El “algoritmo del odio” argentino se expresa en la fórmula “A vs. No A”

Dinámica política de un país cuya historia está signada por el prefijo “anti”.

Algoritmo: Conjunto ordenado y finito de operaciones que permite hallar la solución a un problema. (Diccionario de la Real Academia Española, disponible online en www.rae.es).

El coloso Facebook fue mala noticia este mes cuando una ex empleada denunció que la red social motoriza lo que, sintéticamente, se ha dado en llamar el “algoritmo del odio”. Frances Haugen confesó haber sido quien proveyó de documentos a The Wall Street Journal para una investigación según la cual la firma de Mark Zuckerberg contribuyó a aumentar la polarización política en los Estados Unidos cuando modificó su algoritmo de contenidos. Inclusive, aseveró que los trágicos incidentes del Capitolio, provocados por seguidores de Donald Trump el 6 de enero con la intención de evitar la jura de Joe Biden como presidente, fueron organizados y coordinados en buena medida a través de Facebook, gracias a que la empresa había desactivado los sistemas de seguridad tras las elecciones presidenciales del 3 de noviembre de 2020. ¿Por qué no se hacen correcciones en la “fórmula” que prioriza las publicaciones por las que más interés demuestran los usuarios? Según Haugen, porque se prefiere las ganancias antes que la lucha contra la incitación al odio. Y el “algoritmo de odio” no aporta a hacer de Facebook una red más “saludable”, pero sí contribuye a que tenga más interacciones.

En el “algoritmo del odio”, una parte de la opinión pública estadounidense halla una respuesta -más tranqulizadora que profunda- para la radicalización de las posturas políticas que vivió (o más bien revivió) durante la breve “Era Trump”. Si se traslada la cuestión a la Argentina, que durante el siglo XX tuvo prácticamente una interrupción institucional por década a partir del 30, la pregunta emerge por sí sola. ¿Cuál es el algoritmo de odio en este país signado políticamente por el prefijo “anti”?

La lógica

El “algoritmo del odio” argentino puede ser expresado en términos lógicos. Y cuando se lo formula queda expuesto que va un más allá del antagonismo.

El antagonismo es, según la Real Academia Española, “contrariedad, rivalidad, oposición sustancial o habitual, especialmente en doctrinas y opiniones”. Está signado por la preposición “versus” y supone optar entre alternativas. En la lógica binaria tan propia de estos tiempos, ofrece dos opciones: “A vs. B”. En la dinámica de ese maniqueísmo, cada uno de los polos, antes que por su esencia, se define por su oposición. Los que adhieren a “A” no tienen del todo claro en qué consiste acabadamente ser “A”, pero saben perfectamente que no son “B”.

Pero aún en esa bipolaridad hay una coexistencia necesaria. “A” y “B” no son universos separados e inconexos, sino que son extremos opuestos de un mismo plano. De modo que hay incontables cuestiones que los separan, pero también hay intereses compartidos. Aunque más no sea, el plano político en el que compiten. Por ejemplo, la democracia. Y la democracia como plano común lleva a una segunda coincidencia: la mutua existencia de las opciones. Dicho de otro modo: “A” sólo quiere ganarle a “B”, pero no pretende su eliminación. Entre otras razones porque “B” define a “A”. De allí que, aún en el antagonismo, hay políticas de “unos” que los “otros” pueden continuar. Por caso, la continuidad plena de la democracia.

La Argentina, prácticamente, no conoce de ese modelo. Si sabe de la continuidad administrativa (cuando no meramente burocrática) de planes y de programas. Pero la dicotomía en nuestro país no es “A vs. B”, sino de otra índole. Una profundamente más extrema. No sólo es antagónica: es intolerante. El algoritmo argentino es: “A vs. No A”. Aquí, más que una opción, se ofrece una eliminación. Por toda alternativa se ofrece la absoluta anulación del otro. “A” no es una instancia por superar, sino un proyecto por extinguir.

La aplicación

La experiencia kirchnerista exacerba ese modelo: quienes no están de acuerdo con las medidas oficiales son, sucesivamente, “golpistas” o “destituyentes”. Es decir, se está con el Gobierno o en su contra. Es decir, “A vs. No A”.

Con el núcleo duro del electorado macrista ocurrió otro tanto: contra las críticas también hubo reacciones fanáticas. Los que cuestionaban la gestión -respondían los “amarillos” intensos- querían un retorno al populismo. La derrota de 2019, sin embargo, no fue producto de las objeciones al rumbo del Gobierno, sino de los desaciertos oficiales.

Pero ni macristas ni kirchneristas han sido originales. Ni estaban condicionados por Facebook. El fenómeno atraviesa el siglo XX argentino. Durante los inicios de la centuria, quienes apoyaban a Hipólito Yrigoyen eran personalistas, y quienes lo objetaban eran antipersonalistas. El “Peludo”, como lo apodaban, propiciaba esa lógica: la pretensión de que su programa de gobierno era la mismísima Constitución suponía, peligrosamente, que oponerse a su administración implicaba resistirse a la Carta Magna. Un chiste de “correligionarios” registra centenarios huellas del “algoritmo de odio”. La humorada pretende que, reunidos para tratar de arribar a un consenso, un radical le pregunta a otro: “¿Qué querés vos?”. Y su interlocutor le contesta: “Yo quiero que vos no seas”. Otra vez, “A vs. No A”.

Su destitución en 1930 abre el ciclo de los golpes de Estado militares en la Argentina.

Con la inauguración del peronismo, la lógica “A vs. No A” es llevada al paroxismo. “Ningún argentino de bien puede negar su coincidencia con los principios básicos de nuestra doctrina sin renegar primero de la dignidad de ser argentino”, manifestó Juan Domingo Perón, como Presidente, en su discurso al Congreso el 1 de mayo de 1950. Si se estaba contra Perón, en definitiva, se estaba contra la Argentina. Ni hablar del discurso más violento de la historia de las presidencias constitucionales del país, el 31 de agosto de 1955, luego del criminal bombardeo a Plaza de Mayo que buscó asesinarlo: “La consigna para todo peronista, esté aislado o dentro de una organización, es contestar a una acción violenta con otra más violenta. Cuando uno de los nuestros caiga, caerán cinco de los de ellos”. Peronismo o no peronismo.

Los golpes de Estado que siguieron (la revolución fusiladora de peronistas de 1955, el onganiato de 1966 y su proceder para destruir Tucumán mediante el cierre de los ingenios, y la dictadura genocida de 1976) llevaron la lógica de “A vs. No A” hasta niveles infernales. Ese período de violencia estatal fue gestando una violencia social que estalló en los 60 (el “correntinazo”, el “rosariazo”, los “tucumanazos” y los “cordobazos”). Y que se radicalizaría durante los 70. Perón volvería del exilio en esa década con un discurso de concordia que, inclusive, revisaba algunas “verdades” del peronismo. En lugar de “para un peronista no hay nada mejor que otro peronista” propuso “para un argentino no debe haber nada mejor que otro argentino”. Pero en las calles se cantaba “cinco por uno / no va a quedar ninguno”. O sea, “A vs. No A” hasta los huesos.

Precisa José Luis Romero en el ensayo “En busca de la fórmula supletoria” que el golpe de 1962 contra Arturo Frondizi y el de 1966 contra Arturo Illia incuban, como una motivación central de los militares, la convicción de que ni la experiencia desarrollista ni la radical podían evitar que el peronismo (el PJ está proscripto desde 1955) volviera a triunfar y a propiciar el retorno de su fundador. Es decir, el antiperonismo destituía gobiernos peronistas y radicales por igual.

La moraleja de ese ciclo se comienza a escribir en 1983: desde que rige la democracia y no hay partidos proscriptos, el peronismo y el radicalismo ganan elecciones y también las pierden. Es decir, los hechos demuestran que uno garantiza la existencia del otro. Así como, antes, la eliminación de uno no brindó al otro ninguna garantía de continuidad.

“A vs. No A”, entonces, es un algoritmo de suma cero. Garantiza que todos pierden.

La matriz

La Argentina de la “Anti Argentina” es un fenómeno que desafía el abanico de modelos sociales del continente. Queda fuera de los dos extremos que el antropólogo Alejandro Grimson sintetiza en su libro “Interculturalidad y comunicación”: de un lado EEUU, al que cabe el reduccionismo “son todos iguales, pero no viven todos juntos” (hay “guetos” latinos, afroamericanos, orientales, blancos...). Del otro, Brasil: “viven todos juntos, pero en contextos de desigualdad extrema”. En nuestro país pasa otra cosa.

Aquí, la vocación por poblar el territorio con inmigrantes europeos motivó la construcción del mito de un país sin diversidad étnica. La historiadora tucumana Jovita Novillo ha plasmado ese contraste en sus investigaciones sobre los censos de población.

El de 1778 registra en Tucumán 3.166 blancos (15,7%), 4.609 indios (20%) y 12.869 negros y mulatos (64%). El “Informe Malaspina”, del año siguiente, distingue entre negros, mulatos y mestizos. El de 1812, encargado por el Primer Triunvirato, da cuenta de blancos y españoles, indios, negros, zambos y mulatos. Después, todo cambió.

Las elites de finales del siglo XIX y la del siglo XX querían una “Argentina blanca” porque hacia allí apuntan las políticas inmigratorias, ilustra Novillo. “Y para ‘blanquear’ la población, en los censos nacionales se dejó de preguntar cuál era la etnia de procedencia -contrastó-. De modo que en los registros de los habitantes, los sectores que eran denominados como ‘negros’, ‘pardos’ o ‘morenos’ pasan a una denominación ambigua: la de ‘trigueños’”.

Tan eficaz fue este constructo que este es un país con legiones de ciudadanos que se preguntan “qué pasó con los negros” de los tiempos de la colonia, en evidente incapacidad para reconocer que se mestizaron entre nosotros. Ni hablar del presidente Alberto Fernández en su alocución ante su homólogo español, Pedro Sánchez: “Los mexicanos salieron de los indios; los brasileños salieron de la selva; pero nosotros, los argentinos, llegamos de los barcos. Y eran barcos que venían de allí: de Europa…”

A cambio de ser un país sin conflictos raciales, se forjó un país donde “el otro” es otro argentino. Ese es el precio que nos factura la historia.

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