Gobiernos de escritorio

“La corrupción mata”. Es una frase que de tanto repetirse ya parece un refrán. Y sabemos que los refranes son lugares comunes que, huelga decirlo, se convierten en recursos a los que se apela cuando la creatividad es escasa, el talento es pobre o la voluntad es nula.

Lo que poco se dice o se analiza es que la corrupción es una de las hijas pródigas de la burocracia.

Es muy difícil que germinen estafas, fraudes o malversaciones en un ambiente rápido y eficaz, que sería lo opuesto a la burocracia, cuyos sinónimos son administrativo, oficinesco, lento o moroso, entre otros...

Existe corrupción donde hay claroscuros, vacíos legales o jerárquicos, demasiados trámites, “engorrosidad”, controles ineficientes, exceso de confianza y, casi siempre, al menos dos partes interesadas.

Suele relacionarse a la corrupción, en primer plano, con el Estado y con la política, y esto ocurre porque la administración pública, en todos sus niveles y dimensiones, constituye la supremacía galáctica de la burocracia. Desde su etimología ya lo dice todo: gobierno de la oficina o del escritorio.

Sin embargo, la corrupción se cuela en todas las rendijas de la vida, pública y privada.

Burocracia no es sólo abundancia de papeleo, es cualquier trámite u objeto que prolongue y le reste transparencia a los procesos.

Un conflicto actual en el país, entre taxis y ubers, nos sirve de ejemplo para entender cómo funciona este fenómeno, incluso en nimiedades.

Un taxímetro es un elemento burocrático en la relación entre un conductor y un pasajero. Surge, como en todo mecanismo burócrata, supuestamente para echar claridad y control en un servicio, pero con el tiempo se va distorsionando con pequeños actos de corruptela, desde el chofer que apaga el taxímetro a cambio de cobrar menos (algunos se hacen los desmemoriados), hasta directamente alterar el aparato o sobornar al burócrata encargado de controlar que funcione correctamente, o el robo (y autorobo) de estos equipos.

Por eso surgieron los taxímetros que se encienden solos cuando alguien se sienta atrás, donde a veces hay sensores. Luego tuvieron que colocar sensores también adelante porque algunos choferes hacían sentar allí a los pasajeros para burlar a los sensores traseros. Más controles, más burocracia, más costo.

Así aparecen otros servicios, como remises o aplicaciones de transporte, donde el precio del viaje se pacta previamente. Y de a poco se van imponiendo en el mundo, obviamente, al punto que en Tucumán ya hay taxistas trabajando de “ubers”, como seguramente ocurre en otras ciudades. A mayor transparencia mayor eficacia y menores costos. De paso, se ahorra el carísimo gasto en un taxímetro, que arranca en 100.000 pesos.

Hoy, con la tecnología GPS una empresa de viajes puede controlar con mayor exactitud el buen o mal comportamiento de un chofer.

Este es un ejemplo, si se quiere hasta ingenuo, de cómo la burocracia corrompe los procesos.

Robo hormiga y robo elefante

Como en el transporte de pasajeros, el sector privado, cuanto más burócrata, más permeable es a hechos de deshonestidad.

En los siglos XIX y XX las grandes fábricas tenían tabulado entre sus costos el robo hormiga de sus empleados. Cuanto más enorme era la factoría más burocracia había y por lo tanto mayor eran las filtraciones.

Con el advenimiento de las nuevas tecnologías estos modos fueron mutando, pero incluso ni la digitalización plena o las cámaras más modernas impiden que un empleado, por ejemplo, imprima un libro escolar de un hijo en la impresora de la empresa. O el robo hormiga de insumos de los baños, oficinas, cocinas, comedores o depósitos.

Porque a veces es más rentable dejar que esto ocurra que incrementar la vigilancia, con lo cual también aumentan los costos operativos y, de nuevo, más oficinismo.

Hace unos años conocimos un capataz que construyó su casa, ladrillo por ladrillo, caño por caño, sacados de las obras donde trabajaba. Y él lo contaba orgulloso.

Una chiquilinada comparada con funcionarios que levantaron mansiones, remodelaron clubes enteros o abrieron y repararon caminos privados o semiprivados con materiales, camiones y máquinas del Estado. Ni siquiera es necesario trabajar en sectores de la obra pública; en política, a veces con hacer una llamada es suficiente.

Se conocen numerosos casos, algunos famosos, pero no lo suficientemente documentados para hacerse público. Porque cuando hay exceso de documentación, de papeleo, reina la indocumentación. Parece una paradoja, pero responde a esa máxima que enseña que la mejor manera de esconder un elefante es dentro de una manada de elefantes. Y en una provincia donde el acceso a la información pública es ilegal se puede ocultar la manada completa de elefantes.

Hablemos de adhocracia

A un vecino de a pie no hace falta contarle lo que es la burocracia. Se le tatúa en la piel cuando hace un trámite en una oficina pública, cuando debe hacer un reclamo en una empresa de servicios (agua, luz, teléfono, residuos, etc), cuando pierde o le roban alguna documentación pública o personal, cuando debe viajar al exterior, cuando se jubila, si debe cobrar algún beneficio social, si tiene vehículo…

La ciencia estima que nos pasamos la tercera parte de la vida durmiendo. Nuestra pseudociencia calcula que, en países como Argentina, otra tercera parte de la vida la gastamos haciendo trámites.

Según un estudio de la UBA, un porteño pierde entre cinco y diez veces más tiempo realizando trámites que un europeo promedio. No hay estudios, pero suponemos que en las provincias esto debe ser peor.

Técnicamente, en materias como Gestión de Organizaciones, lo opuesto a burocracia es la adhocracia, que es la ausencia de jerarquías.

El diccionario explica que es una palabra híbrida entre ad-hoc y el sufijo cracia. Algo así como el gobierno apropiado o adecuado. Todos los miembros de una organización tienen autoridad para tomar decisiones y llevar a cabo acciones que afectan al futuro de la organización.

En su libro “El shock del futuro”, Alvin Toffler predijo que las adhocracias se volverán más comunes y probablemente reemplacen a las burocracias en el futuro próximo. También escribió que lo más frecuente será que lleguen como estructuras temporales, formadas para resolver un problema concreto y tras lo cual se disolverán. Un ejemplo son los grupos de trabajo interdepartamentales.

La palabra adhocracia fue propuesta en 1968 por Warren Bennis y Philip Slater en su libro “La sociedad temporal” (The temporary society).

El canadiense Henry Mintzberg, experto en gestión, explica que “las organizaciones adhocráticas coordinan tareas a través de la adaptación mutua de sus integrantes, la aceptación de la diversidad y la colaboración asimétrica”.

Y agrega: “En las organizaciones adhocráticas no se espera que los miembros aporten lo mismo ni en las mismas cantidades, sino que se promueve la colaboración libre, gozosa, espontánea, no meritocrática ni coercitiva. Son organizaciones orientadas hacia la innovación y el cambio. Deben permanecer flexibles ya que éstas cambian su forma interna con frecuencia”.

Macrocefálicos y ausentes

Cuando los Estados dejan de solucionarle los problemas a la gente es cuando empiezan a agravarlos.

Es lo que pasa en países como el nuestro, donde la burocracia crece y crece tironeada por una clase política voraz, clientelar, nepótica, millonaria y, más grave aún, incompetente.

“Para que algo no funcione nada mejor que formar una comisión”, sostuvo Perón hace 70 años, sin citar a Napoleón que lo dijo antes, quien a su vez se lo robó a Juana de Arco.

Desde la década del 90, Australia, país ejemplar a escala mundial en todos los niveles, comenzó a fusionar municipios y comunas. El Estado de Victoria, el segundo más poblado y cuya capital es Melbourne, eliminó todos los municipios y condados excepto Queenscliff, una pequeña península que hoy es oficialmente el único municipio de esa provincia, además de la capital.

Muchas “ciudades rurales”, que tenían categoría de condados, distritos o municipios, pasaron a formar parte de regiones o áreas que dependen de cabeceras más importantes.

Cientos de miles de oficinistas menos, y de ociosos colgados de la política, en un país que tiene sólo seis provincias y dos territorios (como eran Tierra del Fuego y Formosa) en una superficie que triplica a la argentina.

Australia avanza en sentido absolutamente contrario al de Argentina, donde actualmente hay 23 provincias, un distrito federal, 1.298 municipios y más de 3.000 comunas y el número sigue creciendo casi todos los años.

Ejemplos concretos y propios de la ruina que genera el exceso de burocracia, además de la corrupción. El Gran Tucumán tiene 11 grandes accesos viales, cuatro de jurisdicción nacional y el resto provinciales/municipales. Ninguno está en condiciones óptimas. Sin iluminación, con pastizales y basura, pavimentos destruidos, inseguros y sin señalética adecuada. Nadie se hace cargo.

Ocurre lo mismo con los canales pluviales y ríos, con los terrenos abandonados de los ferrocarriles, donde Nación, provincia y municipios se acusan mutuamente, o con los asuntos ambientales, por citar algunos ejemplos.

En una superficie de 114 km2 que tiene el Gran Tucumán hay siete municipios con oficinas ambientales, doce comunales, una provincial y una nacional, sin contar que hay otras decenas de reparticiones con competencia ambiental o sanitaria, y ya vemos cómo estamos. Ni la quema de cañaverales o pastos se puede controlar, inundados con líquidos cloacales, cuando no con lluvias, sin agua potable, con desmontes imparables y con ríos contaminados.

Doce comunas, siete municipios, una provincia y una Nación para gobernar 114 km2 de una ciudad última o casi última en los índices más sensibles, la misma superficie del parque Disney World de Orlando, que administra un puñado de gerentes para 50 millones de “habitantes” por año.

Siete concejos deliberantes y una Legislatura más cara que la de Barcelona y nadie sabe quién tiene que cortar el pasto y recoger la basura en el río Salí o poner focos en los ingresos a la ciudad.

En las elecciones de 2019 hubo 18.000 candidatos en Tucumán. ¡Allá vamos Australia!

Comentarios