La impunidad borra la línea 
entre el bien y el mal

La impunidad borra la línea 
entre el bien y el mal

El Poder Judicial existe para trazar la línea que divide al bien del mal y poner a cada quien en su lugar en función de los actos u omisiones cometidos. Esa razón de ser elemental y más antigua que el mundo permanece vigente. La sociedad paga a los jueces para decir el derecho en tiempo oportuno y sin tomar parte en el conflicto. Esta función esencial, sin la cual no podría existir una democracia republicana, está en entredicho en la Argentina en general y en Tucumán en particular. Sectores estratégicos de la Justicia hacen diferencias y aceptan que los poderosos -incluidas las propias autoridades judiciales- se coloquen más allá de la ley. Esta regla de impunidad para las capas altas surte efectos contundentes en la provincia, donde sólo el 0,5% de las 219 causas de corrupción con trascendencia pública abiertas entre 2005 y 2017 logró una condena definitiva. En la órbita federal, el 2% de los casos de este tipo iniciados en los últimos 20 años alcanzó el estatus de cosa juzgada.

La imposibilidad de esclarecer los supuestos delitos atribuidos a los gobernantes es una de las razones que explica el desprestigio del Poder Judicial. Esa falta de credibilidad estalló el martes, cuando la Corte Suprema de Justicia de la Nación sugirió que iba a beneficiar a la ex presidenta Cristina Fernández de Kirchner. La tolerancia de la magistratura para con los jugadores políticos resulta intolerable para una fracción significativa de la población. Esa ciudadanía ha sido entrenada por el propio sistema judicial para captar sus inequidades y su tendencia a proteger al poder. La reacción se inscribe en el “efecto pedagógico Comodoro Py”, que enseña que los jueces fallan con las encuestas en la mano, son funcionales a los oficialismos y pueden volverse contra quienes habían blindado si así lo demanda su instinto de supervivencia.

La degradación está a la vista y persiste la causa que la genera. Son los gobiernos los que cubren las vacantes e impulsan las destituciones judiciales, y cuanto mayor es su hegemonía más tienden a la creación de Tribunales a su imagen y semejanza; ora porque dominan los consejos de la magistratura; ora porque pisotean los concursos; ora porque imponen mecanismos de selección alternativos que consagran la precariedad y la dependencia; ora porque controlan a las cámaras legislativas que a su vez deben controlar las designaciones y los desempeños de los magistrados, etcétera. Este combo de herramientas para la partidización de la Justicia describe el escenario “trucumano”: para corroborarlo basta con mirar la composición de la Corte y de los ministerios públicos, y con recordar que ningún juzgador fue expulsado desde 2006. La esfera nacional presenta a otra escala esa obsesión por manejar la Justicia. Esta enfermedad allí luce agravada por el accionar de los servicios de inteligencia, cáncer que, según los rumores que circulan, podría propagarse en la jurisdicción local.

Como los políticos siguen sin dar señales de que han entendido que la mejor garantía para una gestión íntegra es la independencia judicial, cunde la sospecha de que buena parte de ellos tienen pecados que esconder. Peor aún, está normalizada la idea de que aspirar a un cargo electivo es “salvarse económicamente”. De allí a no poder dejar el Estado por el temor a que, ya en el llano, la Justicia haga las investigaciones que cajoneó en su momento, hay un sólo un paso. Ciertos postulantes parecen “presos” de la función pública -el senador Carlos Menem a la cabeza-, tal es el terror que profesan a un destino de pérdida de la riqueza acumulada y de privación de la libertad.

La permanencia en el poder duerme las causas, pero no las aniquila porque la calidad de funcionario suspende el curso de la prescripción. Sucede, entonces, lo peor: los procesos nunca terminan en parte porque los jueces y fiscales no los impulsan por su debilidad, pero tampoco los cierran porque saben que esa decisión deviene cada vez más impopular. Peor aún, clausurar una pesquisa de corrupción supone prescindir de una eventual prenda de “negociación”, o de extorsión lisa y llana. A menudo el uso de la persecución y sanción del delito para fines particulares convierte a quienes soñaban con dominar a los magistrados en rehenes de aquellos.

La falta de castigo para los corruptos y todo el sistema montado en consecuencia incentivan la corrupción. Por eso en las últimas décadas aumentó el número de procesos penales atinentes al manejo del Estado y de sus caudales, aunque en teoría es insignificante la probabilidad de que tales casos sean esclarecidos. Y esta campaña revela más que nunca una oferta electoral manchada por las denuncias pendientes de dilucidación y las incidencias judiciales. La manifestación más grotesca de esa mácula es el primer juicio oral de la ex jefa de Estado, perspectiva que no impidió a la imputada postularse a la vicepresidencia de la Nación. En el fondo de esa candidatura late la hipótesis de que unos Tribunales tan deslegitimados ya no pueden hacer justicia. Para esos líderes y prosélitos, a lo sumo harán venganza.

El menú tucumano padece la misma patología. Allí está la mayoría de los denunciados por los presuntos delitos consumados con los gastos sociales legislativos del período 2011-2015 y un número sustancial de implicados en la causa de las coimas iniciada en 2002, por mencionar dos megacausas con altísima trascendencia que siguen escandalosamente abiertas. Todos gozan de la comprensión de la Junta Electoral Provincial, órgano que acaba de excluir al aspirante a concejal de Alberdi, Bruno Gabriel Alexis Romano, por las acusaciones de violencia de género que pesan en su contra. El juez Daniel Posse, y los ministros públicos Edmundo Jiménez y Washington Navarro dijeron que no podían, en este supuesto, atenerse a la presunción de inocencia que todavía beneficia a Romano, y dejaron sin efecto su candidatura. Si aplicaran la misma vara a los casos de corrupción, caería buena parte de las candidaturas de peso. Para tranquilidad de esos proyectos de poder, ni en la Junta ni en el Poder Judicial se atreven a ir tan lejos en su afán de trazar la línea entre el bien y el mal.

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