¡Que cunda el pánico!

Se le llama profecía autocumplida. El coronavirus dispara el pánico por las posibles consecuencias económicas que puede causar la propagación del virus a nivel planetario, entonces las bolsas de comercio del mundo se desploman y provocan una crisis económica mucho mayor a la que se temía.

Se cierran aeropuertos y fronteras, se detienen las exportaciones e importaciones, se suspenden espectáculos y deportes masivos, y así hasta que se termina paralizando toda la civilización. ¿Hasta cuándo? Nadie lo sabe.

La historia de la humanidad está plagada de ejemplos de predicciones que fueron la propia causa de lo que anunciaban.

-“¡Te vas a caer, te vas a caer, te vas a caeeer!!!” es el vaticinio materno que acaba minando la confianza del niño y termina haciendo que se cumpla: -“¡Te dije que te ibas a caer!”

Más que profecías pueden ser detonantes que desde su origen arrastran este error semántico que pasa inadvertido.

Hay rastros de autocumplimientos en la antigua Grecia, en la India y en diferentes culturas ancestrales, aunque se le atribuye al sociólogo Robert Merton la autoría, a mediados del Siglo XX, de la expresión “profecía autorrealizada”.

En su trabajo “Teoría social y estructura social”, Merton escribió: “La profecía que se autorrealiza es, al principio, una definición ‘falsa’ de la situación que despierta un nuevo comportamiento que hace que la falsa concepción original de la situación se vuelva ‘verdadera’”.

Unos 20 años antes, en 1928, el sociólogo estadounidense William Thomas formuló su idea más difundida, conocida luego como el “Teorema de Thomas”.

En ella afirma: “Si los hombres definen situaciones como reales, son reales en sus consecuencias” (If men define situations as real, they are real in their consequences, del libro “Los niños en América: problemas conductuales y programas”).

En el preciso momento en que decimos que un fantasma es verdadero, ese fantasma tendrá efectos reales. Entonces, aquel que cree en los fantasmas, afirmará convencido: “¿Viste que los fantasmas existen?”, sin percatarse que fue su propio oráculo el que le dio vida al espectro.

El fin del mundo

Los seres humanos estamos obsesionados, desde nuestro origen, con las catástrofes, los cataclismos, los apocalipsis.

El pánico a la muerte es nuestra energía más poderosa. Si las almas pudieran imprimirse en una placa radiográfica veríamos que somos seres aterrados, encerrados dentro de una piel que vive disimulando, ocultando el espanto que nos habita. El sexo, ese vigoroso impulso que nos empuja incansablemente a reproducirnos, contra toda cultura, moral, castigo u opresión, intenta de alguna manera compensar esa tragedia. Toda vez sin éxito, porque el miedo a la muerte, el horror a la nada, siempre prevalece.

La vida jamás triunfa, pese a todo el esfuerzo que hacemos para negar esta realidad pavorosa, o para resignificarla en consignas esotéricas, cósmicas o religiosas, como que la vida es eterna, en el más allá, en el cielo, en el paraíso, en el valhalla.

Todos placebos espirituales sin los cuales nuestro efímero paso por el universo en forma de genoma sería insoportable y terrorífico.

Sólo triunfan los ciclos, las especies, nunca las personas. Todos los individuos, animales o vegetales, desaparecen, se transforman en otra cosa, y esa idea nos produce un pánico infinito. Sólo pensar en ese inevitable viaje hacia la nada nos espanta.

Allí se origina esa contradictoria fascinación que sentimos por el terror. En la literatura, en el cine, en los deportes extremos, en los juegos infantiles, en los cuentos nocturnos o en las pesadas bromas de adultos.

Desde siempre el hombre buscó asustarse. Enfrentar al miedo y ganarle es una forma de superar a la muerte, aún por un instante. Simbólica manera, pero igualmente estimulante, esperanzadora.

Es como ese niño cuando mira una película de terror y aguanta como puede frente a la pantalla, espantado, tapándose medio rostro con una frazada.

Apocalipsis now

Es mil veces más rentable la tragedia que la comedia. Una película de zombis, de virus que se propagan y nos transforman en seres horribles y asquerosos, factura un millón de veces más que una comedia de niños felices y familias que se aman.

Sentimos fascinación por el apocalipsis y todo el tiempo estamos pronosticando distintos tipos de hecatombes. Apenas aprendimos a escribir lo primero que hicimos fue profetizar calamidades colosales.

Cambios climáticos, guerras mundiales, pandemias, desastres naturales. Profecías que siempre se acaban cumpliendo. O autocumpliendo.

Por la misma razón que en los parques de diversiones siempre es más larga la cola en el tren fantasma que en el gusano loco. Y eso que es loco, porque si encima fuera un gusano feliz no subiría nadie. Parece zonza la comparación, pero muestra que el terror está en nuestra naturaleza, hasta en los actos más simples.

Con la información ocurre algo similar y sólo basta con ver los rankings de noticias en los medios digitales, datos que antes sólo conocían los editores y que ahora están a la vista de todo el mundo.

El morbo, que es esa tendencia obsesiva hacia lo desagradable, lo cruel y lo prohibido, encabeza todas las listas. Sangre, violencia, traiciones, venganzas, mentiras, conspiraciones. Un relato que contenga sexo, drogas y muerte es imbatible.

La monótona pasividad de la Familia Ingalls sólo fue posible en el monopolio mediático de los 70. Hoy ni siquiera el canal Volver se animaría a tanta pereza narrativa.

Conspiranoicos

Tendemos a ser escépticos ante las respuestas simples y llanas. En toda explicación debe haber un complot, una conjura retorcida. Y si no la hay, la inventamos.

Los chinos crearon el coronavirus y lo propagaron por un mundo indefenso, asustado, desesperado por comprar cualquier vacuna o antiviral.

Es que ¿sólo 80.000 contagiados en una población de 1.400 millones de habitantes? ¿Y a poco de empezar empezó a descender mientras que en el resto del mundo no deja de crecer? Tiene sentido, marche un WhatsApp de advertencia.

Otra teoría conspiranoica sostiene que el coronavirus fue creado para eliminar a las personas mayores que están en mejor posición social, ya que son las más costosas para los sistemas previsionales y de salud.

Dicho en criollo, el coronavirus mata viejos con plata pero no afecta a niños ni a embarazadas. Los países ricos van a gastar menos en jubilaciones improductivas, mientras verán crecer su población joven (mano de obra productiva). También tiene sentido. Disparemos otra cadena en WhatsApp.

Y así circulan decenas de teorías desquiciadas, que por supuesto son mucho más atractivas que la realidad monótona y lineal.

Un arma biológica que se derramó de una pipeta; una manipulación genética de pollos que se salió de control; un quirúrgico ataque alienígena que nadie percibe, como tantos otros que ya hubo en esta silenciosa conquista de la raza humana.

Hasta hace no mucho tiempo todas las balas apuntaban contra los medios de comunicación y los periodistas como los grandes generadores y propagadores de las psicosis colectivas. Cualquier cosa con tal de vender.

Pese a que la ficción nos venía demostrando desde hace siglos que el terror siempre fue más atractivo que la calma. Y las colas en los cines, en este sentido, son empíricas.

Los programas, secciones y hasta medios que se propusieron dar sólo buenas noticias, fracasaron.

Cada tanto son proyectos que resurgen, más desde una obligación moral que desde una demanda efectiva, pero salvo que medie algún mecenazgo son ideas con vida corta.

Hoy, gracias a los múltiples canales de comunicación digitales, en donde cada persona es un medio de comunicación en sí misma, comprobamos de forma rotunda lo que antes era información para ciertas élites.

Que las personas divulgamos y amplificamos cualquier mensaje, sin importar si es verdadero o falso, siempre que coincida con lo que pensamos o nos resulte llamativo, atractivo o sorprendente.

Cuanto más morbosa es la foto, el video o la denuncia más se expande, más se viraliza.

Por el contrario, cuando la explicación es simple y tranquila, sin conspiraciones ni escándalos, seguro nunca llegará a ser viral.

La bondad y la generosidad no están en la naturaleza del hombre. Son valores que se aprenden y la mayoría no lo hacemos.

En nuestra naturaleza está, frente al pánico, atacar, desabastecer, saquear, remarcar precios o ahora, por ejemplo, acopiar barbijos, alcohol en gel y reenviar todas las porquerías que recibimos en el celular.

Los seres humanos nos merecemos todo lo que nos pasa, porque lo que nos pasa no es otra cosa que lo que pronosticamos, profetizamos y reenviamos hasta el hartazgo y, tarde o temprano, siempre se termina cumpliendo.

Esta nota es de acceso libre.
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