Caso Báez Sosa: Resentimiento, pruebas de masculinidady responsabilidad

Caso Báez Sosa: Resentimiento, pruebas de masculinidady responsabilidad

Por María Julia Montero, desde Villa Gesell, para LA GACETA.

INTERROGANTES. Detrás de las elucubraciones por la tragedia hay presupuestos ligados a pruebas de masculinidad que deberían ser interpelados. INTERROGANTES. Detrás de las elucubraciones por la tragedia hay presupuestos ligados a pruebas de masculinidad que deberían ser interpelados.
05 Febrero 2023

En el final del cuento El Sur, de Borges, el protagonista se encuentra repentinamente metido en una pelea mortal con un desconocido a raíz de un incidente. La causa: el desconocido le arroja una bolita de pan y quienes lo acompañan se ríen. La trama que derivó en el homicidio de Fernando Báez Sosa tiene un origen similar. Un joven empuja accidentalmente a otro dentro de la disco Le Brique y el empujón hace que se derrame sobre su ropa parte de la bebida contenida en un vaso. Esa nimiedad genera un encontronazo entre los jóvenes. En medio de la discusión, los forcejeos y algún golpe, aparentemente Báez Sosa le pega una trompada a Máximo Thomsen. Guardias del lugar expulsan a quienes participan en la gresca y minutos más tarde se inicia en la calle el ataque que termina en menos de un minuto con la vida de Báez Sosa.

¿Hubo un componente clasista en el ataque? Un testigo afirmó haber escuchado a uno de los agresores diciendo “a ver si volvés a pegar, negro de mierda”. Otro de los atacantes cuenta a un grupo de contactos en un grupo de WhatsApp: “ganamos contra unos chetos, los rompimos”. La contradicción entre ambas expresiones devela una ambivalencia que puede arrojar alguna pista sobre la fragilidad de la autoestima de los agresores. Los “rugbiers” que atacan al joven de tez oscura son simultáneamente la pandilla de pueblerinos que se comen las eses, humillada por el grupo de porteños, presuntamente de clase acomodada, que los empuja en la discoteca. La descripción muestra la simplificación y la arbitrariedad que contiene una calificación como “el crimen de los rugbiers”.

La ofensa y la bronca por el golpe que recibe Thomsen en el interior de Le Brique parecen constituir la causa más inmediata que alimenta la reacción en la calle. Hay códigos masculinos aparentemente implícitos en la conducta inicial del grupo agresor que pretende reparar la ofensa y una traición posterior a esos códigos en el ataque artero y grupal, agravado por el aprovechamiento del estado de inconsciencia para lesionar a la víctima. El ataque en grupo, según la definición de Fernando Burlando, abogado de la querella, es de “cagones”. Si Máximo Thomsen hubiera enfrentado de manera anunciada y sin concurrencia de otros a Báez Sosa, ¿se hubiera tratado de una violencia legítima? ¿Fueron cobardes los amigos de Báez Sosa que no intervinieron con la suficiente decisión para evitar que continuara el ataque a la víctima fatal? Detrás de estas elucubraciones hay presupuestos ligados a pruebas de masculinidad que también deberían ser interpelados en el debate de la sociedad porque forman parte de un trasfondo cultural que nutre a la violencia juvenil que impregna al caso.

La cuestión de fondo en el caso es la responsabilidad. En el terreno judicial se intenta dilucidar el grado de responsabilidad de los acusados. En las comunicaciones entre los agresores posteriores al ataque se percibe una falta de conciencia sobre la extrema gravedad del hecho. Las expresiones de esas mentes infantilizadas guiando cuerpos adultos que pueden matar nos llevan a interrogarnos sobre el extravío de tantos adolescentes. Generaciones improductivas, presionadas por expectativas de éxito inmediato con fórmulas difusas, expuestos a infinitas miradas en las redes. Obviamente, no todos los jóvenes son homicidas en potencia pero la muerte de Báez Sosa nos conmociona, en buena medida, porque el drama puede volver a ocurrir. La violencia, los excesos, los peligros están presentes en las noches en que se zambullen periódicamente los jóvenes. Todo esto, claro está, no configura un eximente de responsabilidad personal; se trata de factores que nos pueden ayudar a comprender qué ocurre hoy con buena parte de la juventud. Finalmente, somos lo que hacemos con lo que hicieron de nosotros.

La noche en Villa Gesell cambió. Le Brique está cerrada. Hay solo dos discotecas habilitadas y tienen restricciones que las distinguen de los locales del pasado. La más grande tiene una pantalla en la que se muestra en tiempo real la cantidad de gente del local, asegurándose que no se supere la persona por metro cuadrado. 96 cámaras y 45 guardias privados monitorean el lugar. Hay allí un espacio de atención sanitaria con un desfibrilador y personal médico. 50 efectivos de la policía vigilan la salida de los concurrentes cada noche.

En un plano más amplio, el temor por la reiteración de la tragedia instala la pregunta sobre una responsabilidad indirecta de múltiples actores. La violencia recurrente entre los jóvenes interpela, en distinta escala, a padres, empresarios de la noche, autoridades, dirigentes, clubes, colegios, a la sociedad en su conjunto. En un país asolado por la corrupción, la inflación y la incapacidad de ahorrar, la carencia de caminos claros que premien el estudio y el esfuerzo, con escasos modelos para imitar y múltiples motivos para la frustración, la aspiración de los que pueden hacerlo es migrar o encontrar una veta para acomodarse dentro de un sistema prebendario. ¿Cuánto vale la vida –la propia y la ajena- para jóvenes de un país que ofrece pocas posibilidades para la meritoria construcción de un destino próspero?

© LA GACETA

María Julia Montero – Licenciada en Sociología.

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