La oposición se enamoró de la calle

La oposición se enamoró de la calle

Al peronismo le debe arder, y mucho, que le ganen la calle, ese espacio que reivindican como propio y donde supieron escribir páginas históricas con movilizaciones masivas. Que le ganen votaciones, vaya y pase, pero la calle, ¡eso sí que debe ser doloroso! Máxime cuando se es Gobierno. Peor aún, no poder reaccionar y replicar, y verse condicionados por la pandemia a ajustarse sólo a una respuesta discursiva y de ocasión: la de tildar de irresponsable a la oposición por romper el distanciamiento social. Porque, precisamente, no puede hacer aquello que le cuestiona al adversario. Y ese otro le hirió el amor propio.

Es que los sectores opositores, por decirlo de alguna forma, se han enamorado de las marchas callejeras, en especial luego que Macri realizara esas plazas multitudinarias tras las PASO, contagiara entusiasmo y recuperara más de dos millones de votos en las generales. Descubrieron que movilizarse da resultado. Y se han mostrado efectivos a la hora de expresarse públicamente saliendo a protestar o a cacerolear; que son formas tradicionales de mantener movilizados, encolumnados y vivos a los propios, dándole argumentos que justifiquen el alineamiento y la lealtad a la causa partidaria.

No es que sean originales por cierto, aunque sí persistentes, porque además el Gobierno nacional les concede las banderas para que salgan a hacer política desde la masividad. No sólo Cristina irrita a la oposición, especialmente después que les ganara los comicios en octubre con tantas causas judiciales en contra. Es ella, y hasta por encima de la gestión de Fernández, quien concentra el rechazo opositor.

En ese marco de banderazos y de réplicas, quedó más claro ayer que la grieta entre los dos grupos, oficialistas y opositores, es más amplia, irreconciliable e imposible de reducir; cada lado tiene sus adeptos, algunos más radicalizados que otros. Es imposible no deslizar que en el medio subyacen odios y resentimientos entre agrietadores y agrietados. Y en esa pelea entre los extremos coexiste una franja que mira atónita a los lados y que espera soluciones, no conflictos.

La confrontación, en la que cada bando usó a San Martín a conveniencia política -capaz que el prócer no desembarcaría tampoco hoy en el país-, torna imposible cualquier intento de diálogo político, menos uno institucional. Así, si para dirimir ideas y fortalezas el campo de batalla elegido termina siendo la calle y no el Congreso -porque a no dudar que el peronismo se debe morder por no poder salir a usar la herramienta que mejor maneja para contestar-, entonces a no soñar con un país mejor.

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