“No tengo fuerzas ni para llorar”

“No tengo fuerzas ni para llorar”

13 Octubre 2018

FERNANDO BERARDINELLI

MARATONISTA

Desde que habíamos aterrizado en Alemania, el otoño presentaba un marco cercano a la perfección para correr una maratón. Pero si algo tenía que pasar, pasará... El domingo 7 de octubre amaneció con lluvia, frío y viento.

A las 9.35 am, comienzo con la entrada en calor. A las 9.50, ingreso al sector de largada. Me saludo con un corredor de Arabia Saudita, que minutos antes -cruzando el puente Hohenzollern- me había preguntado cómo llegar. De fondo, el animador alienta.

Cabeza gacha. Ojos cerrados. El pensamiento en el plan de carrera. Espero el “ten... nine... eight... seven” (en inglés, obvio). La voz del locutor hace una pausa y el campanario de una iglesia cercana da las 10. Con el último campanazo, ahora sí, comienza la cuenta regresiva. ¡Pero en alemán!

Bordeando el río Rhin, los primeros cinco kilómetros son perfectos. En el kilómetro siete, a contramano, veo al puntero... Un kilómetro más adelante, ingreso a un barrio típico de la ciudad, para luego volver al río. Dos minutos por debajo de lo planificado, en el kilómetro 14, recibo el aliento de mí equipo. Aunque de la más pequeña de los integrantes sólo recibo un bostezo. Ellos me sorprenden con una bebida isotónica.

Continúo en carrera, sin dejar de asombrarme por el paisaje que regala una ciudad que hace poco más de 70 años fue bombardeada y destruida casi en su totalidad. De reojo, busco en mi Garmin el ritmo deseado. En el kilómetro 29, tal como lo habíamos previsto, mí equipo está presente para brindarme asistencia, otra vez. Ahora sí, la menor me aplaude y saluda con los brazos arriba (”¡vamos papá!”)

Todavía mí cuerpo no siente el dolor insoportable.

En el kilómetro 32 no me achico. Todavía sigo en carrera. Cuento los minutos para encontrarme con el team en el kilómero 38. Pero en el 37, siento que piso una pelota con el pie izquierdo. El viento y el frío me golpean de frente. En el kilómetro 38 apenas sostengo el vaso de Powerade y escucho: “ya está cansado el papá”. Sí. Y siento que me apuñalan los cuádriceps.

Paso el kilómetro 40 y todo es un martirio. Y, al fin, cruzo los 42.195 kilómetros más tarde de lo que imaginé. Eso no importa. No tengo fuerzas ni para llorar. Me abrazo bien fuerte al equipo. Y doy por finalizada la hazaña.

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