“Los chicos ya no comen zanahorias, comen hamburguesas”

“Los chicos ya no comen zanahorias, comen hamburguesas”

El protagonista se cubre la vista con la mano a modo de visera para mirar hacia el horizonte, donde una silueta lejana y misteriosa se recorta contra el sol del atardecer. Un forastero ha llegado al pueblo. ¿Quién es y cuáles son sus intenciones? ¿Quizás un viajero que solo busca un lugar dónde pernoctar? ¿Tal vez un granjero que llega para establecerse y contribuir a la economía de la comunidad? ¿O es acaso un forajido que viene a saquear y atemorizar a los habitantes del pueblo?

Con esta escena típica del género western se puede montar fácilmente una analogía con lo que significó el arribo del profesionalismo al rugby argentino. Una sombra difusa, venida desde lejos y mirada con desconfianza por sus intenciones desconocidas. En su momento, cuando la por entonces International Rugby Board (IRB) decidió abrirse al profesionalismo (que en la práctica ya existía desde hacía rato), se generó un profundo debate en las altas esferas de la Unión Argentina de Rugby sobre si había que subirse a ese tren o aferrarse a la esencia amateur con la que había nacido el deporte. La postura inicial fue de rechazo absoluto, pero una vez que la brecha de nivel entre Los Pumas y los seleccionados profesionales se tornó indisimulable, a la UAR no le quedó otra que replantear su decisión. Y así, con los años llegarían el Plan de Alto Rendimiento, las becas y los contratos a jugadores, la inserción de Los Pumas en el Tres Naciones (desde entonces llamado Rugby Championship) y la aparición en 2016 de Jaguares (la primera franquicia profesional hecha y derecha en la historia del rugby argentino) para competir en el Súper Rugby, el equivalente ovalado de la NBA.

Sin embargo, hace poco, a partir de 2020, el profesionalismo se instaló en estas tierras con intenciones de quedarse. Hasta entonces, Buenos Aires (sede de la franquicia Jaguares) era el puerto sudamericano donde atracaba el rugby profesional venido desde afuera y siempre de paso. A partir de la puesta en marcha de la Superliga Americana de Rugby (SLAR), el primer torneo de franquicias profesionales del Cono Sur, la cosa cambió. Con un nivel competitivo muy inferior al del Súper Rugby (del que Jaguares quedó excluido desde la pandemia), la SLAR le acercó a muchos jugadores argentinos la posibilidad de ser profesionales sin tener que cruzar el Atlántico y sin alejarse de sus clubes de origen más que por un par de meses, lo que duraba la competencia.

Hasta ahí todo bien. La cuestión pasa porque cada vez son más los jugadores que quieren vivir la experiencia de ser profesionales del rugby, a diferencia de lo que pasaba en otros tiempos, cuando el deporte debía ir a la par de los estudios o del trabajo. Nadie, ni los que eran Pumas, vivían de la ovalada. Y los que decidían emigrar al exterior para hacerse profesionales eran más bien pocos.

Hoy la realidad es muy diferente. Aunque la palabra “profesionalismo” sigue sonando herética para muchos, que lo ven como un depredador que amenaza al gran tesoro del rugby argentino (los clubes), es innegable que la mentalidad de los jóvenes está mucho más abierta a la idea de ser jugadores rentados, al menos semirentados. El contexto económico también influye: para muchos de ellos, el rugby es la llave para salir en busca de un destino con mejores perspectivas que las que hoy les ofrece Argentina. A eso se suma que el avance de las comunicaciones y de Internet ha achicado enormemente las distancias. Y así, el rugby argentino pierde anualmente centenares de jugadores que se van al exterior, la mayoría de los cuales termina en ligas de segundo o tercer orden. Muchos terminan volviendo, pero muchos otros echan raíces allá.

Tucumán es una de las plazas rugbísticas del país que más sufre ese éxodo. Cada año son más los jugadores que se animan a soñar con un futuro profesional en el exterior. En el boletín oficial que la Unión tucumana publica de manera semanal aparece con cierta frecuencia un apartado que detalla los pases de jugadores de un club a otro, sea de Tucumán, de otra provincia o del exterior. Por lo general, se trata de un espacio más o menos breve; sin embargo, en el boletín número 38, publicado en octubre de 2022, la lista de emigrantes tucumanos a Europa ocupaba una página entera. Y eso sin contar a los que ya habían viajado en meses anteriores y a los que lo hicieron después.

Esto admite una doble lectura. Por un lado, entusiasma ver que el talento tucumano sigue siendo muy apreciado en el Viejo Continente, sobre todo en España y Portugal, cuyas ligas son de un nivel más o menos similar a nuestro Regional. Por el otro, el cada vez más acentuado éxodo de jugadores es hoy por hoy -junto a la deserción que sobrevino a la pandemia- la principal preocupación de la URT. Más cuando se advierte que la edad promedio de los emigrantes es cada vez más baja. Hay chicos que se marchan después de uno o dos años en Primera, o incluso antes de haber llegado al plantel superior de sus clubes.

Justamente para contrarrestar ese fenómeno -y también para desarrollar el rugby en la región- fue que se creó la SLAR, un torneo profesional sudamericano. Para que Mahoma no fuera a la montaña hubo que traerla. El tema es que, por una evolución natural, la intención es que la SLAR (ahora rebautizada como Súper Rugby Américas) se vaya haciendo más grande y más extensa. De hecho ya lo es: la edición 2023, que comenzará el 18 de febrero, aumentará el número de partidos y de franquicias, incluyendo por primera vez una de EEUU, American Raptors, donde jugará el tucumano Ramiro Moyano. Y también por primera vez habrá dos franquicias argentinas: Pampas (Buenos Aires y Dogos XV (Córdoba). Hasta ahora solo había una: Jaguarex XV, que será reemplazada por Pampas. Esa ampliación implica que los clubes tucumanos (y los de otras provincias, claro) deberán prescindir por más tiempo de los jugadores que sean contratados por alguna de las franquicias. Sin embargo, sigue siendo mejor que verlos irse a Europa y no volver.

La cuestión es bastante compleja, y en la URT siguen buscando de qué forma evitar que el rugby tucumano siga perdiendo jugadores, sea por deserción o por migración, algo que impacta directamente en el nivel de sus torneos y en la vida de sus clubes. En ese sentido, en 2022 decidió apostar fuerte a recuperar a su emblema, la Naranja, huérfana de competencia desde la extinción del Campeonato Argentino en 2017. El argumento fue que la posibilidad de vestir la camiseta del seleccionado podía servir como una “zanahoria” que motivara a los jugadores, y por eso gestionaron varios amistosos. En total, la Naranja jugó seis partidos en el año (uno con Salta, dos con Córdoba, otro con Mendoza y los restantes con Paraguay y Brasil), una cifra que hace mucho no tenía, al margen de las desavenencias que luego se produjeron entre jugadores y dirigentes por cuestiones de logística.

Así y todo, es muy difícil que el esplendor ochentoso y la mística amateur del Campeonato Argentino y de los Naranjas se recupere algún día. Por la simple razón de que el mundo ya no es el de entonces. José Santamarina, ex capitán “naranja” de aquellos años gloriosos, lo resumió en pocas palabras: “el seleccionado podía ser una zanahoria antes. Ahora los chicos no comen zanahorias, comen hamburguesas”.

Se puede luchar contra la realidad, pero las posibilidades de ganar son nulas. En el mejor de los casos se puede evitar el nocaut y estirar el combate hasta las tarjetas, pero el resultado será invariablemente el mismo: derrota en fallo unánime y sin posibilidad de revancha. La alternativa es acompañar la realidad, evolucionar con ella, adaptarse a sus nuevas formas. Y por eso la URT, mientras sostenía su pedido a la UAR de que se restaurara el Argentino, también se candidateó para ser sede de una franquicia profesional en el Súper Rugby Américas, solventada con capitales privados. Perdió la pulseada con Córdoba, pero nada obsta a que lo intente nuevamente en años venideros si es que el torneo sigue creciendo. Quién sabe: a lo mejor en el futuro, en el horizonte del rugby tucumano también aparezca aquel forastero y haya que decidir si se lo deja pasar o se le cierra la tranquera.

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