Los cotidianos “casos aislados” de la Policía

Los cotidianos “casos aislados” de la Policía

Los cotidianos “casos aislados” de la Policía

Si los descontrolados agentes del campo (incluido el subcomisario) que mataron al trabajador Luis Espinoza en el sureste provincial eran una muestra de la tragedia de seguridad que padece Tucumán, ahora, con la muerte del supuesto ladrón Walter Ceferino Nadal en manos de los agentes urbanos del microcentro, el panorama queda completo. La fuerza de seguridad no sólo no logra pacificar a la sociedad sino que en cualquier momento puede caer en el desborde violento. En Monteagudo parecía haber una relación con la coima y la mafia de las carreras cuadreras. En el caso del miércoles en Crisóstomo y Congreso no hay vinculación con nada: violencia pura, por imprudencia, incapacidad o exceso, al igual que el crimen de George Floyd en Estados Unidos. Y los agentes vinculados no son (en teoría) viejos y mañosos empleados policiales de una zona rural alejada, sino los jóvenes que recorren a diario el microcentro, dando presencia marketinera a una sociedad desesperada por la ola de violencia.

El mundo ha de hablar de los agentes tucumanos que usan la misma técnica del violento agente Derek Chauvin de Minnesota: la del uso de la rodilla en cuello como “arma reglamentaria” –como señala Carlos Duguech en una carta de lectores sobre la policía de Trump- y Tucumán también va a tener que hablar de esto: ¿es un exceso de un agente inexperto o es una práctica que se aprendió en los cursos de capacitación? Cualquiera sea la respuesta, requerirá un debate sobre la selección de personal y del entrenamiento que se les da.

Nada de esto se sabe. De la escuela de Policía sólo se ha hablado en los últimos años a propósito de excesos con ejercitación violenta sobre cadetes –casos que fueron judicializados y quedaron invisibilizados- pero no ha habido un control de la sociedad civil sobre el sistema educativo y sobre el de entrenamiento, acaso porque se ignora cómo debe ser una cultura policial en democracia, que sepa enfrentar el problema de la violencia y de la inseguridad sin caer en la actitud salvaje de la dictadura. De hecho, la sociedad asustada espera que la mano dura ayude; por eso cada vez que son atrapados arrebatadores en las calles reciben palizas brutales. Ahí están también los vecinos que justifican que la Policía actúe con exagerada dureza, en una desesperada reivindicación de la violencia institucional como respuesta salvadora.

Acaso no se sabe cómo debe ser una cultura policial porque nunca se ha debatido cómo debe ser la fuerza de seguridad democrática. La institución se rige por normas vetustas como la ley Orgánica de 1970 –tiempos no democráticos- o por normas inconstitucionales como la ley de Contravenciones. A eso se deben agregar las costumbres de una institución que por un lado es verticalista y por otro es carente de controles frente a las facilidades que tienen los agentes para el desborde. Por eso se ven tantas irregularidades: hace poco se anunció que se habían desarmado grupos que usaban uniformes policiales para hacer falsos allanamientos y el martes fue capturado en San Cayetano un policía acusado de robar 1.000 dólares. Los “casos aislados” les están saltando a cada rato a los funcionarios.

Frente a eso, no se conoce si funciona, ni cómo funciona, la oficina de Asuntos Internos, que aunque está creada desde hace años sigue siendo anunciada por las autoridades. No se sabe tampoco si va a trabajar en la observación del funcionamiento de la Policía o si intervendrá únicamente cuando haya “casos aislados”. Por otra parte, ¿quién se ocupa de la capacitación de los agentes? Misterio. Hace unos días hubo un asordinado escandalete en el Ministerio de Seguridad porque a alguien se le ocurrió que se podía contratar al ex militar Enrique Stel para dictar un curso de capacitación a policías hasta que alguien advirtió que Stel, que ha estado durante el gobierno de José Alperovich en una oficina de control de agencias de seguridad privada, está bajo proceso, acusado de crímenes de lesa humanidad en Bahía Blanca durante la dictadura. Lo que esto nos dice es que hay una falta de convicción con respecto a cómo debe organizarse democráticamente el Estado. Un Estado al que lo agravian sus propias debilidades: ahí están los desbordes de los guardias narcos en la penitenciaría y ahí están las trabas de un sistema desbordado de detenidos que ocupa a sus agentes en la tarea de cuidar presos –bastante mal, porque se les escapan como los de la seccional 8ª- y manda a los policías más bisoños, los más inexpertos, a las calles, donde deben tomar decisiones sobre la vida y sobre la muerte de la gente.

Hay casos duros que no generan dudas sobre la actuación policial, como el del bombero que se tiroteó con tres delincuentes en Villa Mariano Moreno. Pero Tucumán tiene un problema sustancial. Asustada por la violencia, que ha crecido sin pausa, la sociedad se ha habituado a la respuesta violenta, sin advertir que los problemas no se han resuelto. Antes los policías culpaban a los jueces y hablaban de la “puerta giratoria”. Ahora los fiscales se sumaron a la moda de culpar a los jueces pero nadie habla de que las comisarías y las cárceles están llenas de detenidos. ¿Cuánta gente habrá que detener hasta que no haya más inseguridad? Habrá que tener 50.000 policías y cuatro cárceles, como pide con frecuencia el lector Ángel Salguero? ¿Y quién puede asegurar que entonces se hallará la paz? La respuesta ha de estar en otra parte.

El ministro de Seguridad, Claudio Maley, ha relativizado el caso Nadal hasta que se conozcan los resultados de la autopsia. El subsecretario de Seguridad, José Ardiles, prometió ser inflexible y dijo que se ajustarán a lo que investigue la Justicia. Lo mismo se hizo hace dos años con el crimen del niño Facundo Ferreira. Poco ha variado el comportamiento de la fuerza. No parece que haya que esperar la investigación judicial, ni tampoco basta con expulsar a los “malos frutos” como se hizo con el crimen de Espinoza. Hay que debatir qué hacer, porque la endeblez democrática de nuestras instituciones nos vuelve frágiles y emocionalmente inestables, y la violencia nos está ganando la partida.

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