Señor de la Montaña: la fructífera vida de don Alejandro Aguilera

Señor de la Montaña: la fructífera vida de don Alejandro Aguilera

Anfama no tenía secretos para este baqueano, que conocía cada sendero y predecía el tiempo como nadie. Un pedido a la Virgen a los 90 años para tener tiempo de poner en orden todo lo pendiente.

Señor de la Montaña: la fructífera vida de don Alejandro Aguilera
28 Marzo 2021

Por José María Posse. Abogado, escritor, e historiador.

Don Alejandro Aguilera había vivido toda su vida en las montañas de Anfama, a las que conocía como nadie. Con sólo mirar el cielo y olisquear el aire sabía predecir con precisión el estado del tiempo en los días subsiguientes, ayuda preciosa para conocer el momento de la siembra o la oportunidad de las cosechas. Desbichaba los animales infectados de gusanos con un ungüento hecho a base de yuyos de la zona, y cuya fórmula le habían pasado sus ancestros indígenas. Decían que curaba de palabra y no había dolor de cabeza que pudiera contra sus manos sanadoras.

Nadie sabía más de las sendas ocultas en las montañas o del lugar preciso donde cruzar los ríos durante las crecidas. Domó potros bravos hasta avanzada edad, pialaba con la agilidad de un adolescente y tenía la mejor técnica para capar terneros, a los que luego curaba con ceniza. Por estas destrezas campestres era respetado en toda la región, pero aún más se lo conocía por su hombría de bien y por su rectitud sin mácula. La palabra de don Aguilera era ley y valía más que cualquier papel firmado; además, no se le conocía vicio alguno.

Crió a sus hijos propios y a los de una hermana fallecida, a los que adoptó como suyos, con sólidos principios. Con el tiempo varios de ellos marcharon a otras provincias, lo que llenó de angustia al anciano.

Señor de la Montaña: la fructífera vida de don Alejandro Aguilera

Cuando llegaba el tiempo de la Navidad algunos regresaban a la casa paterna, trayendo nuevos nietos, anécdotas y regalos. Los obsequios llamaban mucho la atención de Aguilera, pues su infancia pobre no había conocido de presentes. Su padre había muerto cuando él era muy niño y su madre se daba vuelta como podía para criar a sus hijos. Pero aún en esa situación, piadosa como era, enseñaba a su prole el significado de la Nochebuena como el renacer del hombre en el Cristo nacido en un portal, similar sin duda al del rancho humilde en el que vivía la familia. Eso los hermanaba con el Niño Dios.

Tuvo una vida sacrificada, aguantando con sus pies descalzos de changuito la nieve y el frío intenso en esos inviernos helados que lo curtieron desde temprana edad. La montaña no es lugar para débiles o personas sin carácter determinado. Allí los flojos no sobreviven los agostos. Con los años, sus maños callosas y ásperas se volvieron fuertes como el acero y su piel morena se agrietó, marcando surcos en cada pliegue de su cara.

Su rancho siempre fue un hogar abierto al que necesitara refugio, donde el fuego no se apagaba nunca. Con las brasas de la leña con la que se cocinaba la comida de la noche, se preparaba el mate del desayuno. Una ingesta diaria fue la ración con la que lo criaron, a base de maíz como lo hacían los antiguos habitantes de la montaña.

De oficio trenzador, sus lazos eran inigualables (principalmente los de 11 brazadas con alma de cuero de guanaco), muy buscados en la región y especiales para las faenas más duras del campo. Con el cuero de las cabras fabricaba bozales, cabrestantes y fustas que vendía en las ferias que se hacían en la ciudad. También eran muy requeridos los simbao para el ordeñe y para las cabezas del apero.

En verano, cruzar hacia Raco o el Siambón era casi imposible cuando llovía. Había que atravesar hasta siete veces el río Grande, que se forma de la unión del río de la Hoyada con el río de Anfama, en la punta de la estancia de La Junta. Cuando venía la crecida, se llevaba todo lo que se le oponía en el cauce. Don Alejandro era el único en animarse a pasar en verano de puro guapo nomás, para disgusto de doña Bernarda Rasgido, su mujer descendiente de un antiguo linaje vallisto.

Daba gusto ver sus destrezas de jinete para encarar los cañadones en época de lluvias, donde el barro hace resbalar los cascos de los caballos, incluso aquellos acostumbrados al cerro.

Durante las nevadas, cuando las ventiscas no permitían ver el camino, Aguilera parecía adivinar las huellas y siempre lograba orientarse para volver a las casas, aunque la cerrazón lo envolviera.

Había aprendido a no deslumbrarse con el reflejo del sol en la nieve. A falta de anteojos oscuros, simplemente cerraba un ojo; y cuando se cansaba, hacía lo propio con el otro. De esa manera, cuando el más baqueano quedaba enceguecido, él continuaba. Muchas veces encontró a personas perdidas en medio del cerro, desorientadas completamente y casi ciegas.

En lo demás, fue un católico devoto de la Virgen del Valle, a quien no cejaba de agradecer todo cuanto tenía. Cada vez que se refería a Ella, automáticamente se sacaba el sombrero, en señal inequívoca de respeto. En los misachicos era siempre uno de los cargadores de la imagen de María, “nuestra Virgen Morocha”, como cariñosamente le decía. Obediente de las leyes de Dios, rezador de rosarios al atardecer, siempre atento a las necesidades de los curas que pasaban cada tanto a darles misa y la comunión en la capillita del lugar.

El Chavero

Era el hombre al que se esperaba para comenzar las yerras y separar a los animales. Sus decisiones no se discutían, pues su sentido de justicia y sabiduría eran por todos reconocidas. Una suerte de anciano de la tribu, al que se acudía siempre por consejos y orientación. Al hablar miraba fijo a los ojos y terminada la charla (siempre corta y precisa), te daba un apretón de manos con esa fuerza excepcional que tienen los hombres de campo, sellando una amistad o una despedida.

Cuando cumplió las bodas de oro con su mujer, doña Bernarda, llegaron de todos los rincones de la montaña para honrarlos. La pareja (ya ancianos y a caballo como corresponde) renovaron sus votos matrimoniales para orgullo de sus descendientes. El cura gaucho Oscar Bourolt subió especialmente para oficiar la ceremonia. Hasta el entonces gobernador Julio César Chiche Aráoz trepó la montaña para saludarlo. De la televisión de Buenos Aires lo visitaron para hacer un documental sobre su vida. Y así transcurrió su existencia hasta llegar a los 90 años.

Algunas veces su mirada se perdía en recuerdos. Extrañaba ausencias, como la de su amigo de la juventud, Héctor Chavero; ese formidable gaucho cantor, como cariñosamente le llamaba, con quien solían pasar noches enteras, iluminados a la luz de las estrellas, tratando de desenmarañar el significado mismo de la existencia. Juntos lloraron la pérdida de aquel alazán que a su amigo se le desbarrancara una noche oscura. Cada vez que Chavero subía en su mula a la montaña, se quedaba días enteros en el rancho de don Alejandro, disfrutando de su hospitalidad y de su sabiduría. Se armaba la cacharpaya con guitarra y bombo, mientras disfrutaban de un asado de cordero seguido de una interminable mateada.

De esas experiencias habían pasado muchos años hasta una mañana en 1975. Aguilera había bajado esos días a la ciudad, invitado a una feria de artesanos de toda la provincia, que había organizado el Gobierno de don Amado Juri. Estaba entretenido mostrando unos lazos, cuando un hombre ya avejentado se le paró de frente, le abrió los brazos y con su inconfundible vozarrón le dijo:

- ¡Oiga, Aguilera, ¿acaso no me reconoce?, ¡soy Atahualpa, el Chavero!

Entre abrazos los amigos se volvieron a encontrar. Don Atahualpa Yupanqui (nacido con el nombre de Héctor Roberto Chavero) estaba en Tucumán por una presentación artística y de casualidad vio en LA GACETA la lista de los artesanos que formaban parte de la feria. Al ver el nombre de su amigo en la delegación de Anfama, sin pensarlo dos veces se fue a saludarlo. Ya no se verían más, pero para don Aguilera ese gesto de su viejo amigo (en el cenit de su fama internacional) fue un tesoro que guardaba muy adentro de su alma.

El plazo

Una fría mañana de diciembre de 2001 apareció un puma vaya a saber de dónde y le mató siete corderos. En días previos se había llevado un potrillo del corral de pircas. De las casas salieron los Aguilera armados con ollas y cacerolas, las que batían con cucharones para armar alboroto; ante esto, el animal se volvió al monte con una de sus víctimas en las fauces. Daba pena ver a los animalitos muertos o aún agonizantes. Para don Aguilera, quien había acudido presuroso en ayuda de sus corderos, fue un duro golpe emocional. Debe tenerse presente que estos rebaños constituyen la única riqueza de los hombres de la montaña. Ese día sintió por primera vez aquel extraño dolor en el lado izquierdo de su pecho.

La mañana siguiente, al cruzar el corral nuevo y mientras cargaba leña para el fogón, volvió a sentirlo; fue tan insoportable que cayó al suelo. Fue cuando se encontró con la aparición: era un sujeto bien vestido, a lo paisano rico. Llevaba un enorme sombrero alado, negro como su poncho y el resto de su ropaje. Adornos de plata y oro engalanaban el cinto y la faja de la cofia. En su gesto adusto, descubrió que el motivo de su visita no podía ser otro que el de llevarlo consigo.

- Vea don -le dijo antes que el otro articulara palabra alguna-, aún no hi arreglao un par de entuertos familiares, así que le ruego venga en otro momento.

La muerte, sorprendida, le manifestó que no estaba en él decidir esas cosas y que el tiempo de su vida había acabado, resistirse sería fútil; así había sido siempre, desde que el buen Dios había puesto al padre Adán y a la madre Eva en el Paraíso.

De inmediato Aguilera se arrodilló y juntando en oración sus manos exclamó:

- ¡Virgen del Valle, nunca ti hi pedío nada para mí, pero se acerca la Nochebuena y por primera vez en 10 años voy a tener a todos los changos en la casa! En especial al Bonifacio, que como vos sabrás vive en los Buenos Aires y va a estar con la familia a visitarnos, lo va a traer al Silvio que ya debe estar grande... Quiero verla a la Aída por última vez… ¡Además debo hablarlo al Lelio que anda medio descarriao para enderezarlo y terminar algunas cositas que debo ajustar con la vieja antes de partir!... te pido, Madrecita, ¡esta atención, como un regalo especial!

La muerte miró a los cielos, asintió con la cabeza y se fue caminando un tanto contrariada por una senda imperceptible; antes de desaparecer, se volvió en sus pasos y le dijo el día y la hora exacta en la que vendría por él. Lo cierto es que don Aguilera volvió raudo al rancho y a los gritos, cosa curiosa en él, siempre tan aplomado, reunió a toda su familia.

- ¡Me han dado un plazo a partir de hoy para arreglar mis asuntos, voy a necesitar de todos, ya que ninguno puede faltar! Ante la mirada atónita de su mujer y de sus hijos comenzó a dar instrucciones a diestra y siniestra. Ese mismo día partían mensajes a los cuatro puntos cardinales: en lo de Aguilera la Navidad ese año se iba a festejar en grande.

Al día siguiente comenzó el arreglo de todas sus cuestiones: deudas y acreencias se anotaron con cuidado en un cuadernito escolar con algunas hojitas limpias de garabatos de los bisnietos. Se mandó a separar una vaquillona que pastaba en un campo cercano para la comilona y se fue decidido a amigarse con un paisano con el que se hallaba enemistado desde hacía años, por causas que ya habían prescripto para la memoria. Le hizo una nota al doctor Mendilaharzu que le veía los trámites judiciales, ya que quería dejarle una pensión a la patrona y no dejó un minuto sin acomodar alguna cosa.

Llegado el 25, fueron apareciendo los invitados: tíos, primos, amigos queridos, vecinos, todos traían comestibles y bebidas para colaborar, en un ambiente jovial y festivo. De aquella reunión se recuerda cómo se amigaron hermanos enemistados de años; se arreglaron cuentas entre vecinos distanciados por rencillas menores; se conocieron parejas, que con el tiempo se irían a casar y todo fue alegría cuando llegó el hijo que vivía en Buenos Aires cargado de nietos, algunos ya grandes, que el viejo no conocía. Sin embargo, el Lelio aún no aparecía, lo que tenía nervioso al anciano. Su mujer se acercó a preguntarle qué le pasaba.

-¡Es que el tiempo se cumple vieja, a la siesta vendrá la parca a buscarme y aún me queda lo del chango éste!

Al mediodía por fin llegó el pródigo y ante la algarabía general, el viejo abrazó a su Lelio y se lo llevó a unos alambrados, lejos de la reunión. Allí habló largamente con su hijo: nadie supo jamás qué le dijo, sólo que a partir de entonces el muchacho se encarriló en la senda debida y fue un hombre ejemplar.

A los postres, brindó por todos y besó a cada uno, deteniéndose a decirles una palabra de aliento o de cariño. Su cara radiante de alegría era la de un hombre en paz; luego se sentó bajo el aliso que daba sombra al patio del rancho y se echó el sombrero a los ojos, como quien va a tomar una siesta después de un banquete…

Epílogo

El cuerpo de don Alejandro Aguilera fue bajado a pulso desde Anfama hasta el cementerio de Tafí del Valle, donde descansa. Para ello se improvisó una camilla con una escalera, se lo envolvió con unas colchas y comenzó el lento y penoso viaje.

Las mujeres y los chicos de la casa que no acompañaron el cuerpo dibujaron en el piso el contorno del anciano y pusieron allí su sombrero, el saco y el pantalón de vestir, además de las botas. Alrededor colocaron flores, encendieron velas y durante nueve noches rezaron por el alma del difunto.

Como si fuera una peregrinación, de cada rancho del camino salieron a despedirlo y a acompañarlo. Los hombres se turnaban para llevar la camilla, mientras se guardaba un respetuoso silencio; sólo quebrado por el sonido de la caja y del canto de una lastimera copla en la lejanía, que retumbaba como un susurro en las quebradas, en las copas de los alisos, en cada piedra y rincón del cerro.

El Señor de la Montaña se alejaba ya, para convertirse en leyenda.

(Especial agradecimiento a la familia Aguilera de la localidad de Anfama por los recuerdos y las fotografías de don Alejandro)

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