclarezca claves, que se esfuerce por hacer inteligibles los sucesos, que comparta explícitamente sus hallazgos con el lector. Y también, que las circunstancias trágicas de una vida no lo ahoguen en zozobras metafísicas sino que les encuentre siempre una pátina de digerible levedad.

No es poco decir que Auster sea un artesano de los buenos. Es un sastre que confecciona con oficio, un modisto que conoce a la perfección la hechura del lector medio. No puede dudarse de su aptitud para enhebrar historias. Hila puntadas elegantes. Su rúbrica -y esta novela lo confirma- es siempre garantía de un eficaz prêt-à-porter.

(C) LA GACETA

*Publicado originalmente en este suplemento en 2003.

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