Unas 75 personas de la calle se aíslan en los recovecos de la ciudad

Unas 75 personas de la calle se aíslan en los recovecos de la ciudad

LA GACETA acompañó a un grupo de voluntarios que reparte viandas y recogió los testimonios de quienes no pueden quedarse en casa.

Unas 75 personas de la calle se aíslan en los recovecos de la ciudad LA GACETA/ INÉS QUINTEROS ORIO

El eslogan “Quedate en casa” suena a paradoja para los que duermen en la calle. Aunque, a su manera, Ester Beltrán lo acate. “Yo no salgo”, dice ella con sencillez, quizá sin percatarse de que antes de salir hay que estar dentro. Ester tiene 60 años, la piel curtida y los cabellos entrecanos. Le faltan dientes. Duerme sobre un colchón viejo, bajo un árbol, de espaldas a una pared de cemento que la protege de la mirada inquisitiva de la ciudad. Allí, a unos metros de la Estación Central Córdoba, en la calle Marcos Avellaneda al 100, pasa también las mañanas y las tardes durante la cuarentena. “Si voy a un albergue, seguro me contagio. Así que prefiero quedarme acá solita”, se justifica Ester.

Su situación ilustra las vidas de unas 75 personas que se encuentran en los recovecos de la Capital, según estima Nadia Amaya, de la organización no gubernamental Apapachando Corazones. Todos los jueves, ella y sus compañeros recorren varios puntos de la ciudad con el fin de repartir alimentos para indigentes y mendigos, y en esa actividad los acompañó LA GACETA la semana pasada (Apapachando Corazones y otros grupos de beneficencia han acordado un cronograma, de manera que cada uno ayuda un día diferente). “Más o menos la mitad de la gente en situación de calle se resiste a ir a los albergues -explica Amaya-. Así que de lunes a lunes nosotros y otros equipos de voluntarios colaboramos con viandas de comida”.

Miedo al contagio

A través de las redes sociales, Apapachando Corazones le ha solicitado al Gobierno provincial que abra más refugios y acondicione los que ya existen para evitar la transmisión del nuevo coronavirus. De acuerdo con Amaya, el temor de Ester (“si voy a un albergue, me contagio”) no es del todo infundado. “En los albergues hacen lo mejor que pueden, pero los que hay están llenos y sus condiciones sanitarias no son las ideales”, describe.

Sin embargo, Matías Tolosa, secretario de Prevención y Asistencia de Adicciones del Ministerio de Desarrollo Social de la Provincia, asegura que su cartera vigila la salud de los refugiados y hasta se encarga de vacunarlos. En estos días de emergencia sanitaria, él coordina los cinco paradores habilitados, adonde las personas sin techo suelen llegar por intermedio de la Policía o Defensa Civil. “Cuando el Gobierno nacional puso en marcha el aislamiento, apareció esta situación de que estar en la vía pública es un delito -advierte-. Por eso hemos trabajo con la Iglesia y algunos legisladores y concejales para que la gente en situación de calle tenga dónde pasar la cuarentena con una cama y cuatro comidas diarias”.

AMISTADES. Edgardo Monasterio todavía ayuda a José Ramos, un chico de la calle al que conoce desde la infancia. AMISTADES. Edgardo Monasterio todavía ayuda a José Ramos, un chico de la calle al que conoce desde la infancia. LA GACETA / FOTO DE INÉS QUINTEROS ORIO

Como en el caso de Ester, Tolosa aclara que en última instancia depende de la voluntad de los indigentes quedarse, o no, en los refugios. “Nosotros los invitamos a asistir a alguno de estos paradores, pero no podemos obligarlos. También hay que entender que cada una de estas personas tiene una historia muy compleja en relación con la pérdida de los vínculos sociales”, observa.

Lazos que persisten

Por más compleja que sea su historia, José Ramos, de 19 años, todavía sostiene los vínculos sociales que le son más caros: los que tiene con su mamá, Graciela Ramos, de 53, y su mejor amigo, Edgardo Monasterio, de 27. José y Graciela le llaman “casa” a un pasillo de tierra que está detrás del Centro Cultural Juan B. Terán, en la calle Marcos Avellaneda al 300. Por ahí, entre los cartones, andan dando vueltas varios gatos. “Tengo seis gatitos y un perrito -cuenta José-. Me encantan los animales”.

El perro ahora se fue con su mamá: salieron a buscar un nuevo comprador de cartones porque la papelería adonde José solía venderlos lleva un mes cerrada. De hecho, Amaya alerta sobre las especiales dificultades económicas que están pasando muchos indigentes: “a las personas como José se les está haciendo mucho más complicado que de costumbre porque ya no tienen la changuita con la que vivían el día a día”.

Pero José tiene un amigo que lo ayuda a sobrellevar la cuarentena. A diferencia de él, Edgardo no está bajo la línea de pobreza ni vive en la calle. “Mi casa queda cerca, nos conocemos desde que íbamos a la escuela. Mi familia tiene un restaurante y siempre que puedo le traigo algo para compartir”, relata Edgardo. Es una charla de sobremesa: están sentados sobre unos cajones de cerveza, fumando cigarrillos después de almorzar pollo a la parrilla. Un lujo inusual para José, que acaba de guardar las viandas de Apapachando Corazones para cenar con su mamá.

Insultos y golpes

Apenas había comenzado la cuarentena cuando Apapachando Corazones ya denunció que las fuerzas de seguridad estaban maltratando a la gente sin hogar. “Bajo el operativo ‘Nadie en la calle’ las personas que aún quedan a la intemperie han recibido un trato violento por parte de los policías. En especial en toda la zona céntrica, donde con golpes, empujones y uso de gas pimienta buscaron ahuyentarlos”, alertaba un comunicado publicado en las redes sociales el 21 de marzo.

Más de un mes después José tiene marcas de golpes en el abdomen y la espalda. Él atestigua que la noche del 22 de abril dos policías estacionaron sus motos cerca de donde estaba durmiendo y lo despertaron, patearon e insultaron. “Me pegaron hasta que se aburrieron y se fueron”, protesta José. Ante la consulta de este diario, las autoridades del Ministerio de Seguridad explicaron que no existe ninguna denuncia de este tipo y aclararon que, ante hechos de estas características, invitan a presentarse a cualquier dependencia policial para que se inicie la investigación correspondiente. 

Como a Ester, a José le faltan dientes. Solo que él no cumplió los 20 años. Los incisivos que le quedan ya son amarillos. Detrás de los ojos color azabache, la mirada es triste. Uno de los antebrazos exhibe una gran herida de arma blanca. José se la toca y rasca a cada rato. Y se excusa a cada rato. Dice: “no me tengás miedo, yo no robo”. Pero de pronto también sonríe y se enorgullece de sí mismo: “¿ves ese árbol de paltas? Lo planté y lo críe yo. Ya está re alto, no veo la hora de que empiece a darme paltas así salgo a vender. Además me da sombra, mirá cómo se acuestan mis gatitos a la siesta”.

Vidas paralelas

Las de Ester y José son dos historias entre más de 70. En muchas zonas de la ciudad se cobijan otros indigentes: afuera del Centro de Salud, en las canchas que están frente al Hipódromo, debajo de las tribunas del Autódromo… y en cualquier  baldío, portal abandonado o callejón semivacío que les permita pasar desapercibidos. A esta situación también deberán retornar, cuando termine el aislamiento, muchas personas que ahora duermen en los refugios, según anticipa el ministro de Desarrollo Social de la Provincia, Gabriel Yedlin. “A mí me preocupa cómo vamos a desarmar estos paradores -admite-. No es que la gente en situación de calle va a poder quedarse a vivir en el club, sino que esas personas tendrán que ver de ingresar a algún programa social, de buscar algún empleo. Lo mismo vale para quienes no han ido a los albergues, claro. Pero eso ya será en la etapa de reconstrucción social posterior a la cuarentena”.

Mientras tanto, Ester piensa en el largo plazo. Hasta hace ocho años, cuando quedó en la calle, trabajaba en blanco en una fábrica de ropa. Cuenta que ahora está esperando que le salga la jubilación. Y que hasta eso le gustaría que le regalen un barbijo para protegerse del coronavirus. “Yo ando por la calle, ¿no tendrán una mascarita que les sobre? Para cuidarme, porque no me quiero morir antes de que me salga la jubilación”, les explica a los chicos de Apapachando Corazones. Le prometen que le traerán un tapabocas la próxima vez. José, en cambio, no tiene ese miedo. “Con lo que toma este chango, lo más probable es que él sea el que mate al virus”, bromea Edgardo. Aunque, al final de la entrevista, los dos saluden con el codo.

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