La Organización de Estados Americanos (OEA) y la Zona de Integración del Centro Oeste de América del Sur (Zicosur) se han encontrado como el agua que busca a la sed en la firma de la declaración de intenciones celebrada el martes en Washington.

El acuerdo (suscrito inicialmente por representantes de 17 estados subnacionales de siete países) menciona de manera diplomáticamente cifrada las necesidades concurrentes tanto del foro de integración austral como del organismo panamericano.

Desde el sur

Del lado sudamericano, los considerandos del convenio consignan que el “objetivo principal” de la Zicosur “es promover la integración regional con el fin de propender al desarrollo sustentable, logrando la inserción de la subregión en el contexto internacional desde el punto de vista competitivo, desarrollando el comercio exterior con los mercados internacionales”.

Lo que las entidades subnacionales (provincias, ciudades y regiones) buscan es convertirse en sujetos de cooperación internacional que puedan obtener financiamiento externo, mediante la figura de la cooperación “técnica”, sin necesidad de pasar irremediablemente por las Cancillerías. No se trata, en absoluto, de que estén disputando el monopolio de la política exterior con sus gobiernos centrales: se trata de conseguir recursos económicos en una franja bioceánica que reúne 70 estados y 77 millones de habitantes.

El gobernador de Salta, Juan Manuel Urtubey, lo expuso “hacia afuera”, cuando le dijo a LA GACETA que el norte de la Argentina y de Chile y el sur de Bolivia y de Paraguay coinciden no sólo en las fronteras sino también en el hecho de que se encuentran lejos de los centros de la toma de decisiones de sus respectivos países. El Gobierno de Juan Manzur lo planteó “hacia adentro”, antes de emprender la actual misión oficial, al demandar ante la Corte Suprema de la Nación a la Casa Rosada por la interrupción del Fondo Federal Solidario.

Son dos estilos diferentes de exhibir una misma situación del caso nacional: la Argentina es una federación descompensada. Lo es, estructuralmente, porque uno sólo de sus distritos, la provincia de Buenos Aires, concentra casi la mitad de la población del país y tiene una superficie (308.000 km2) equiparable a la de Alemania (357.000 km2). Antes de la reforma constitucional de 1994, ese desbalance era ciertamente compensado por el colegio electoral: de haberse mantenido, el territorio bonaerense, donde hoy vive el 37% de la población, sólo elegiría el 27% de los electores a Presidente. Pero a partir del establecimiento del voto directo, operó una inevitable “conurbanización” de la política nacional: si ese es el distrito que define toda elección, no es difícil discernir que el poder político siempre lo privilegiará.

Si no hay posibilidades de un cambio estructural hacia adentro, es lógico que las provincias (especialmente, las del norte argentino) vayan a buscarlo hacia afuera.

La OEA no necesita que le expliquen sobre el problema de intentar la integración de regiones en contextos de desequilibrio: su área de incumbencia tiene América Latina de un lado y los Estados Unidos del otro. Pero hay mucho más que “comprensión” en la predisposición para otorgar a los gobiernos locales un instrumento legal que les permita vincularse oficialmente más allá de sus fronteras nacionales. Lo que el organismo internacional está buscando es, esencialmente, “nuevas razones de ser”.

Desde el norte

El uruguayo Luis Almagro, secretario general de la institución, ha hecho hincapié el martes en la “riqueza” de la OEA como el organismo regional más antiguo del mundo, con 120 años de trayectoria. En rigor, los orígenes se remontan a 1889, cuando en la búsqueda de una unión aduanera continental que nunca se logró nace la Unión Internacional de Repúblicas Americanas, que tendrá una Oficina Comercial en la capital de EEUU, la cual en los albores del siglo XX será ampliada en su nombre y en sus funciones y pasará a ser la Unión Panamericana. Pero sólo será después de la II Guerra Mundial cuando llegará la fisonomía actual. En 1948 se crea la Organización de Estados Americanos, y las estructuras anteriores transmutan en la Asamblea General y en la Secretaría General. De modo que, sin ignorar sus raíces decimonónicas, la OEA es hija de la Guerra Fría y la lógica del conflicto entre el oeste capitalista y el este comunista signó su funcionamiento. Siempre bajo la influencia de EEUU.

El prestigio de la OEA fue siendo minado bajo esa hegemonía. El derrocamiento de Jacobo Arbenz en Guatemala a mediados de los 50, la expulsión de Cuba a principios de los 60 y los golpes de estado durante esa década y la de los 70 fueron devastadores para la legitimidad del organismo regional. Los 80 fueron, directamente, fulminantes, dada su inocua reacción frente a la Guerra de Malvinas y las invasiones estadounidenses a Granada y a Panamá.

Habrá que dejar a salvo, como contrapartida, la tarea de la Comisión Interamericana de los Derechos Humanos y de la Corte Internacional de los Derechos Humanos durante estos oscuros períodos para América Central y América del Sur.

A partir de los 90, con el fin de la Guerra Fría tras la caída del Muro de Berlín (1989) y la disolución de la URSS (1991), la OEA comenzó a incursionar en nuevos horizontes institucionales, políticos y comerciales en las Américas. La integración no sólo fue recuperada como un valor fundacional, sino también como un recurso funcional. Esa búsqueda se mantiene. La OEA es una institución muy “importante” que, al lado de ese calificativo, quiere sumar el adjetivo de muy “necesaria”.

Conspiran contra esta finalidad las gestiones de gobierno estadounidense que prefieren las relaciones bilaterales (entre Washington y cada país, uno a uno) antes que las multilaterales. A lo que se suma que, con la consolidación de las democracias en el hemisferio, que la comunicación entre las naciones americanas ha encontrado sus propias líneas. Las embajadas hablan entre sí, fluidamente y de muchos temas. Y no lo hacen a través de la OEA.

En los años recientes, de la mano de Almagro, es innegable que la institución recuperó algún protagonismo a partir de las denuncias sobre la violación de los derechos humanos durante el actual gobierno de Venezuela. No menos cierto es que un organismo internacional de estas características, y su burocracia, no pueden justificarse en el sólo hecho de denunciar a Nicolás Maduro como un dictador. Por caso, Donald Trump lo dice regulamente y por Twitter. Y buena parte de las naciones del continente que también execran al sucesor de Hugo Chávez lo condenan por dentro de la OEA, y también por fuera, en el Grupo de Lima.

En este contexto reciente de relanzamiento y reingeniería de la OEA, los estados subnacionales prometen convertirse en una importante veta para el trabajo del organismo: “uno de los propósitos esenciales” que reivindica para sí misma en los considerandos de la declaración de intenciones firmada el martes, “es promover, por medio de la acción cooperativa, su desarrollo económico, social y cultural”. Las necesidades de integración y de colaboración de las provincias sudamericanas, que reniegan del centralismo de hecho de sus países, sí demandan de la experticia técnica de la OEA. Y la OEA también necesita ser necesitada.

De esas materias también está hecho el acuerdo de esta semana.