Vincent van Gogh: ese gran fuego del alma, donde nadie se acerca a calentarse

Vincent van Gogh: ese gran fuego del alma, donde nadie se acerca a calentarse

El reconocido pintor holandés, que murió hace 130 años, tuvo una vida desdichada. Lascartas a su hermano Theo. La fama le llegó luego de su desaparición.

La navaja sacude en el aire relámpagos de furia. Los ojos desorbitados buscan a Paul Gauguin, pero este ha logrado escapar. Un refucilo de violencia le cachetea las manos. Una secuencia de dolor, misticismo y sinrazón estropea un gesto y la navaja le secciona la parte inferior de la oreja izquierda. Con la sangre goteando por las calles, se dirige al prostíbulo de Arlés, donde una pupila recibe en una cajita la oreja mutilada. Días más tarde, cuando la crisis amaine, en un autorretrato vendado tratará de reconocerse.

1853. Groot-Zundert (Holanda). El 30 de marzo, Theodorus, pastor calvinista, lo bautiza con el nombre de su primogénito, muerto a los seis meses en 1852. Huraño, taciturno, el único lazo afectivo y constante con el mundo es Theo, su hermano menor. Abandona el colegio. Lo emplea la galería de arte Goupil, de La Haya. Por su aplicación lo trasladan a Londres.

El corazón es un cazador solitario. Todo va bien hasta que Úrsula, la hija de su casera, lo rechaza. Del paraíso al infierno. El dolor le pega en las costillas. Se sumerge en la Biblia. Tras un breve paso por París, naufraga nuevamente en el Támesis, esta vez como maestro en un barrio marginal.

1872. Comienza a escribirle a Theo: “C. M. me pregunta si me gustaría una mujer o una joven bella. Me sentiría y entendería mejor con una que fuese fea, vieja o pobre, pero que hubiese adquirido inteligencia y un alma por la experiencia de la vida, las desdichas y las penas... El que continúa guardando la pobreza para sí y la ama, posee un gran tesoro y oirá siempre con claridad la voz de su conciencia. El que escucha y sigue esta voz interior, que es el mejor don de Dios, concluirá por encontrar en ella un amigo y no estará jamás solo”.

Melancolía activa

Bruselas, 1878. Estudia religión, pero no llega a ser pastor. Se va al Borinage, región belga de la pobreza, pero su maniática prédica siembra temor entre los propietarios y los mismos mineros. “En lugar pues de dejarme llevar por la desesperación, tomé el partido de la melancolía activa en la medida que tenía fuerza de actividades o en otros términos, preferí la melancolía que espera y aspira, y que busca a aquella que, sombría y estanca desespera”, escribe.

1880. Rembrandt y Millet desplazan en su alma al ministro de Dios. Pinta metódicamente. Un año después, el amor le pone otra zancadilla. Le toca a su prima Kee Stricker rechazarlo. Crisis. Desesperación. Sien Hoornik es una prostituta y su modelo. Quiere salvarla de su destino. Un niño nace en julio de 82, pero no se sabe si él es el padre. La familia se indigna y presiona. Él pierde por abandono. Las relaciones se deterioran. “Lo que pasa adentro parece que ocurriera afuera. Uno puede tener un gran fuego en su alma y nadie se acerca a calentarse, y los que pasan solo advierten un poco de humo en la chimenea y siguen su camino”, reflexiona.

1884. Se pelea de su familia. La pintura es “la manera de vivir sin pensar en el pasado”. La producción no cesa. Se inscribe en la Academia de Bellas Artes de Anvers. Descubre a los impresionistas. El color atrapa su obra. En París conoce a Gauguin, Seurat, Bernard y Toulouse-Lautrec. La Casa Amarilla en el Mediodía francés es su destino. Los pinceles no descansan en Arlés. “Prefiero pintar los ojos de los hombres antes que pintar catedrales, porque en los ojos hay algo que no está en las catedrales; aunque sean majestuosas e imponentes, el alma de un hombre, aun cuando sea pobre y harapiento, o una mujer de la calle, es más interesantes para mí”, dice.

1888. Gauguin lo visita. Se admiran mutuamente. Temperamentos y miradas estéticas los separan. Octubre. Theo le cuenta que unos comerciantes londinenses han adquirido uno de sus autorretratos.

A cualquier precio

1889. Alcohol. Tabaco. Mala alimentación. Desórdenes psíquicos le minan el alma. Miedo a sí mismo. Se interna en un asilo de Saint-Rémy. Aires expresionistas rondan el caballete. Exposición de Los XX en Bruselas. Madeleine Octave Maus escribe en “Treinta años de lucha por el arte” que la obra de Cézanne ha pasado casi inadvertida, mientras que su pintura ha causado “una notable impresión”. Lirios y cipreses, también una siesta, una noche estrellada, flamean en sus pupilas. “En fin, sea lo que sea, quiero, a cualquier precio, marchar adelante, quiero ser yo mismo. Es porque siento obstinación en mí, y porque estoy encima de lo que la gente pueda decir de mí o de mi obra… que mi debilidad sea mi fuerza; quiero depender de ella y de ninguna otra; y aunque pudiera, no quisiera ser independiente de ella”, piensa.

1890. Albert Aurier, poeta, crítico de arte, pondera sin reservas su pintura en el número de enero de Le Mercure de France. Ana Bosch, hermana del poeta y pintor belga Eugène Bosch, le compra “Los viñedos rojos” en 400 francos. Las buenas noticias no calman las alucinaciones. Intenta hacerse justicia con psicosis. Le pide a Theo que lo lleve al norte. “No siempre podemos decir qué es lo que nos mantiene encerrados, lo que nos confina, lo que parece enterrarnos, y sin embargo sentimos ciertas barreras, ciertas rejas, ciertos muros. ¿Es todo ello imaginación, fantasía? Yo no lo creo. Y entonces nos preguntamos: Dios mío, ¿va a durar mucho, va a durar siempre, va a durar toda la eternidad? ¿Y sabes qué es lo que nos libera de esa cautividad? Un afecto muy profundo y muy serio. Ser hermanos, ser amigos, amar, eso es lo que abre las puertas de la cárcel gracias a un poder supremo, a una fuerza mágica”, describe.

Ya no lo soporta

París lo recibe. Él ya no lo soporta. A una hora de la Ciudad Luz, lo espera Auvers-sur-Oise. El doctor Gachet, amante de la pintura, lo atiende. Lo retrata. Espigas verdeazules, hojas largas como cintas, verdes y rosas por el reflejo, también cuervos, merodean sus pensamientos.

La iglesia de Auvers se mira en su caballete bajo un oscuro presagio de cielo. 1890. Julio 27. Ese jueves, los 37 años se estremecen con un latigazo de locura. Una secuencia veloz de más de 700 óleos y 800 dibujos zigzaguea en su mente. Un pistoletazo le zarandea el pecho. Su agonía se abraza a Theo. “La verdad es que solo podemos hacer que sean nuestros cuadros los que hablen”, murmura. Sábado 29. La madrugada de la muerte lo visita a Vincent Willem van Gogh para retirarle esos pinceles de la desdicha incrustados en el corazón.

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