FOTO LA GACETA/JOSÉ NUNO
Rosarito lanza una carcajada. Acaba de decir mamá por primera vez. En la casa de Lomas de Tafí, la emoción brota hasta por las paredes. Nadie lo puede creer. La niña, que hasta hace unos meses vivía cada día al borde de la muerte, hoy empieza a mostrar mejoras. Tiene cinco años y es la única persona en el mundo con una enfermedad rara, que ni siquiera tiene nombre.
Para los papás, Tania Morales y Federico Villarreal, la vida de Rosarito ha sido una sucesión de pequeños y grandes milagros. La niña se adelantó y llegó a este mundo cincomesina, el 16 de marzo de 2018. Pesó solo 900 gramos. Su nacimiento fue una sorpresa porque el embarazo de la mamá había transcurrido bien, con los controles de rutina. Hasta que una noche Tania rompió bolsa. No había ni un bolso armado. Fueron al sanatorio y la mamá quedó internada. A Federico le dijeron que era un embarazo de altísimo riesgo y que estuviera preparado por si acaso era necesario tener que elegir entre la vida de la madre o de la hija.
Por suerte, las dos estuvieron bien. Sin embargo, por ser tan prematura, la bebé tuvo que ser internada en neonatología. “Entonces, comenzaba una nueva vida para nosotros. Una vida durísima, totalmente inesperada. Pero que nos cambió todos los valores, los sentimientos, la forma de ver el mundo”, arranca el papá.
Malas noticias
Rosarito estuvo dos meses internada. En esos días, le vieron unas ampollas en la cabeza y por eso los médicos pidieron un estudio genético. Desde entonces, comenzaron a llegar malas noticias. “La genetista nos dijo que se le habían quemado todos los libros. Había un desorden en los cromosomas, pero nadie nos podía decir qué enfermedad tenía. El pronóstico era desolador. Nos dijeron que iba a tener pérdida del habla y del oído, retraso madurativo y que no iba a poder caminar, entre otras cosas. Nos costó muchísimo aceptar la realidad. A los tres meses la trasladamos a casa y empezamos a llevarla a distintas terapias de estimulación porque no perdíamos la esperanza”, cuenta Federico.
Pero la realidad es que Rosarito empeoraba con el paso del tiempo. Empezó a sufrir convulsiones y los estudios mostraron que no escuchaba nada y que era necesario hacerle un implante, detallan los papás. Federico puso en venta el auto y le dijo a su esposa que viajaran a Buenos Aires y con ese dinero compraran los audífonos. “Ahí sucedió el primer milagro. Fuimos al hospital Italiano y en el estudio que le hicieron sale que Rosarito escuchaba perfecto. Le empezamos a hablar y se daba vuelta. ¡Nos oía perfecto! Era increíble, inexplicable según los médicos”, relata.
CUIDADOS. La familia y cuatro enfermeras atienden a la niña. Ellas son Rocío Ruiz, Romina Villalobo, Estefania Zorrilla y Marlene Morel.
Otro inconveniente que tenía la pequeña era que no podía sostener la cabeza cuando estaba sentada. “También nos habían anticipado que eso no tenía cura. Sin embargo, unos días antes de cumplir los tres años, mi hija se empezó a sentar y a sostener su cabeza erguida. Le hicieron una tomografía y demostraba que estaba todo bien. Ese fue para mí el segundo milagro”, apunta el padre.
Adaptar rutinas
Mientras Rosarito iba creciendo, también se incrementaba la angustia de Federico y Tania, que también son papás de Guadalupe, de 10 años. La falta de un diagnóstico los desvelaba. Y cada información que encontraban en internet era una pesadilla. Todos tuvieron que adaptar sus rutinas a las necesidades de la pequeña. Tania, por ejemplo, dejó su trabajo administrativo y empezó a estudiar enfermería para aprender a cuidar más y mejor a su hija.
“Cada vez que ella convulsionaba contábamos cuatro minutos para llegar al centro asistencial que está cerca de casa, así que teníamos todo aceitado. Yo dejaba el auto en la vereda y llegábamos justo para que la reanimen. Después, con el tiempo conseguimos oxígeno y aprendimos a rescatarla en casa”, explica.
Los Villarreal parecían preparados para cualquier cosa. Sin embargo, cuando Rosario cumplió los cuatro años vivieron situaciones desesperantes. Un día, la nena simplemente dejó de respirar. “Se nos iba. Estos episodios empezaron a repetirse día a día, 200 veces al día. Ella hacía pausas en las que no respiraba. La internamos durante un mes; estaba muy grave. Fueron días horribles. En uno de sus desmayos, los médicos tardaron 30 minutos para poder reanimarla. Después de eso, nos dijeron que ya no había nada más para hacer”, cuentan los papás.
Volvieron angustiados a casa, sin muchas esperanzas. Pero decidieron que harían un intento más. Se subieron al avión sanitario y viajaron a Buenos Aires. Otra vez la llevaron al hospital Italiano. Allí la vieron varios especialistas. Le hicieron nuevos y mejores estudios, más complejos. Intercambiaron información con profesionales de Estados Unidos y de Europa. Pero no había respuestas. Nadie podía darles un diagnóstico y la pequeña seguía internada. “Hasta que los médicos nos dijeron: ‘lo mejor es que se lleven a casa y disfruten lo que más puedan de ella’. En otras palabras, nos decían que nos teníamos que ir despidiendo”, recuerda Federico.
Cadenas de oraciones
Pidieron a los familiares y allegados que hicieran cadenas de oraciones. Parecía la única opción en ese momento. “La noche antes de viajar tuve un sueño en el que Dios me hablaba. Me puse manos de él. Me dije: ‘que sea su voluntad’. Y pasó algo mágico: cuando llego al hospital a ver a mi hija, estaba sentada, sonreía y nos tiraba besos. Nadie entendía nada”, cuenta, aún sin poder creer esa imagen que encontró cuando pensaba que iba a ser el peor día de su vida.
CUIDADOS. La familia y cuatro enfermeras atienden a la niña. Ellas son Rocío Ruiz, Romina Villalobo, Estefania Zorrilla y Marlene Morel.
Volvieron de Buenos Aires ilusionados. Pero la vida les tenía un nuevo golpe. Unos días después de aterrizar en Tucumán, otra vez Rosarito entró en un estado crítico, le tuvieron que poner una sonda y la llevaron a su casa. “Era como si estuviera en un estado vegetativa. Esta vez sí se sentía como una despedida. Ella estaba quieta. No le podíamos ni dar comida según la indicación de los médicos. Un día notamos que tenía los labios resecos y probamos con pasarle un algodón con agua. Ella se desesperaba por el agua. Le intentamos dar y tragaba bien el líquido; otra vez nos dejó sorprendidos porque, según los estudios, su deglución estaba en perfecto estado”, apunta.
Pero lo cierto es que Rosarito sufría cada vez más. Los Villarreal siguieron golpeando puertas. Vieron que una buena opción podían ser los cuidados paliativos. “Lo primero que hicieron fue darle una medicación para el dolor y eso la alivió bastante”, recuerdan.
La raíz del dolor
El doctor Fernando Lizárraga, de la Unidad de Cuidados Paliativos en Hospital del Niño, tuvo una sospecha: el problema de su dolor podía tener su raíz en el sistema digestivo. Por eso, cuando la pequeña intentaba defecar, sufría tanto que se desmayaba, cuenta el profesional.
A partir de allí, consultaron con otros expertos del hospital e incluso hicieron tres ateneos médicos antes de decidir qué iban a hacer. “El objetivo era mejorar la calidad de vida de Rosarito y que pudiera aumentar de peso, ya que estaba muy flaquita y debía tener una tener una recuperación nutricional”, explica.
La niña fue la primera paciente de un espacio que recién se conformaba en el hospital: la Unidad de Insuficiencia Intestinal. Allí debatieron la posibilidad de operarla. La cirugía, realizada a mediados de este año, estuvo a cargo de la doctora Patricia Ríos. Entre otras cosas, se le hizo una colostomía y, gracias a eso, el tubo digestivo dejó de sufrir una gran presión, detalla Lizárraga.
Después de 20 días internada, la niña volvió a la casa. Y a medida que pasa el tiempo, los papás ven cada vez más mejorías. Para empezar, ya no tienen tantas pausas respiratorias y cada día son menos estos episodios en los que ella pone en riesgo su vida. “Estos médicos nos devolvieron la esperanza; son nuestros ángeles, nuestra hija ya no sufre tanto”, repite Federico, consciente de que aún queda mucho por recorrer.
Les angustia pensar que el de su hija es un caso de libro, que todo es prueba y error, y no bajar nunca los brazos ni dejar de golpear puertas. Lloran, se secan las lágrimas y siguen adelante. No pierden la ilusión de sacar adelante a Rosarito.
Ellos han decidido contar su historia para llegar a más casos, para que los padres de hijos con enfermedades raras no pierdan las esperanzas y sigan adelante aún cuando nadie les da respuestas. “Ella tiene muchas ganas de vivir; ella es puro amor. Nos dijeron que no iba a escuchar y si escucha; que no podía hablar y ya aprendió a decir mamá. Sentimos que todo es posible”, resumen, mientras no dejan de alzar y jugar con la niña. Rosarito les devuelve todo el amor del mundo en forma de besos que desparrama por los aires.








