La escritura del dios

La escritura del dios

Por Beatriz Sarlo, para LA GACETA - Buenos Aires. Adelanto de "Escritos sobre Literatura argentina" (Siglo XXI editores). "La originalidad de la antología borgeana tiene mucho que ver con los cruces inesperados. Borges inventa un mapa literario e inventa sus recorridos".

“ES DIFICIL CREERLE A BORGES”. Sarlo advierte que la obra del argentino no pide un lector crédulo. “ES DIFICIL CREERLE A BORGES”. Sarlo advierte que la obra del argentino no pide un lector crédulo.
29 Abril 2007
Borges, un adjetivo
El nombre de algunos pocos escritores de este siglo ha dado origen a un adjetivo que los identifica y también designa algo más que su propia obra: joyceano, proustiano, kafkiano, brechtiano, sartreano, faulkneriano, borgeano. Estos adjetivos son quizás el efecto máximo, el más amplio y el más extendido que puede producir una invención literaria. Kafkiano o borgeano no son sólo una cualidad de la escritura, aunque puedan haberse utilizado, por primera vez, para nombrarla. Diría que son los adjetivos de la originalidad.

Borges, un original
Esto obliga a pensar la idea misma de originalidad. La obra de Borges es una ininterrumpida polémica con esta idea. Borges desecha una de las formas de la originalidad, la forma moderna que Rousseau estableció para siempre en el comienzo de las Confesiones: soy único y el interés que despierto debe ser, por eso, absorbente, ya que se ha roto el molde con el que fui hecho. Para Borges no hay una originalidad fundada en este ensimismamiento de un sujeto en sus particularidades. "Los dos teólogos" demuestra que, desde cualquier perspectiva (la de un supuesto dios, por ejemplo), lo que los hombres perciben como particularidad extrema puede ser la confusa experiencia temporal de una igualdad eterna.
Borges piensa que la originalidad es una cualidad de la lectura, más que de la escritura. Lo ha dicho muchas veces; quizás nunca de modo a la vez tan firme y engañoso como en "Pierre Menard autor del Quijote": un loco que copia letra a letra algunos capítulos de Cervantes y esa copia, por extravagancia, es más valiosa que el original, porque está completamente fuera de época y es completamente ajena a la cultura donde se escribió el Quijote. Esto sólo podemos saberlo quienes somos lectores de Cervantes y de los trabajosos e idénticos párrafos de Menard, su mejor lector.
Borges ha exaltado la lectura de muchas maneras, algunas menos irónicas que las del cuento sobre Menard: Noches pasadas, me detuvo un desconocido en la calle Maipú.
- Borges, quiero agradecerle una cosa -me dijo. Le pregunté qué era y me contestó:
-Usted me ha hecho conocer a Stevenson.
Me sentí justificado y feliz. (1)

Borges, una antología
Se podría decir esto de muchos escritores. Sería injusto olvidar la antología armada por Julio Cortázar en Rayuela. Sin embargo, frente a la antología de Borges, tenemos una impresión de originalidad más fuerte. No hay en ella un recorrido que, siguiéndolo, lleve a otra parte. Leyendo Rayuela, un lector disciplinado puede hacerse una biblioteca básica de surrealismo. Leyendo a Borges, nadie puede construir nada que no sea una de esas "bibliotecas borgeanas" que las editoriales publicaron en los años setenta y ochenta.
Es difícil creerle a Borges. Además, su obra no pide un lector crédulo. La originalidad de la antología borgeana tiene mucho que ver también con los cruces inesperados. Borges inventa un mapa literario e inventa sus recorridos. En sus ficciones, una pelea a cuchillo en la llanura criolla tiene la dignidad de un duelo clásico; y también puede ser representada como un largo travelling, que Borges aprendió a conocer al mismo tiempo que el cine aprendía a hacerlo. Sobre un folletín gauchesco de Gutiérrez escribe: "¿No es memorable esa invención de una pelea caminada y callada? ¿No parece imaginada para el cinematógrafo?", (2) (adivinando que así va a filmar John Ford una pelea en El hombre quieto). Estos cruces eran invisibles antes de que Borges los señalara. Son su invención.
Las observaciones de Borges son, de este modo, borgeanas, porque se siguen repitiendo en su forma: unir lo que no estaba unido; unir lo que, más bien, estaba separado por las jerarquías culturales. Borges, el escritor hiperculto, opera con las culturas populares como un vanguardista, tomando lo que necesita. Prescinde de una noción ideológica de pueblo y de prejuicios sociales en el campo estético. Tiene una política libertaria.

Borges, un menor
Borges escribe sobre cine, sobre Evaristo Carriego, sobre Palermo, sobre los caballos y sobre el truco. Una política de lo "menor" encuentra un tono "menor": así también puede escribir sobre Shakespeare o sobre Dante. Su mirada es siempre sesgada y lateral. Se fija en aquello que no ha llamado la atención. Construye un lugar "menor" en una lengua y una tradición literaria "mayores". De allí le viene su cualidad transgresora. Borges pasa por alto las grandes clasificaciones culturales para establecer una especie de red original entre puntos que las jerarquías culturales no hubieran unido nunca.Esto es lo que Foucault leyó en Borges: la clasificación que desclasifica. La "risa que sacude todo lo familiar del pensamiento" (risa recordada por quienes lo conocieron) se desata frente a lo imposible de un proyecto clasificatorio que, al mismo tiempo, los hombres no dejan de repetir. (3) Borges critica el espíritu sistemático como sólo puede hacerlo un moderno: desde la ironía. Sus clasificaciones (y las que se complace en encontrar y atribuir) perfeccionan algo que la vanguardia surrealista también practicó: los elencos heterogéneos de objetos. Pero Borges no establece relaciones significativas entre los objetos agrupados. No hay correspondencias secretas en sus clasificaciones, sino amontonamientos sistematizados por una mente que se fascina con las imposibilidades lógicas.

Borges, el gran desclasificador
Las clasificaciones de Borges no organizan sus objetos; más bien los pulverizan, mostrando la imposibilidad de cualquier sistema. Por eso le gustaron siempre las máquinas lógicas y las lenguas artificiales que multiplican las divisiones hasta que el principio mismo que las divisiones quieren imponer, el de un orden captable de inmediato, se destruya por la proliferación de clases, subclases, géneros, subgéneros y especies. Las taxonomías que le gustan a Borges no ordenan nada, porque son excesivas. Muestran la locura del orden, no su eficacia. La literatura tiene algo que decir frente a este desorden del orden: la perfección que Borges exige siempre de los argumentos (tanto en sus cuentos como en sus ensayos) introduce un orden estético que, probablemente, sea el único confiable. Por eso Borges ha insistido muchas veces en el deber ético que el narrador tiene con sus lectores: en la presentación de un orden del relato se conjura, por unas páginas, ese otro desorden del mundo que las clasificaciones quieren conjurar sistemáticamente sin lograrlo nunca, porque la multiplicidad no es reducible al sistema.
La admiración borgeana por las ficciones filosóficas y por las metafísicas complicadas tiene este mismo origen: el intento, destinado a fracasar, de ordenar el desorden. Como el desorden subsiste, percudiendo los sistemas más complejos, Borges toma el camino de la paradoja para desordenar los principios clasificatorios, ya que ellos son, en última instancia, un fracaso.En la paradoja encuentra una figura que le permite oponer percepción, sentido común y lógica. Así, en esa paradoja tan amada por Borges, donde la tortuga vence a Aquiles, el de los pies ligeros, las seguridades del sentido común (Aquiles, el más veloz, no podría perder nunca una carrera frente al más lento de los animales) son desarticuladas por un movimiento riguroso que lleva la lógica hasta sus extremos. En la paradoja, la lógica se vuelve insensata, aunque sus operaciones sean perfectas.La paradoja es un límite que saca a la lógica de su quicio; la vuelve poética. Y saca la experiencia de su quicio al demostrar su debilidad ante la lógica. Todo queda desquiciado. En este desquicio también suena el eco de la risa de Borges. Después de la paradoja, ni la lógica ni la experiencia son enteramente confiables, porque la colisión de experiencia y lógica muestra un límite del saber.Borges agnósticoNo puede saberse con seguridad la existencia o la inexistencia de Dios. Borges no se movió de esta posición (hay que recordar que muchos hicieron banales esfuerzos para extraerle una declaración al respecto). No se puede saber a ciencia cierta. No hay ciencia cierta. Aquí se articulan la perspectiva liberal de Borges y, como corresponde, su pesimismo. Esto es conocido. Pero el agnosticismo es también una salida hacia la ficción.
Refiriéndose a Kipling, Borges dice: "El autor, con sabia inocencia, narra la fábula como si no acabara de comprenderla". (4) Borges sostuvo siempre su admiración por Kipling y, en el prólogo a El informe de Brodie, con una frase llena de rodeos, dice de sus propios cuentos, relacionándolos con los relatos de juventud de Kipling: "Alguna vez pensé que lo que ha concebido y ejecutado un muchacho genial puede ser imitado sin inmodestia por un hombre en los lindes de la vejez, que conoce el oficio. El fruto de esa reflexión es este volumen, que mis lectores juzgarán". (5) Cuando admira el laconismo de los cuentos tempranos de Kipling, Borges descubre que "narra la fábula como si no acabara de comprenderla". Podría decirse: como si comprender del todo una fábula fuera imposible, porque hay siempre algo en ella que escapa de la voluntaria conciencia de su inventor. Algo permanece irreductible al conocimiento; probablemente toda la literatura (toda la literatura que vale la pena) termina mostrando que el autor nunca puede saber qué sucede en su texto. El núcleo de una ficción es inabordable, porque en ella hay siempre algo oculto, tanto para su autor como para sus lectores. Ese algo es móvil: un punto ciego que se desplaza en cada lectura. La literatura tiene, siempre, ese punto ciego. Borges supo que no hay posibilidad ninguna de anularlo y, por eso, prefirió a los escritores que saben que las ficciones son, por naturaleza, incompletas.
Narrar como si no se supiera del todo. No saber del todo lo que se narra. Mantenerse entre estas dos posiciones significa reconocer un límite que nunca está puesto en el mismo lugar, pero que siempre, en algún lugar, existe. Esto Borges lo lleva a su exasperación irónica en "La secta del Fénix", donde hay una evidente verdad que el narrador no nombra ni siquiera por circunloquios. ¿Qué dice Borges? El argumento de un relato debe ser perfecto; la narración de este argumento, en cambio, no puede poner en primer plano esa perfección casi "mecánica". La narración no conoce del todo aquello que, en el argumento desnudo, parece clarísimo.
Eso es lo que el viejo Borges dice haber aprendido del joven Kipling. Voy a dar un ejemplo. Son las últimas líneas de "La casa de Asterión". Teseo ya ha salido del laberinto donde estaba encerrado el minotauro que debía matar. Borges no relata esa pelea ni esa muerte. Después de una línea en blanco, escribe: El sol de la mañana reverberó en la espada de bronce. Ya no quedaba ni un vestigio de sangre.
-¿Lo creerás, Ariadna? -dijo Teseo-. El minotauro apenas se defendió. (6) Nada más. En esa línea en blanco pudo haber sucedido el combate. El mito nos indica que Teseo mató al minotauro. Pero Borges sospecha: ni suscribe ni contradice el mito. Coloca a sus lectores en el lugar de Ariadna: ¿lo creeremos? ¿Creeremos a Teseo? Tampoco Borges indica que no debemos creerle. Simplemente, cuenta menos. Al pasar por alto el combate entre Teseo y el minotauro, destruye la prueba sobre la que podríamos creer que "La casa de Asterión" narra el mito de Teseo vencedor. Pero tampoco niega ese combate. Agrega un detalle que llama a la sospecha porque en la espada de Teseo "no quedaba ni un vestigio de sangre". © LA GACETA

Notas:
1.- Jorge Luis Borges, Biblioteca personal, Buenos Aires, Emecé, 1998, p. 155.
2.- Jorge Luis Borges, Eduardo Gutiérrez, escritor realista, en El Hogar, 9 de abril de 1937.
Compilada en Textos cautivos, op. cit., p. 117.
3.- Michel Foucault, Las palabras y las cosas, Madrid, Siglo XXI, 1978.
4.- Jorge Luis Borges, Biblioteca personal, op. cit., p. 134.
5.- Jorge Luis Borges, El informe de Brodie, op. cit., p. 7.
6.- Jorge Luis Borges, La casa de Asterión, en El Aleph, Buenos Aires, Emecé, 1982, p. 72.

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