El abrazo de Amma

El abrazo de Amma

La “santa de los abrazos” es conocida mundialmente por su obra caritativa. Se dice que abrazó a más de 30 millones de personas. La India, entre otros misterios, ofrece la maravillosa paradoja de ser la cantera de santos y santas que, como Amma, humildes de origen, logran convertirse en los salvadores más poderosos del mundo.

24 Marzo 2019

Por Fernando Sánchez Sorondo

PARA LA GACETA - MADRÁS (INDIA)

Había oído hablar de Mata Amritanandamayi Devi –popularmente conocida como “Amma”- y de su divina compasión por los pobres y los desamparados. De su nacimiento en Parayakadavu, en el estado de Kerala, al sur de la India. Y de su humilde, incomprendida, durísima infancia en esa aldea perdida de pescadores, sus primeros y rústicos devotos. Un ámbito que remitía de algún modo a Jesús, al poder de los humildes y a las conversiones milagrosas. El mar y los peces, las barcas, los puros de corazón. En lugar del “deja todo y sígueme” del Nazareno, Amma abraza y, como ocurrió con Él, la siguen muchos, hoy por hoy multitudes: tanto, que ha abrazado a más de 30 millones de personas.

Había leído en su biografía acerca del desagrado de sus padres al nacer oscura de piel, de la humillación que sufrió al verse relegada, en su propia familia, a la condición de sirvienta; del mismo modo que de su absoluta falta de rencor, de su bondad, de su entrega. Y de la veneración que fue recibiendo a medida que se prodigaba en amor, en cuidados y hasta en comida –la suya, la de su casa- entre los más necesitados. Su tez era –y lo es aún, desde luego- de un color oscuro pero ligeramente azulado. ¡Ni más ni menos que el color de Krishna, su Avatar amado, su Esposo místico, el Dios hindú! Krishna, el que lleva las riendas del carruaje en el Bhagavad Gita, ese “Canto del Señor” que es algo así como el evangelio de la India, y un espléndido poema universal.

Y fue la irradiación de ese azul quien me llevó a conocerla, a recibir su abrazo. Porque yo sabía de ese azul. Tenía pruebas irrebatibles, sagradas. Me las había dado Sai Baba, mi fallecido maestro, en una entrevista, hace años. No lo olvidaré nunca, y menos después de que Amma me devolviera esa memoria, ahora duplicada. Ocurrió hace años: en mi osadía, le había pedido a Swami que me mostrara su divinidad, la que él proclamaba. Y de pronto, en ese pequeño cuarto donde estábamos, alrededor de su pelo afro, apareció un halo azul que cubrió todo el espacio. Y en mí, una elevación que, como en la infancia, volvía a hacerme sentir unido a todo. Creo que siempre intenté recrear esa experiencia.

Y algo de eso me estaba ocurriendo: no por nada se le atribuye a Amma haber dicho alguna vez: “Sai Baba es el Océano, yo soy la ola”.

Lo cierto es que desde Auroville, en Pondicherry, partimos con mi mujer a su encuentro en Madrás (Chennai) y recibimos la bendición de su abrazo, la energía protectora de una Divina Madre.

Y nos llenamos de alegría, de exaltación, de gratitud, mientras ella nos repetía para siempre: “queridos, queridos”. Y al retirarnos dábamos paso a una fila interminable de hombres y mujeres de todas las edades y condiciones que se acercaban a estrecharla. Un servicio que se extendería por casi 24 horas ininterrumpidas: solo abandona su pequeña tarima cuando ya no queda nadie sin recibir su don.

¡Qué conmovedora la visión de tantas personas que estallaban en llanto! ¡Cuánta soledad rota, qué alivio de hambre de amor y protección saciados!

Y nos quedamos pensando en esa maravillosa paradoja que ofrece, entre otros misterios, la India: ser la cantera de santos y santas que, como Amma, humildes de origen, logran convertirse en los salvadores más poderosos del mundo, en los que reconstruyen, por ejemplo, los desastres de los tsunamis, devolviendo el trabajo, la salud y la vivienda a las víctimas.

Y, acaso, la fe en una tambaleante humanidad.

© LA GACETA

Fernando Sánchez Sorondo - Escritor. Autor del libro Sai Baba, un cable al cielo.

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