Leonardo Goloboff: “El teatro activa mi máquina de pensar y de sentir la realidad”

Leonardo Goloboff: “El teatro activa mi máquina de pensar y de sentir la realidad”

Autor de 20 obras, el dramaturgo y director bonaerense, de 88 años, se afincó en Tucumán en 2001. Su paso por el mítico grupo Fray Mocho. La gente problematizada. Un humanista escéptico.

UN MAESTRO. Leonardo Goloboff es una figura respetada y querida en el ambiente teatral tucumano. LA GACETA / FOTOs DE INÉS QUINTEROS ORIO UN MAESTRO. Leonardo Goloboff es una figura respetada y querida en el ambiente teatral tucumano. LA GACETA / FOTOs DE INÉS QUINTEROS ORIO

La mirada de 88 años sonríe. Una pizca de ironía se cuelga de los anteojos. La voz entretiene recuerdos. Afable. Calmo. El humor se filtra en las palabras. Sutil. Detallista. Conserva aún un espíritu rebelde. Da la impresión de que este provinciano del bonaerense Carlos Casares vino a nacer a Tucumán, donde desde hace 22 años despliega su inventiva teatral, como autor y director. El dolor acompañó la parición, porque al día siguiente de llegar la muerte súbita se lleva a su esposa Sonia (“nos agarró el metejón a los 18 y 19 años; 49 años juntos estuvimos, una mina que me da vuelta la cabeza que me forma, que me constituye”). Juan Tríbulo y Mariana Ezcurra le piden que los dirija en una obra de su autoría, y anudan con el tiempo un afecto sin tregua que se refleja en varias puestas. “Me hace gracia porque me dicen maestro en Tucumán y yo no lo aceptaba al principio, y ahora me doy cuenta de que me lo dicen por la antigüedad en el oficio y por la edad. Es mucha palabra, como la palabra artista”, dice Leonardo Goloboff, teatrista y dramaturgo querido y respetado en el ambiente artístico. Nacido el 8 de agosto de 1934, “Golo” se formó con Oscar Ferrigno, el director del mítico Teatro Fray Mocho.

- ¿Tus padres eran inmigrantes? ¿A qué se dedicaban?

- Nací en Carlos Casares, a 315 kilómetros de la Capital Federal. Mi padre tenía un comercio. Mi abuelo había llegado al pueblo como sastrecillo de Ucrania. El apellido viene de Ucrania, mi abuela era de Rumania. Llegaron en 1904. Sospecha mi hermano mayor que mi abuela ya vino con mi viejo en la panza. Se instalan en Casares que era una colonia mantenida por el barón Hirsch, una suerte de mecenas de mentirita porque termina cobrándole prácticamente todo a los paisanos. Mi viejo hereda la sastrería de mi abuelo; aprende el oficio de cortador, cosa que ninguno de los tres hermanos que somos, adoptó como oficio. Cuando muere mi madre, primera gran pérdida, yo tenía cinco años, recién ahora me doy cuenta de lo que debe implicar para un niño de cinco años que se le muera su madre. Soy el hermano del medio. Mi madre murió de una septicemia, cuando nace mi hermano menor, Mario, el novelista, poeta, profesor de letras, escribe en Página/12.

- ¿Qué te gustaba leer cuando changuito? ¿Tu padre te inculcó la lectura?

- Leía literatura de los chicos de esa época, Julio Verne… Mi viejo era violinista, mis dos tíos varones hermanos de él, también lo eran, mi tía, hermana de él era pianista.

- ¿A vos también te atrajo la música?

- No, la adoptó mi hermano Jorge, que empezó con una bandita de jazz clásico. Mi viejo hacía música clásica, judía, no, nunca fuimos demasiado judíos, más bien siempre abiertos. En el pueblo mi viejo era Carlitos, un tipo abierto a toda la comunidad, que le fiaba a los no judíos. Hice en Casares la primaria y la secundaria.

- ¿Cuándo se produce tu descubrimiento del teatro?

- En la pubertad, en el tímido ingreso a la adolescencia, en una institución judía creada por gente que viene de Israel y se distribuye entre lo que son o eran colonias judías, tratando de crear instituciones y crean una institución socialista, que tiene mucho que ver con el origen de Israel: los kibutz, las granjas colectivas, y tratan de crear algo similar en Carlos Casares. Me seleccionan a mí como conductor del pequeño grupo cultural y una de las tareas que nos asignan es la producción de una obrita teatral que se llama “En las estepas del Neguev” es el desierto que ocupa prácticamente la mitad de Israel. Deciden que yo haga nada menos que el rol de Teodoro Herzl, uno de los fundadores del sionismo, para lo cual yo tomo de la sastrería un trozo de acolchado negro y me lo coloco a manera de barba y me ponen en el fondo, enmarcado simulando un cuadro, tendría 14 o 15 años.

- ¿Qué sentiste al subirte a un escenario?

- Y me sentía distinto, en mi caso buscaba lo distintivo, es decir, buscaba algún rasgo identitario que me separara de la masa, del conjunto, que me diera un carácter particular. A los 18 años termino el secundario, me voy a Buenos Aires con el proyecto de estudiar derecho, no he nacido para eso evidentemente. Luego me meto en Letras, lo conozco a Raúl Castagnino, profesor de Introducción a la Literatura, que me deslumbra. Me interesaban el teatro y la poesía. Escucho hablar de Fray Mocho, un grupo mítico de 11 jóvenes encerrados que no se muestran al público, que constituyen un cenáculo, casi como una logia, casi como los rosacruces durante tres años. Yo ingreso en el 57 para tomar clases con Oscar Ferrigno, el director.

- ¿Cómo era Ferrigno? ¿Qué aprendiste de él?

- Era el papá artístico. Aprendí a exigirme más, a no quedarme con lo primero, a intentar volar, a trabajar con la imaginación, a respetar al público y la profesión, aunque no sé si yo arribé a la profesión. Creo que no, es mucho, es demasiado. Pienso por ahí, que Peter Brook arribó a la profesión o Jean Vilar…

- ¿Qué tipo de obras abordás con Fray Mocho?

- Obras argentinas, es cuando Oscar introduce una pequeña bisagra en su desarrollo, muy tocado, seducido por el PC, que ve en Fray Mocho mucho la posibilidad de un “movimiento de masas”. Ferrigno en ese momento se mete con Norma Aleandro que también viene influida por el PC. Militan ambos y Oscar se transforma en un militante, se afilia al PC, intentan afiliarme a mí, cosa que no consiguieron nunca. Y entonces se produce el viraje de Oscar hacia el teatro argentino: “La peste viene de Melos”, “Historia de mi esquina”...

- Se te abre un mundo nuevo.

- Sí, por supuesto, un modo de trabajar, de operar seriamente. Descubro lo que es la mesa, el análisis de mesa: sentarse en torno a una mesa, analizar la obra. Y si teníamos que hacer, por ejemplo,” Felipe y su mujer”, una obra que trataba de un problema gremial, Oscar invitaba a participar en sesiones de la mesa a Rubens Íscaro, un miembro del Comité Central del PC que representaba el sector gremial. Entonces, cuando se conseguía uno, se lo traía. “Yo vi un obrero podíamos” podíamos decir. Aprendí muchas cosas y una disciplina, sobre todo una disciplina.

- Luego estudiaste dirección con Oscar Fessler, ¿qué te aporta él?

- Ya había hecho un curso de dos años con Hedy Crilla, una maestra austríaca, bastante famosa en su momento. De Fessler me deslumbra la metodología, la seriedad en el laburo. Me atraía la dirección porque me daba la posibilidad de vivir simultáneamente varias vidas, las de los personajes. Yo me sentía fluir en la dirección, que colmaba toda mi necesidad de comodidad dentro de un oficio dado, mucho más que la actuación. En la actuación, me ponía obstáculos; la búsqueda de la verdad, lo verosímil, me costaba. Con la dirección tenía que encomendar la búsqueda de la verdad o la búsqueda de lo verosímil a los actores y los ayudaba.

- ¿Hasta cuándo seguís con Fray Mocho?

- Hasta su disolución en el 61 o 62. Después paso con mi grupito al teatro IFT ((Idisher Folks Teater) que quiere decir teatro del pueblo judío, también muy influido por el PC.

- ¿Qué tipo de teatro te interesaba? ¿Tenías en mente una estética determinada?

- Me interesaba lo bello que a veces sentía yo despreciado, era despreciado lo formal. A mí me preocupaba lo formal, la síntesis entre fondo y forma, me preocupaba mucho; sentía que no se trabajaba con lo formal que se despreciaba.

- ¿Cuándo te hace una zancadilla la dramaturgia?

- Tardíamente. Ya teníamos el Teatro La Ranchería. Eso viene después de 1992, después de Fray Mocho y del IFT. Se me ocurre escribir una obra sobre la inmigración judía en el Teatro de la Ranchería que fundé con mi mujer Sonia.

- ¿Ya en Tucumán te tirás a la pileta de la escritura?

- Coincidió ese momento con un llamado de Tríbulo que me dice; “Golo, con Mariana terminamos de leer Dominó en Casa. La queremos hacer. Queremos que la dirijas vos”. Al principio dije que no, pero luego los dirigí. Estaban también Carolina Romero y Cacho Farall. Ahí me largo a escribir. Alguna gente me pide que los asesore o los coordine para un taller de dramaturgia y yo les digo: “no les voy a enseñar a escribir, no estoy en condiciones, no tengo formación para eso. No sé enseñar, pero sí, lo que puedo hacer es coordinar, leer en voz alta los trabajos hacer lo que hacíamos en Fray Mocho y en la Ranchería que es la crítica en voz alta, donde nos decíamos cosas terribles, incluso con autores luego prestigiosos en Buenos Aires. Y acá María Blanca Nuri me propone eso, llama gente y hacemos un grupito de dramaturgia, se llamaba Dramat.

- ¿Qué temas te atraen?

- Lo que le pasa a la gente y en general, me inclino sí, por la gente problematizada en todos los campos no solo en lo psicológico, también en lo económico, lo sociológico, lo cotidiano, la gente que padece de algún modo alguna suerte de opresión o de carencia. La gente a la que le faltan cosas. Tengo unas 20 obras.

- Tus obras suelen tener un toque humanista.

- Sí, sí, básicamente me interesa el humanismo, porque si tuviera que definirme incluso en lo político, en lo social, diría que soy un escéptico o un humanista escéptico.

- ¿El teatro te marcó también un camino de vida?

- Mi ingreso al teatro independiente pone en marcha y activa mi máquina de pensar y de sentir la realidad, incluida la política social, No es fácil, pero creo que comienzo a avizorar cual podía ser mi lugar. La contradicción se me produce cuando me resisto a adherir a esas verdades que heredamos como recetas magistrales para superar conflictos: “agítese, antes de usar”, no va. Yo ya carecía de fe religiosa y tampoco la necesitaba. Seguramente también mi negación de Dios era otra forma de rechazo a las respuestas confortables que me acercaban los amigos, compañeros de teatro y parientes, todos me querían ayudar. Unos con el Antiguo Testamento, otros con el Nuevo y otros con la ficha de afiliación al PC. Yo percibía como una comezón casi instintiva que los dogmas expresados muchas veces en informes recién traducidos del ruso o del inglés, amenazaban mi facultad de imaginar y de pensar. Cuando leo ahora con ojos ya más distendidos el Manifiesto por un Arte Revolucionario Independiente, que publica André Bretón y que corrige Trotsky en el 38, lo confirmo. Mirá lo que dicen estos viejos: “En la creación artística importa que la imaginación no permita con ningún pretexto que se le impongan recetas a quienes nos inciten a que el arte se someta a una disciplina incompatible con su carácter básicamente crítico y transgresor, debemos oponerle esta consigna: total libertad en el arte”. Me pregunto ahora: ¿Nos habrán hecho leer tan mal a Trotsky?

- ¿Qué es el teatro para vos?

- No es tan sencillo, el teatro es mi cobijo. Es mi refugio, es mi remanso, pienso que puede haberle dado algún sentido a mi vida, sí, tengo que agradecerle al teatro a haberme albergado, haberme arropado.

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