“Gana (en singular) y necesidad de comer”. Así define hambre el diccionario de la Real Academia Española. Pero la ciencia está viniendo a decirnos no sólo que el hambre no es una “gana”; también que esa multiplicidad está en la raíz de una ancestral tendencia al equilibrio en la alimentación.

Pensemos: en estado salvaje es casi imposible ver animales obesos; viven en lo que en ecología se llama “equilibrio dinámico”; su organismo está en un punto de desarrollo y equilibrio acorde con las condiciones específicas de su hábitat. Y esa situación -resaltan en su libro “Come como los animales” los biólogos australianos David Raubenheimer y Stephen J. Simpson- se debe a que hay al menos cinco modos diferentes de tener hambre. “Los humanos tenemos sistemas de apetito expertos en indicarnos que comamos una dieta equilibrada. Pero sólo pueden hacerlo cuando se exponen a los tipos de alimentos con los que evolucionaron”, destacan en una entrevista con la BBC.

Disponibilidad es la clave. “Pero debemos pensar que no es lo mismo muchas fuentes de calorías que disponibilidad de nutrientes; que algo sea comestible no lo hace nutritivo”, advierte Laura Cordero, licenciada en Nutrición y especialista en Salud Social y Comunitaria. “Los ultraprocesados aportan calorías (muchas veces, en exceso), pero tienen muy baja densidad nutricional. Hoy es cada vez más difícil saber qué estamos comiendo”, agrega, y anuncia lo que vendrá; pero antes, para entender el proceso, debemos volver al estudio.

La evolución

Raubenheimer es referente mundial en ecología nutricional; Simpson, director ejecutivo del centro de estudios Obesidad Australia. Pasaron más de 30 años estudiando unas 50 especies, incluidos los humanos. “Conociendo cómo funciona la evolución, que el hambre sólo fuera impulso de comer era poco probable: un animal que comiera cualquier alimento sería superado por otros capaces de seleccionar los que proporcionaran nutrientes específicos necesarios en un momento determinado”, resaltan.

Cuentan también que estudios previos sugerían que los animales tienen apetito no sólo por comida, sino por nutrientes particulares. Y ese hallazgo -explican- implicaba capacidad de detectar macronutrientes: proteínas, carbohidratos y grasas. “Si hay apetitos separados, lo importante -y no se había hecho- era aprender cómo interactúan. Tendrían que operar no de forma aislada, sino como un equipo deportivo que coordina sus esfuerzos para ganar la competencia evolutiva”, agregan.

De langostas a humanos

Arrancaron con langostas; lo descubierto lo probaron en humanos. Y los resultados coinciden: demostraron que existen apetitos separados para diferentes macronutrientes. Y que si hay variedad de alimentos, los apetitos trabajan juntos para equilibrar la dieta. Y que la clave son las proteínas.

“En las dietas altas en proteínas, comieron poca grasa y pocos carbohidratos; pero si eran bajas en proteínas, para compensar comieron grandes cantidades de grasas y de carbohidratos”, señalan. Suena conocido.

A lo largo de muchos millones de años -dijimos- ese equilibrio ancestral que se generaba frente a la disponibilidad y la diversidad se ha roto. “Hoy entra en juego, y pesa mucho, la lógica de consumo: lo comestible tiene que ser atractivo, comprable. Se diseña para hiperestimular los sentidos; y se manda a nuestras ‘diferentes hambres’ señales confusas. Estamos hackeando nuestra sensorialidad ancestral”, agrega contundente Cordero, y explica: “al no poder decodificar los mensajes, el organismo no puede disparar la señal ‘dejar de comer, ya tengo lo necesario’ (se llama saciación); el cerebro necesita unos 20 minutos para decir ‘basta’; pero si nos comimos todo en tres...”, añade como quien se pregunta qué estamos haciendo.

Otros factores

Pero no sólo la industria incide; también lo hacen las costumbres que transmitimos de generación en generación. “Si les inculcamos a los niños que deben acabar lo que hay en el plato, pero les servimos porciones de adultos, desoirán el sistema de regulación interna del apetito. Y aprenderán que la regulación es externa y social”, advierte.

También se suman factores emotivos: “por ejemplo, el ‘hambre emocional’ (comer alimentos sabrosos, generalmente dulces o grasos, que pueden mejorar nuestro ánimo)”, describe Iohnatam Gepner, especialista en Psiconutrición y Alimentación Consciente. “Lo hace, pero es temporal; y esa comodidad corta tiene el costo de aumento de peso y de otros problemas de salud”, agrega.

Resalta que al hambre “normal” (deficiencia de energía) con frecuencia se suma lo que llama “hambre hedónica”: impulsos, sentimientos y pensamientos sobre la comida. “Muchas personas responden a las propiedades estimulantes de la comida chatarra; y -comiendo- ‘se recompensan’ por un día duro de trabajo, por ejemplo -resalta-. Y quienes basan su vida en ‘hacer dieta’, que piensan constantemente en comida, suelen entrar en un circuito interminable de castigo y recompensas”, advierte.

“Controlar lo que uno come y hacerlo saludablemente no es cuestión de mera voluntad. Muchas veces se hace cuesta arriba -agrega la endocrinóloga y coach Olga Escobar-. “En esos momentos, conviene parar y preguntarse ‘¿qué necesito, por qué no estoy pudiendo?’”. “Emociones como entusiasmo, autoestima, serenidad son pilares para sostener las conductas saludables. Pero esas emociones se construyen y chocan contra una cultura (publicidad, sedentarismo, discriminación) que atenta contra ellos”, advierte.

“La práctica diaria de estar presentes y conscientes cuando nos relacionamos con los alimentos permite, de a poco, ir ganando poder de elección, y elegir lo que nos hace bien”, añade Gepner. Y es la mejor manera de que nuestras hambres trabajen como antaño.