Fabricante de remedios para cambiar el mundo

Fabricante de remedios para cambiar el mundo

El farmacéutico Somaini dedicó su vida a la UNT y al cooperativismo, e hizo lo que se propuso sin sacrificar los ideales de juventud. Su obra vale para homenajear a los farmacéuticos, cuyo día fue celebrado ayer.

PARA NO PERDER EL HÁBITO. Somaini el año pasado, en su farmacia sita en una esquina de Villa 9 de Julio. LA GACETA / FOTO DE IRENE BENITO PARA NO PERDER EL HÁBITO. Somaini el año pasado, en su farmacia sita en una esquina de Villa 9 de Julio. LA GACETA / FOTO DE IRENE BENITO
13 Octubre 2013
Una máquina de hacer. Un creyente de la rectitud. Un farmacéutico abnegado. Un funcionario universitario justo, pausado y arrollador. Un gestor pleno de norte, energía y sentido. Una víctima de la última dictadura militar. Un emprendedor de cooperativas que ignora las experiencias de fracaso y frustración. Un ser honrado y digno. Un nonagenario ejemplar que aún prepara pomadas en la Farmacia Rivadavia, en una esquina del barrio Villa 9 de Julio. De delantal blanco impecable y corbata rayada: así se presenta Ricardo Somaini (1922, provincia de Buenos Aires), un hombre que compitió contra la fatiga, la amargura, el dolor y la decepción... y salió campeón.

Su victoria se refleja en el destierro de quejas y reclamos (que legítimamente podría articular), y en una mirada de la realidad carente de grietas y abolladuras. Si tiene la ocasión, Somaini hablará de las ganancias felices y de los proyectos pendientes, jamás de lo que no pudo ser o de lo que fue y se quedó incompleto. Y como el noble campeón que es, se cuidará, por un lado, de regocijarse en lo conseguido y, por el otro, de transmitir esta idea-fuerza: lo mucho que hizo podría ser o haber sido todavía mucho más.

Aquella multitud de logros está ligada a un farmacéutico con un perfil fuera de lo común. Este modelo de profesional es compatible con la gestión universitaria; con la creación y dirección de empresas; con la participación en foros académicos y entidades intermedias, y con la vida familiar, los viajes y el cultivo de la cultura. Somaini elabora remedios e instituciones que, fundamentalmente, son bálsamos para las ilusiones: "contra lo que sucede en la mayoría de los casos (la realidad dura y el trabajo liquidan las más elaboradas utopías), el legendario presidente del Colegio de Farmacéuticos mantuvo intactos sus sueños juveniles", escribió sobre él un anónimo redactor de LA GACETA en 1992.

Pan para republicanos

"Hola, buen día". "Que le vaya bien". "Hasta luego". Somaini saluda a la clientela que entra y sale de la botica que fundó con su mujer, la también farmacéutica Nora Morey, en 1954. Él conoce a todos y todos lo conocen a él. Pese a que vive en Tucumán desde hace 79 años, algo de Carlos Tejedor, la ciudad bonaerense en la que nació, perdura en su acento. Esa reminiscencia acarrea otros mojones del pasado, como un paso fugaz por Chaco, donde el padre del fundador de Cofaral, que era ingeniero mecánico, trabajó en una empresa cooperativa de algodón, o como la fascinación por las máquinas usadas en aquella época para separar la semilla de la mota que, en posteriores procesos industriales, se convertían respectivamente en aceite e hilo.

Hijos de inmigrantes italianos y franceses, Somaini y sus cuatro hermanos se mudan a Tucumán para aprovechar las oportunidades educativas que distinguían a la provincia en la primera mitad del siglo XX. Las inquietudes solidarias del futuro organizador de la empresa de medicina prepaga ColSalud afloran en el secundario: aquellos bríos benefician a los republicanos españoles sitiados por el franquismo, que se vistieron y alimentaron con la ropa y los víveres recolectados por Somaini y sus compañeros.

Una huelga providencial desvía lo que iban a ser unos estudios de Ingeniería Química en Rosario (Santa Fe) hacia una carrera de Farmacia en la Universidad Nacional de Tucumán (UNT). El año 1940 acaba de empezar y, con él, el flechazo perenne entre Somaini y la casa de altos estudios que fundó Juan B. Terán. En ese ámbito ocupó los más diversos roles: desde presidente del Centro de Estudiantes de su unidad académica hasta miembro de la Federación Universitaria Tucumana y delegado en la Federación Universitaria Argentina; desde representante de los egresados en el Consejo Superior hasta decano interventor de Medicina y director del Departamento de Artes; desde secretario de Extensión Universitaria de la gestión del rector Eugenio Flavio Virla hasta coordinador y responsable (durante 15 años) de la planta piloto de medicamentos llamada Centro de Elaboración y Estudios Farmacéuticos.

El tiempo de los viejos

Los cargos públicos y privados no engrandecieron a Somaini: él engrandeció las funciones que desempeñó. Esa estela se abrió camino aún en situaciones delicadas como cuando, siendo consejero, investigó al entonces decano de Medicina, Virgilio Victoria (después fue destituido). "Era muy 'timbero'", recuerda para resumir lo que encontró: un funcionario que usaba dinero de la UNT para financiarse algunos días de ruleta en Mar del Plata. "Yo era amigo de todos, pero una cosa es la amistad y, otra, aceptar las cosas mal hechas", reflexiona. Otro caso similar fue el resultado sorpresivo de la excursión a Alemania para adquirir una bomba de cobalto, instrumento que sirve para tratar los tumores cancerosos y que funciona en el Centro de Salud de la capital desde 1961. "Cuando abrimos la bomba, ¡descubrimos que los enviados de la universidad habían guardado allí sus compritas en Europa! ¡Qué papelón!", exclama divertido.

Mientras otros aprovechan sus pequeños poderes en beneficio personal, Somaini se entrega a expandir la UNT. Esa obsesión detona tras la recuperación del orden democrático, cuando Virla lo convoca a trabajar como secretario de Extensión. En ese momento, el farmacéutico ya es un exponente nacional de la cultura cooperativista gracias a su actuación en el nacimiento y desarrollo de Cofaral; sin embargo, Somaini se las ingenia para combinar sus distintos intereses y actividades, y asume en cuerpo y alma la tarea que le da el rector: pensar el área desde cero.

De esa libertad inmensa y de esa cabeza ambiciosa nacieron órganos de incuestionable relevancia como el Instituto para la Integración y el Desarrollo Latinoamericano (Idela); el Departamento de Educación Infanto Juvenil; la Orquesta Juvenil Universitaria y los talleres para el personal de Construcciones Universitarias. Su gran obra, sin lugar a dudas, fue formalizar los cursos de Educación Permanente para Adultos Mayores (EPAM) que había proyectado la profesora María Teresa Bernasconi. Esta institución extraordinariamente benéfica para Tucumán se nutrió en parte de la bronca que invadía a Somaini cada vez que este se topaba con un jubilado desocupado. Con un gesto de aprensión, reconoce: "me molestaba verlos perder el tiempo en un banco de la plaza".

Cuento de hadas

La gestión sobresaliente en Extensión no apaga su deseo de contribuir al crecimiento de la UNT. En 1993, el entonces rector César Catalán le encarga la dirección de un instituto que él había estructurado, el Centro de Elaboración y Estudios Farmacéuticos.

Lo que sigue bien podría ser catalogado como un cuento de hadas: Somaini comienza a trabajar con un presupuesto de $ 600, casi sin materias primas ni herramientas, y diez años después exhibe un vademécum de 44 drogas, una facturación mensual de $ 30.000 -sólo- al Instituto de Previsión y Seguridad Social de Tucumán, y un edificio propio de 800 metros cuadrados. Y lleva adelante esa administración increíble con 80 años (se retiró del centro hace poco más de un lustro) y el convencimiento de que la UNT necesita independencia presupuestaria para garantizarse a sí misma un futuro acorde con su pasado.

Lejos de Honolulu

El curriculum de Somaini corta el aliento. Su vida generó material de sobra para un libro que, en última instancia, debería desarrollar la historia de un hombre que vengó su desgracia personal con compromiso social y democracia. Esa tragedia ocurrió a las dos de la madrugada del 22 de abril de 1977, en plena dictadura militar, cuando un grupo de hombres vestidos de civil y armados descendieron de tres vehículos; entraron en la vivienda de la pareja de farmacéuticos y se llevaron (para siempre) a uno de sus tres hijos, el publicista Ricardo Daniel Somaini.

Estaba en su naturaleza, pero aquel hecho dolorosísimo quizá lo haya empujado aún más a fabricar remedios comunitarios. En ese afán, Somaini se enfrentó con el lucro que contamina la salud denunciando las prácticas comerciales abusivas de la industria farmacéutica; aprendió que los proyectos con fondos públicos exigen un control más que riguroso, y concluyó que la corrupción empieza por los que están en la cima del poder y termina en el inspector de tránsito. Hizo del optimismo una forma de ser y estar en sociedad, como surge de este comentario publicado en 1997: "si no tuviese esperanza en la humanidad, estaría vendiendo empanadas bajo una palmera en Honolulu".

Mientras espera que su nieta lo releve en el laboratorio del negocio de Villa 9 de Julio, el hacedor sigue con preocupación los efectos del envejecimiento de la población y se pregunta cómo hacer para mejorar el sistema de farmacias de turno que, tal y como está establecido, obliga a los vecinos de todos los rincones de la ciudad a trasladarse al centro durante la noche y los días no laborables.

Somaini es inmune al abatimiento. Cualquiera diría que no conoce la paz, pero la tiene en abundancia. Como muchos (o todos) alguna vez, quiso cambiar el mundo que le tocó; como pocos, se hizo cargo de aquella inquietud incómoda y lo cambió.

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