Revolución sin guerra

Revolución sin guerra

Por Juan María Segura - Especial para LA GACETA

25 Mayo 2014
Si bien las revoluciones políticas en general están asociadas a situaciones de violencia y revuelta social, y quedan marcadas en la historia y en el colectivo social con lugares y fechas concretas (la toma de la Bastilla en Francia, el 4 de Julio en los Estados Unidos de América, el 25 de Mayo en nuestra Plaza de Mayo), no sucede lo mismo con las revoluciones tecnológicas. Estas, en general, van ocurriendo a través de hechos y descubrimientos aislados, gestados en laboratorios, fábricas, aulas o talleres en lugares dispersos. En silencio para la mayoría de la sociedad, usualmente de espaldas a las prácticas aceptadas de sus tiempos, y sin ninguna coordinación centralizada ni otra motivación que no sea liberar el potencial creativo e innovador del espíritu humano, las innovaciones tecnológicas se las arreglan para ir asomando, tímidamente, con esfuerzo y ante la mirada escéptica y desinteresada de casi toda la sociedad.

Nunca queda claro en sus orígenes, ni para el inventor, ni para sus potenciales usuarios o beneficiados, ni para la sociedad toda, si esos inventos resultarán o no una pieza importante de un todo más amplio en emergencia, a punto de cambiarlo todo. Esto nos obliga a ser cautos a la hora de juzgar la supuesta falta de precisión o visión mostrada en el pasado por importantes directivos frente a la emergencia de tecnologías que, años más tarde, revolucionarían la sociedad.

“El teléfono tiene demasiados problemas como para que se pueda considerar seriamente un medio de comunicación. No tiene ningún valor para nosotros”, se leía en un memo interno de la Western Unión en 1876, mientras que en 1895 Lord Kelvin sentenciaba “Las máquinas voladoras más pesadas que el aire son imposibles”. Luego escuchamos que “La televisión no funcionará en ningún mercado pasados los primeros seis meses. La gente se aburrirá de mirar todas las noches la misma caja de madera”, dicho en 1946 por Daryil Zanuck, Director de la 20th Century Fox, veinte años después de haber escuchado al mismísimo Presidente de la Warner Brothers, Harry Warner, preguntarse “¿Quién diablos quiere oír hablar a los actores?”. Thomas Watson, presidente mundial de IBM, sostenía en 1943 que “hay un mercado para, como mucho, unos cinco ordenadores”, mientras que en 1977, Ken Olsen, fundador y presidente de Digital Equipment Corporation, afirmaba que “no existe ninguna razón por la cual una persona podría querer tener un ordenador en su casa”. Durante 2012 se vendieron unas novecientas catorce mil computadoras y más de tres millones de teléfonos inteligentes… ¡por día!

Es lógico preguntarse: ¿En qué mundo vivían estas personas? ¿Acaso no tenían información, inteligencia, asesores o elementos para siquiera anticipar el mundo en formación que se estaba gestando debajo de sus pies y delante de sus narices? Por lo visto, no tanto. O si, pero no era suficiente. Ellos en su tiempo, quizás como muchos de nosotros ahora, estaban bien enraizados en el paradigma de su época, ensimismados por la sociedad y estado de cosas con el que debían lidiar. Mientras tanto, la silenciosa revolución sin guerra de la tecnología los estaba sacando del juego.

Cambiar nunca fue una tarea sencilla para el hombre, e imaginar la irrupción de inventos, artefactos, ideas o movimientos disruptivos y desestabilizadores siempre fue un campo de gran tensión entre el juicio y el deseo. Aún me resuena en la cabeza la frase de una colega: “No sólo no tengo un perfil en facebook sino que ¡tampoco tengo teléfono celular!”, dicho con orgullo a fines del 2011, convencida de que su forma de resistencia a la tecnología le daba un barniz de autenticidad y ligazón genuina con el clasicismo y lo noble de la profesión docente. Por decir y obrar de esa manera, sentía que era genuinamente más docente. Y mientras tanto, la revolución se cobraba otra víctima.

Para el sistema educativo, en el actual contexto histórico de cambio y transformación, estar en tránsito desde la sociedad industrial hacia la sociedad de la cultura digital significa un llamado urgente a reorganizarse y repensarse a partir de nuevas prácticas, realidades y sujetos de aprendizaje. Significa repensar el sistema y sus instituciones y formatos para un mundo en donde abunda la información, de buena y mala calidad.

Si estar informado era la consigna fundamental para prosperar en el territorio anterior, estar conectado se impone en el nuevo. Estar conectado no supone tener una tableta o teléfono inteligente, sino estar habilitado con las destrezas necesarias para acceder al mundo de la información abundante de libre acceso que circula por la red, y tener capacidad de discernimiento para separar buena de mala información, fuentes relevantes sobre aquellas que no lo son. De esta manera, estar en tránsito significa dejar de estar informado y pasar a estar en conocimiento.

En educación no estamos en guerra, gracias a Dios, y por eso no silban las balas. Pero estamos profundamente revolucionados, y ello nos obliga a armarnos de ideas, dinámicas y prácticas que nos habiliten a echar luz sobre el tipo de sistema que mejor convenga acordar. Nadie lo hará por nosotros y, probablemente, nadie lo hará mejor que nosotros. ¡Ánimo!

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