GRAN ORGULLO. Armando y su papá llegaron a compartir hasta el quirófano.
La estatura. El color de los ojos y del pelo. La profesión. El amor por un club. El carácter. La sonrisa. Las virtudes. Los defectos. Muchas de estas cosas heredamos de nuestros padres. En algunos casos, seguramente porque la manzana no cae lejos del árbol, como dice el dicho. Y hay papás que también comparten con sus hijos una de las cosas más importantes para una persona: el nombre.
No siempre es fácil andar por la vida aclarando que uno es “el hijo de”. En más de una oportunidad los confundieron. Eso sí, cuando para este reportaje les preguntamos qué sienten al llevar el mismo nombre de sus padres, inflaron el pecho de orgullo. Aquí tres casos que nos hablan en primera persona de un fenómeno que, aunque va decayendo, todavía se mantiene bastante arraigado en algunas familias.
En el árbol genealógico de Armando Pérez de Nucci, él es el tercero que hereda ese nombre. Su hijo, el cuarto. “No me pareció una herencia pesada ni algo difícil de llevar el nombre de mi padre y de mi abuelo. Es más, me dio mucho gusto llamarme como ellos”, resalta.
Aunque no pensaba mantener esa costumbre con su hijo, después cambió de idea. Y no se arrepiente. Armando Benjamín, que ya tiene 16 años, tampoco lo siente como una carga, cuenta. “Yo pienso que no fue algo que nos marcó demasiado; cada uno tuvo su personalidad completamente diferente”, apunta el profesional. El nombre no es la única tradición familiar. En su caso, también compartió con su papá el amor por la medicina. “Nadie me lo impuso; salió como muy natural. Nunca tuve dudas ni que hacer un test vocacional”, admite el ginecólogo.
Generación de por medio, los Linares repiten exactamente el primero y el segundo nombre en el DNI. Todos se llaman Alfredo. Lo que van intercalando es que algunos lo acompañan con Guido y otros con Guillermo. “Se fue dando así y yo decidí continuarlo con mi hijo”, asegura.
Alfredo Guillermo sostiene que su decisión de seguir la tradición se debió a la influencia que la familia tuvo en la construcción de su personalidad: “lo que hacemos a lo largo de la vida tiene muchísimo que ver con nuestros padres. Mi viejo fue una persona importante, y muy honrada. Fue ministro de Gobierno, diputado, convencional constituyente y hasta gobernador interino. Vivía la política desde un lugar muy servicial. Nunca me comparé con él, y siempre me sentí orgulloso”.
¿Cómo hacen para no confundirse dentro de la familia? “Generalmente, el hijo es Alfredito hasta que se convierte en padre; ahí pasa a ser Alfredo. Por suerte, no tuvimos ni tenemos conflictos”, explica Linares, que es abogado especialista en seguridad vial de la Defensoría del Pueblo. Dice que le encantaría que su hijo, que ahora tiene 13 años, siga con la tradición. “A él le gusta su nombre; y ya me dijo en más de una oportunidad que si tiene un hijo repetirá la historia”, relata.
“Sé que hay personas que la pasan mal por llamarse igual que el padre, que eso les genera una carga. En mi caso no fue así; incluso seguí mi camino y me diferencié también: mi papá era ingeniero y yo soy abogado. Más que el nombre, lo que más agradezco haber heredado son sus valores”, resume.
UNA TRADICIÓN. Alfredo Linares heredó el nombre de su papá, al igual su hijo
Respetar las diferencias
Para el psicólogo Lucas Haurigot Posse, el hecho de haberle puesto a su hijo el mismo nombre fue más una casualidad que una cuestión familiar preestablecida. “A mi esposa Lorena siempre le gustó el nombre, incluso antes de conocerme. Fue algo consensuado. Siempre trato de recalcarle a él que no tiene que ser igual que yo ni le tienen que gustar las mismas cosas que a mí”, detalla.
En dos oportunidades, el niño (que ahora tiene 11 años) le preguntó si lo había llamado de la misma forma para que sea psicólogo igual que él. “Fue una buena oportunidad para aclararle que no, que él tiene la libertad de elegir su camino y que lo respetaremos y estaremos orgullosos de lo que elija. Hemos logrado respetar su individualidad. De hecho, él es de River y yo de Boca; además, a él le gusta más lo tecnológico”, explica.
Muchos de sus colegas le cuestionaron que le haya puesto el mismo nombre a su hijo. Como psicólogo, Haurigot Posse sabe perfectamente que un nombre es mucho más que una palabra escrita en el DNI; es un contenido de alto valor simbólico en la vida de alguien.
“Todos los nombres representan una carga simbólica, porque en la decisión de ese nombre hay un deseo de los padres”, aclara. “Siempre depositamos deseos y expectativas en nuestros hijos; de eso nadie está exento. Y muchas veces los hijos terminan llevando adelante los sueños de los papás y se olvidan de los propios”, remarca el profesional de la salud.
POR GUSTO. Lucas Haurigot Posse y su hijo se llaman igual, pero no por tradición.
Llamarse como el padre, según el experto, sí tiene impresa una carga simbólica que puede significar para alguien llevar adelante la misma vida del progenitor o incluso mejorarla. “Hay un camino trazado”, señala. Esto puede ser positivo o negativo. Depende el caso. Por ejemplo, que esa persona no se siente a la altura de la circunstancia. Pero también puede proporcionarle a alguien una identidad fuerte desde lo familiar. En todo caso, siempre está bueno ayudar a los hijos para que sigan su propia ruta.
¿Costumbre vigente?
¿Se trata de una costumbre vigente?, ¿podrá sobrevivir entre las nuevas generaciones? Si bien en el Registro Civil no hay datos específicos sobre esta costumbre, a grandes rasgos sí pueden explicar que el porcentaje de padres que repiten su nombre en sus hijos es superior al de madres e hijas.
El historiador y experto en genealogía José María Posse sostiene que heredar el nombre del padre era más frecuente en el pasado y ha perdido fuerza en el último tiempo. “La costumbre de transmitir el nombre y apellido por varonía, va quedando en desuso, y seguramente existirá como una simple curiosidad en las generaciones futuras”, pronostica.
Posse, que es miembro fundador del Centro de Estudios Genealógicos de Tucumán, detalla que en tiempos donde la expectativa de vida no pasaba de los 45 años, era lógico comprender la pretensión de algunas personas de intentar “perdurar” de alguna manera, en las siguientes generaciones. El sentido de trascendencia y de pertenencia estaba de alguna manera ligado especialmente en aquellas personas pertenecientes a ciertos estratos sociales y económicos, describe.
“Linaje viene de “Línea”, y se regía por el apellido del padre, que lo transmitía por sus descendientes varones, en una sucesión paterno filial. Sabemos que los apellidos patronímicos nacen como una forma de individualizar a una familia determinada. La terminación “ez”, González hijo de Gonzalo; Ramírez, hijo de Ramiro; Martínez, hijo de Martín, o “descendiente de...” Cuando al nombre del padre, se agregó el apellido de la progenie, se hizo muy común la repetición del mote en el hijo varón mayor que nacía”, apunta.
En síntesis, según Posse, la repetición durante generaciones del mismo nombre y apellido, se hacía a modo de homenaje, para preservar la memoria familiar y porque no, la de la estirpe, sobre todo cuando la persona homenajeada había tenido en vida su renombre por motivos diversos. “Por supuesto que la costumbre alcanzaba a todos los estratos sociales y fue la forma más significativa de rendir tributo a un familiar querido, lo que tradicionalmente era así aceptado”, aclara.
Pero los usos y costumbres, según el historiador. fueron variando con los años y el recurso fue cayendo en desuso, lo que es notorio en tiempos actuales, donde los nombres de moda fueron imponiéndose sobre las antiguas formas. “Tal vez en algo debió influir la psicología moderna, que aconseja que el niño posea su propia identidad, sin la influencia de un nombre que a veces puede ser una imposición pesada, cargada de responsabilidades”, analiza.








