El privilegio de la luna roja desde Ampimpa

El privilegio de la luna roja desde Ampimpa

El Observatorio de Ampimpa fue una platea excepcional para disfrutar del fenómeno de este fin de semana, cuando un eclipse lunar “enrojeció” la Luna, que además presentaba un tamaño inusual. La súperluna de sangre, como se la llamó, al ocultarse por la sombra de la Tierra, dio paso, además a toda la magnificencia de la Vía Láctea.

Eclipse lunar desde Ampimpa Eclipse lunar desde Ampimpa FOTO GENTILEZA DE LUCIANA DÍAZ JALIL

A diferencia de muchos humanos, los astros se presentan a sus citas con puntualidad milimétrica. Eso pasó en la medianoche del domingo al lunes: la hora fijada era las 23.36, y se cumplió a rajatabla. Pero también pasa que entre los astros los encuentros se producen con aparente lentitud. Aparente, porque todo es cuestión de escalas: la velocidad a la que la Luna gira a nuestro alrededor es de un km por segundo, pero son tan grandes las distancias que, al menos que algún objeto (la montaña, por ejemplo) nos dé escala, no notamos el vértigo.

Sigamos: a la hora señalada la Luna se fue metiendo en la sombra que hacía la Tierra y casi nadie lo notó… Sólo el ojo muy bien entrenado capta que se va poniendo pálida, pierde brillo poco a poco. “Entró en la penumbra”, se escuchó, y las respiraciones se agitaron.

En el Observatorio Astronómico Ampimpa, 24 “expedicionarios” de entre siete y 70 años nos preparábamos desde el día anterior para ser testigos de esa cita. Nos habían recibido Alberto Mansilla, director del observatorio, y Juan María Cánepa, astrónomo aficionado desde muy chico, técnico universitario en robótica, clarinetista y mano derecha de Alberto. Nos habían explicado con lujo de detalles y alto poder pedagógico qué íbamos a ver, si el tiempo ayudaba, y por qué se iba a producir lo que veríamos: encuentros de órbitas, conos de sombras, refracción de la luz en la atmósfera…

Nuestro más pequeño, Miguel Parra Audi (siete años) vibraba con entusiasmo y hasta se animó a la responsabilidad de sostener la Tierra sobre su cabeza para las explicaciones. Y sus preguntas, lanzadas con la frescura de la curiosidad insaciable, abrieron las puertas a las dudas que los adultos no hubiéramos osado (posiblemente) plantear.

El principio de este tiempo

El “big bang” de esta “Expedición al Observatorio de Ampimpa” había empezado el sábado. Al salir de la ciudad el clima no parecía estar a nuestro favor, y promediando la subida el panorama había empeorado: más baja o más alta, la niebla lo envolvía todo.

Pasando El Infiernillo, sin embargo, el cielo, de pronto turquesa intenso y límpido, despertó las esperanzas. Esa tarde-noche los 24 vimos emerger la Luna detrás de la montaña, mientras a nuestras espaldas se ponía el Sol. Las explicaciones que habían dado Alberto y Juan iban cobrando vida: los cuatro puntos cardinales se nos hicieron evidentes, junto con la inmensa velocidad a la que nos movemos en el Universo, y de la que casi nunca somos conscientes: la Luna apareció en segundos.

Entre la medianoche y las cuatro de la mañana del domingo, el telescopio, guiado por las expertas manos de don Julio Nieva, nos la acercó hasta que la vimos en detalles; también a Júpiter y a cuatro sus lunas. Sólo unas pocas horas más tarde vimos salir el Sol en otro telescopio, más pequeño. “Este tiene filtros especiales; si intentáramos ver la imagen que reflejan los espejos pasaría esto...”, nos advirtió Alberto mientras acercaba al visor un lápiz. En menos de dos segundos el lápiz comenzó a humear. “Nos quemaría la retina”, añadió.

Seguimos aprendiendo mientras recorrimos cuesta arriba el sendero llamado “Desde el Big Bang hasta la aparición del hombre”, que nace en la ruta y va contando los hitos más importantes de la historia del Universo. Después, almuerzo y a  descansar, para esperar el pas de deux de la Tierra y la Luna, con el Sol como técnico de luces del majestuoso escenario del cielo.

EL OBSERVADOR MÁS PEQUEÑO. Miguel Parra Audi, de 7 años, en el telescopio. Foto de Luciana Díaz Jalil EL OBSERVADOR MÁS PEQUEÑO. Miguel Parra Audi, de 7 años, en el telescopio. Foto de Luciana Díaz Jalil

Las horas eternas

Dorita Nieva vino desde su casa, cerca de Amaicha, y nos dio de comer exquisitamente: primero trenza de anís y pastafrola que acompañaron el mate. Después arrancó con las pizzas caseras y las empanadas para la larga noche.

Cecilia Catuara y Mónica Audi, dos de las “expedicionarias”, enseñaron a plegar origami; Luciana Díaz Jalil sacó miles de fotos (algunas de las cuales acompañan esta nota), algunos decidieron estirar las piernas y se escaparon hasta Amaicha…

El mate siguió circulando, se puso el Sol y por fin la Luna se asomó desde detrás de los cerros. La ansiedad fue creciendo. “¿Qué hora es? ¿Falta mucho?”, preguntaba Miguel a cada rato. El tiempo parecía no pasar nunca. Los fotógrafos más experimentados de la expedición fueron instalando trípodes y probando cámaras; los más aficionados constataron que el celular no ayudaría mucho. ¿Pero qué importaba? Todos teníamos dos ojos abiertos inmensamente por el asombro.

Rojo, que te quiero rojo

Prácticamente una hora después de llegar a la cita la Luna recibió la primera mordida. Dicho con seriedad: se introdujo en el cono de sombra que proyectaba  la Tierra, y como consecuencia, poco a poco, su borde (el que nosotros veíamos a la derecha) fue oscureciéndose más y más... en tonos de rojo. La Luna y la sombra se habían encontrado y empezaban a abrazarse. Era lo que tanto habíamos esperado.

La sorpresa

En pocos minutos, el predio en el que habíamos caminado sin linterna, dejó de verse... y entonces llegó lo que deberíamos haber supuesto; pero nadie había pensado siquiera en ello: el pedacito pequeño de la Vía Láctea  que los ojos humanos llegan a ver (las miles y miles, y miles de estrellas que forman el Brazo de Orión y el de Sagitario) empezó a desplegarse sobre nuestra cabeza.

Así, mientras el telescopio mayor del observatorio captaba y transmitía en directo la danza de la Luna, el más pequeño permitía a los “expedicionarios” bucear en el cielo profundo y “visitar” constelaciones, cúmulos, nebulosas. A simple vista, además, estrellas fugaces cruzaban a toda velocidad la bóveda negra… Fue un privilegio. Y no fue el único: cuando la Luna empezaba a vestirse de rojo, supimos que en Tafí del Valle y en la ciudad estaba nublado. Ampimpa nos regaló la Luna de sangre y nos ayudó a ser conscientes de lo que Alberto sintetizó magistralmente: “somos (los seres humanos) la parte del Universo capaz de pensarse a sí misma”.

Eclipse lunar desde Ampimpa Eclipse lunar desde Ampimpa FOTO GENTILEZA DE LUCIANA DÍAZ JALIL
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