La "nueva cárcel" estremece antiguas creencias

La "nueva cárcel" estremece antiguas creencias

No son las obras de remodelación edilicia. Ni las políticas de seguridad. Ni las nuevas terapias que comienzan a aplicarse. Ni nada que dependa de las decisiones de las autoridades provinciales. Lo que está cambiando en la cárcel de mujeres de Tucumán está más allá de cualquier determinación oficial. Está más adentro.

Cuando fue habilitada el 30 de noviembre de 1994 en Lastenia, dentro de la poblada Banda del Río Salí, era prácticamente una cárcel de "mulas". Cuanto menos, así se la conocía en el lunfardo oficial, que refería con ese "zoologismo" al hecho de que el Instituto de Rehabilitación Santa Esther se encontraba poblado casi íntegramente por mujeres apresadas por contrabando de sustancias ilegales. En el penal todavía recuerdan que hasta hace una década hubo numerosas oportunidades en que el 90% de las internas, justamente, estaba allí por "causas federales", eufemismo para designar las infracciones a la Ley Nacional 23.737: la Ley de Tráfico de Drogas. Eso, definitivamente, ya no es así.

Hoy, de acuerdo con los datos provistos por la Dirección General de Institutos Penales, son 56 las mujeres que conforman la población penal tucumana, entre procesadas y penadas. De ellas, sólo 21 (37,5%) cayeron por traficar estupefacientes. Menos que las 23 (41,1%) que están tras las rejas por delitos en contra de las personas. Las 12 restantes (21,4%) delinquieron contra la propiedad.

Por cierto, las 56 no están alojadas en la cárcel: 18 gozan del régimen de prisión domiciliaria. De las 38 restantes, sólo el 25% están encerradas por crímenes vinculados con el narcotráfico. Del otro 75% de las internas, el 30% tiene escrito "homicidio" en la carátula de su expediente.

Estas nuevas proporciones, esta diferente composición de la población carcelaria femenina, implica también la puesta en marcha de fuerzas profundas que son difíciles de mensurar pero que son fáciles de advertir. Esos mecanismos están directamente vinculados con lo que estos dos grandes grupos de delitos, los que infringen la Ley Nacional 23.737 y los que le quitan la vida a otra persona, traen socialmente consigo.

Las unas y las otras

El encarcelamiento de "mulas" ha mostrado un aumento sostenido y acelerado en todo el continente, según da cuenta Mujeres en prisión, el libro que acaba de publicar el Centro de Estudios Legales y Sociales (CELS), el Ministerio Público de la Defensa de la Nación y la Procuración Penitenciaria de la Nación. A mediados del decenio 2000-2010, el porcentaje de mujeres presas por delitos relacionados con el tráfico de drogas era del 49% en la Argentina, 47% en Colombia, 66% en Costa Rica, 73% en Ecuador, 46% en El Salvador, 59% en Honduras, 89% en Nicaragua, 72% en Panamá, 56% en Perú, 50% en República Dominicana y 64% en Venezuela.

En casi todos esos casos, como en los de Tucumán, se trata de mujeres pobres, muchas de las cuales eran jefas de hogar sin preparación y excluidas del mercado laboral y, por tanto, formaban parte de sectores sumamente vulnerables. De hecho, son el eslabón más precario en la organización global del comercio ilegal de drogas, y caen apresadas, en la mayoría de los casos, por transportar pequeñas cantidades. No dirigen grandes droguerías ni están al frente de gigantescos cárteles. Que les llamen "mulas" ya dice demasiado.

En el caso provincial, las penitenciarias locales albergan hoy hasta tres generaciones de una misma familia implicada en el contrabando de drogas. Es decir (y sin que ello implique justificativo alguno), hay mujeres que sólo han visto ese delito como fuente de ingresos en sus míseros y desnutridos hogares: lo cometían sus madres y también sus abuelas, igualmente paupérrimas y mal alimentadas.

Últimamente, cualquier parecido con las perpetradoras de los delitos en contra de las personas se está convirtiendo en pura coincidencia. Entre estas últimas penadas hay profesionales o egresadas de terciarios; hay educadoras y comerciantes; hay, en definitiva, mujeres que provienen de la clase media y de la alta: de los sectores "acomodados" de la sociedad. Son, como consecuencia, personas que cargan con un capital cultural e intelectual que no sólo las distancia de sus eventuales "compañeras" que han caído por tráfico de drogas (dicho sea de paso, por delitos no violentos) sino que también las pone por encima de las propias guardias del penal. Lo cual ha dado lugar a no pocos encontronazos en los cuales la detenida pretende desautorizar desde su condición de graduada a la empleada con secundario completo, que a su vez reacciona recordándole a la interna que no se encuentra alojada allí por el título sino por el prontuario.

La situación resulta doblemente reveladora.

Por un lado, sacude al Estado, que ha tomado debida nota de esta situación y ha iniciado la capacitación de sus empleados a fin de prepararlos para manejar estas situaciones, con el objetivo de no caer en posturas discriminatorias ni en crisis de autoridad. Sin embargo, el asunto no deja de mostrar que la profesionalización de los recursos humanos de la administración pública es una cuestión que, incluso, ya tiene demandas hasta en el sistema penitenciario.

Por el otro, esta "nueva cárcel" estremece a la sociedad e, incluso, a creencias que son anteriores a esta era. Hace 24 siglos, Sócrates sostenía, según enseñaba Manuel García Morente en sus Lecciones preliminares de Filosofía, que la gente era mala porque no sabía: era mala porque ignoraba. Había, pues, que enseñarles las virtudes porque luego de conocerlas ya no desearían apartarse de ellas. Sin embargo, el Instituto Santa Esther enseña en no pocos casos, en no pocas causas, que conocer no hace mejores a las personas.

De allí a preguntarse si los seres humanos son en verdad naturalmente buenos sólo dista un temor primordial.

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