Los 70 y la violación del contrato social de los argentinos

Por Carlos Escudé, para LA GACETA - Buenos Aires. "Quien viola la ley es un delincuente. Pero cuando quien procede de esa manera es el custodio de la ley, su delito es más grave".

22 Julio 2007
La violencia de la década de 1970 produjo daños visibles y perdurables en nuestro tejido político. Posteriormente, los gobiernos de la democracia sancionaron a quienes perpetraron sus crímenes desde el aparato del Estado, siendo tolerantes frente a los revolucionarios que, asesinatos mediante, habían puesto en jaque al mismo Estado. Esta asimetría ha engendrado una fuerte reacción entre quienes claman por una "memoria completa". Pretenden que equiparemos los delitos de ambos bandos.
En realidad, memoria completa es algo que escasea en nuestra sociedad, pero no solamente por la asimetría que nuestra derecha política resiente. Son pocos los que recuerdan el ciclo de violaciones del contrato social de los argentinos, que en materia política comenzó en 1930. Con el golpe militar de ese año, el partido de las mayorías, que era entonces la UCR, quedó excluido de la política nacional hasta 1946. Así se anularon los mecanismos que permitían la asimilación de las clases marginadas, generándose el caldo de cultivo para la demagogia del período siguiente. Si a partir de 1943 el coronel Juan Perón fue exitosamente populista, ello se debió a que sus predecesores habían engendrado condiciones que hacían propicia su aventura.El peronismo ganó en los comicios y gobernó entre 1946 y 1955. Pero, como alegan sus adversarios, durante esa gestión se violaron derechos cívicos. Se confiscó un diario importante, se persiguió a opositores y se quemaron templos católicos. Se violaba incluso la correspondencia privada. Reaccionando contra esos abusos, en 1955 los militares derrocaron a Perón. Entonces proscribieron al nuevo partido de las grandes mayorías durante casi dos décadas.
Esa descomunal violación de la dimensión política del contrato social, raramente reconocida por los sectores que señalan los pecados de Perón pero no perciben los propios, habría de producir violencia en forma casi automática. Desde un punto de vista auténticamente liberal, el orden había perdido su legitimidad. Hubo entonces quienes ejercieron lo que John Locke llamó el "derecho a la revuelta", análogo a conceptos similares de cepa más conservadora, desde Platón hasta Santo Tomás de Aquino.
Por cierto, incluso desde la matriz filosófica de una derecha seria, la principal subversión en la historia argentina ha sido la seguidilla de golpes militares. Con esas usurpaciones del poder político perdimos nuestra Patria, porque como nos enseñó Alberdi, ella no es el suelo sino la libertad y las instituciones, organizadas en su territorio, bajo su enseña y en su nombre.
En 1973, cuando el poder fue finalmente restituido al pueblo soberano, era demasiado tarde para evitar la violencia. Nuestras organizaciones guerrilleras ya estaban armadas. Desde la ETA hasta el Hezbolá, hay abundantes ejemplos que sugieren que las milicias insurgentes no son proclives a abdicar de sus armas por las buenas.
Al persistir en su actitud, los insurrectos se transformaron en malhechores, pero ese desenlace era casi inevitable por el encadenamiento de causas y consecuencias. Aquel era un contexto en que idealistas, mafiosos y asesinos de izquierda y de derecha se entremezclaban en una ebullición infernal que hacía del cambalache discepoliano una inocentada. Fui testigo de ello como estudiante de la UCA, en Buenos Aires. Me consta que muchos de aquellos chicos que fueron mis compañeros habían sido, en un primer momento, más generosos e idealistas que quienes observábamos desconcertados desde los márgenes de la contienda. No obstante, se degradaron, deviniendo en criminales.
Pero sus verdugos lo fueron en mayor medida aún. Por definición, quien viola la ley es un delincuente. Pero cuando quien así procede es el custodio de la ley, su delito es exponencialmente más grave que el de un particular que delinque. Este es un corolario cuya validez nuestra derecha se niega a reconocer.
Cuando el delincuente es el Estado, deja a la sociedad indefensa en un sentido doble. Por un lado, porque no hay una policía que nos defienda de la Policía. Y por el otro, porque el brazo armado del Estado pierde su autoridad moral frente a otros delincuentes. El cuerpo político involuciona hacia el "estado de naturaleza" que conceptuó Thomas Hobbes: el orden pierde legitimidad y el hombre se convierte en el lobo del hombre.
Este sencillo razonamiento debería clarificar algo que en la Argentina no hemos terminado de asimilar. Aunque todos los terrorismos merezcan la imprescriptibilidad, el terrorismo de Estado es mucho más grave que el de particulares. Pero aun en el ámbito del terrorismo de Estado, puede concebirse una escala de menor a mayor atrocidad. El caso de quienes usurpan el Estado para luego perpetrar terrorismo desde sus instituciones presenta una circunstancia agravante frente al terrorismo de Estado simple. En su caso el delito es doble porque, como dije, la usurpación del Estado es por definición el más grave delito de subversión.
No obstante, no todo gobierno de facto viola derechos humanos en forma masiva. El de Onganía, por ejemplo, no lo hizo. Fue subversivo pero no terrorista. Cuando se incurre en crímenes de lesa humanidad, el delito de usurpación del Estado agrava el de violación de derechos humanos.
Por lo tanto, tenemos una escala de tres niveles de gravedad: el terrorismo de particulares, el terrorismo de Estado simple y el terrorismo de Estado compuesto. En otras palabras, y sin ánimo de justificar o minimizar ninguna de estas felonías, el terrorismo de Estado del gobierno militar presenta una circunstancia agravante frente al del gobierno constitucional previo, a la vez que este presenta una agravante frente a las atrocidades cometidas por organizaciones de particulares como el ERP o Montoneros.
La homologación de estas conductas criminales no es sino una manera de proyectar el conflicto hacia el presente. El Juicio a las Juntas, emprendido no mucho después del colapso de la dictadura, era imprescindible para sanear la cultura argentina. Los comandantes usurparon el poder para perpetrar delitos de lesa humanidad, dejando además un saldo de derrota militar y endeudamiento financiero sin precedentes. Sólo con la activación de la justicia penal podía afirmarse con vigor: "¡Nunca Más!"
Es muy discutible, sin embargo, la prudencia de profundizar la acción punitiva hacia atrás. Cuando ya nos separan más de tres décadas de los hechos, el procesamiento de Isabel Perón divide más de lo que educa. A diferencia del caso de los comandantes, los ya lejanos delitos de la Triple A se encuadran en el terrorismo de Estado simple. Fueron perpetrados por un gobierno legítimo que traicionó su papel de custodio de la ley. En comparación con el terrorismo del ERP y los Montoneros, el suyo fue un delito agravado porque fue instigado por los custodios de la ley. Pero, en comparación con el terrorismo del gobierno militar, el agravante es menor porque no había usurpación del Estado.
Además, está más lejos en el tiempo. Una cosa fue procesar a las Juntas en 1985. Muy otra es procesar a la viuda de Perón en 2007. El Estado no debe perseguir un ideal abstracto de justicia, sino más bien aproximarse a una moralidad política. Y, como sostenía Hans Morgenthau, no puede existir moralidad política sin prudencia, es decir, sin consideración de las consecuencias políticas de una acción aparentemente moral. Así definida, la prudencia es la suprema virtud en política. Y la acción virtuosa exige que adaptemos los principios universales a circunstancias de tiempo y lugar.Es por esta sencilla fórmula que los españoles no se lanzaron a investigar penalmente los ultrajes del régimen franquista. Es por lo mismo que los procesamientos por el accionar de los Grupos Antiterroristas de Liberación (GAL), que funcionaron durante el gobierno de Felipe González, se acotaron a niveles inferiores al del Presidente del Gobierno.
En casos como estos, los Estados exitosos apelan a la justicia para educar, pero evitan exageraciones que dividen. (c) LA GACETA

Tamaño texto
Comentarios