LA GACETA en Qatar: Cómo un minúsculo desierto que a nadie le interesaba se convirtió en fuente de fabulosa riqueza

LA GACETA en Qatar: Cómo un minúsculo desierto que a nadie le interesaba se convirtió en fuente de fabulosa riqueza

Hace poco más de medio siglo las condiciones de vida en Qatar eran similares a las de la Edad Media.

Doha Doha

A quién podía llamarle la atención un páramo, apenas la uña del dedo meñique en la vastedad del golfo pérsico? Esa minúscula porción de desierto prácticamente deshabitada, nido de piratas y de buscadores de perlas, era apenas una curiosidad en las cartografías. Pero bajo los pies del sufriente y solitario puñado de qataríes, los mismos que imploraron la protección del Imperio Británico hace poco más de 100 años, la riqueza esperaba su oportunidad. Hasta que fluyó. Y tanto fluyó que el organizador del Mundial hoy no sabe qué hacer con tanto dinero. Así de curiosa puede ser la historia de los países. Así de cambiante.

Las reservas de petróleo y, sobre todo, de gas representan una fuente de ingresos tan fabulosa que quienes habitan en Qatar no pagan impuestos. El Gobierno es una aspiradora de divisas; vende energía y se asegura el PBI per cápita más alto del planeta. Y pensar que en los años previos a la Segunda Guerra Mundial una crisis económica y humanitaria había dejado al país al borde de la extinción. Fue cuando Japón desarrolló el cultivo masivo de perlas, un golpe mortal para la de por sí debilísima economía qatarí. Desesperada, la población emigró en masa y sólo quedaron unas 20.000 personas, dispersas por ese antiguo y deprimente caserío que era Doha o cruzando en caravanas el desierto.

La imagen no es exagerada; hace poco más de medio siglo las condiciones de vida en Qatar eran similares a las de la Edad Media. En el Museo Nacional una sala exhibe fotos de la llegada del primer automóvil y del primer aparato de teléfono, una excentricidad para una sociedad que mantenía su conformación tribal y sujeta a la sharía (la Ley Islámica). Ni a turcos ni a ingleses les interesó ocuparse de ese pedacito de tierra más pequeño que Tucumán, más allá de que Qatar haya sido, sucesivamente, apéndice del Imperio Otomano y Protectorado Británico. El verdadero poder siempre residió en la familia Al Thani, una suerte de primus inter pares entre los jeques y sus clanes. Por eso Qatar era -y sigue siendo- un feudo.

Hasta que un día de 1939, a 80 kilómetros de Doha, en una región llamada Dukhan el resultado de una prospección fue positivo. Allí había petróleo. Pero el mundo estaba en guerra, por lo que debieron aguardar 10 años para que llegaran las inversiones, la industria fuera capaz de consolidarse e iniciaran la exportación. Un par de décadas más tarde, en 1971, sucedieron tres cosas: los ingleses se marcharon, consolidándose Qatar como una nación independiente; los precios del petróleo se dispararon; y se descubrió el yacimiento de North Field en la costa noreste del país.

¿Qué es North Field? Una superficie de 6.000 kilómetros cuadrados que concentra el 10% de las reservas mundiales de gas natural. En aquel 1971, cuando la matriz energética internacional seguía otros patrones, los visionarios auguraban que las exportaciones de gas harían de Qatar un emporio. No se equivocaron, porque 25 años después zarpaba hacia Japón el primer barco cargado con gas licuado, festivo viaje inaugural y definitivo despegue del país hacia una riqueza que jamás hubieran soñado. Tanta que el PBI per cápita superó el año pasado los 60.000 dólares, siete veces por encima del promedio mundial.

La compañía que controla el negocio (Qatar Energy) y su subsidiaria (Qatargas) son estatales, lo que equivale al control total de la familia que encabeza Tamim bin Hamad Al Thani. El emir es jefe del Estado, garante de la constitución y líder supremo de un país en el que están prohibidos los partidos políticos. El emir gobierna en sintonía con las autoridades religiosas, celosas custodias de la tradición islámica y de su aplicación en todos los ámbitos de la sociedad. Porque si bien es cierto que el 85% de la población es extranjera (2,4 de los 2,7 millones de habitantes), la mayoría es musulmana, proveniente de diversas regiones de Asia y de África.

Las excursiones al desierto y los paseos en camello son hoy una atracción turística, cuando hasta hace un puñado de décadas -un parpadeo en la historia de la civilización- no había mucho más que hacer en Qatar. Doha era una polvorienta villa concentrada en torno al mercado y el puerto sólo se desperezaba gracias a algún barco que interrumpía la ruta Omán-Basora, por lo general urgido de reparaciones. De lo contrario, no tenía sentido detenerse en un lugar en el que verdaderamente no había nada.

Por eso es tan fuerte el contraste cuando el horizonte regala el perfil de los alucinantes rascacielos qataríes. Barrios de lujo, exclusivos, dotados de comodidades impactantes; todo refrigerado y confortable; todo futurista, utópico, porque en Qatar niegan la posibilidad de algún futuro apocalíptico. Al contrario; los planes se trazan de aquí a 50 y 100 años. Confían en que la infraestructura desarrollada para el Mundial (aeropuerto, autopistas, subterráneo, barrios, shoppings, estadios) sea una plataforma que lance al país a la definitiva consideración internacional. Para eso gastaron 200.000 millones de dólares.

¿Y qué hay del otro Qatar? El de las denuncias por violaciones a los derechos humanos; el de la mano de obra extranjera y semiesclava, sin elementales derechos laborales; el que le cierra la puerta a la diversidad y a cualquier indicio de práctica democrática; el sospechado de financiar a grupos terroristas. Ese Qatar se autojustifica en nombre de la tradición. Hay un Qatar abierto a los negocios y a las inversiones, deseoso de atraer al turismo como un imán; y hay un Qatar cerrado sobre sí mismo en materia política y social; hay un Qatar que apuesta a la educación, a la tecnología y a la sustentabilidad como banderas para el progreso; y hay un Qatar que sigue anclado en prácticas medievales, suerte de Gran Hermano que todo lo ve y todo lo sabe de su población.

Esas tensiones están ahí, latiendo, a la vista de quien quiere verlas. El Mundial es la excusa ideal para llenarse los ojos con el formidable progreso del país, pero a veces actúa como el árbol que tapa el bosque de la realidad. Es una realidad compleja, como puede serlo un país que se hizo multimillonario de la noche a la mañana. Imagine que mañana, como por arte de magia, brotara de las entrañas de Tucumán una fuente de fabulosa prosperidad. ¿Cómo actuaríamos? ¿Sacaría lo mejor o lo peor de nosotros? Preguntas que pueden sonar irrelevantes, pero que no dejan de inquietar. Miremos sino a Qatar, un desierto que durante milenios parecía abandonado a su mala suerte y hoy es incomparablemente rico.

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