El odio no puede expulsar al odio

El odio no puede expulsar al odio

Tucumán ha sido la sede del Encuentro internacional sobre delitos de odio, discriminación e intimidación en la era de las redes sociales. El escenario de antagonismos crónicos de la Argentina, agudizado durante la última década y media, hace de este ciclo un momento de reflexión propicio y oportuno.

Nuestra sociedad se encuentra inmersa, respecto del debate público, en una lógica excluyente, cimentada en dicotomías. Mitad historia reciente, mitad estrategias políticas del poder, el clivaje (la divisoria de aguas de la opinión pública) más absoluto aún vigente es “peronismo vs. antiperonismo”. En la escena política actual vemos operar esa mirada binaria de la realidad, con otras versiones: “kirchnerismo vs. antikirchnerismo”, “macrismo vs. antimacrismo”.

Esa bipolaridad aplicada como único mecanismo de razonamiento para interpretar el presente institucional es acicateada constantemente a través del odio. Aquí la opción no es “uno u otro”, sino “uno o la eliminación de ese uno”. No es “A o B” sino “A vs. No A”. En esa opción no hay posibilidad de coexistencia. Ni hablar de consensos. Eso mismo, en esta era de las redes sociales, se puede comprobar todo el tiempo.

Los seguidores de un espacio político descargan toda clase de acusaciones, insultos y amenazas respecto de los militantes del otro sector. Y viceversa. Hace 15 años que viene siendo así. Unos sostienen que son los otros los que tienen toda la culpa de todos los males que acontecen. Los otros aseveran exactamente lo mismo.

Huelga decirlo: lo único que puede construirse a partir de este esquema son divisiones irreconciliables. Ninguno aceptará logros ajenos. Ninguno admitirá desaciertos propios. El resultado es una nación precaria: hay argentinos que no se reconocen en otros argentinos; o peor aún: que ven a otros compatriotas como enemigos. Ninguna democracia genuina puede admitir, ni mucho menos promover, el antagonismo de su pueblo. Sin embargo, el odio no sólo invade las discusiones, sino también los espacios públicos. Plazas, avenidas, hospitales y rutas fueron rebautizadas de la noche a la mañana, de manera unilateral, con mero ánimo revanchista. El mismo revanchismo promueve eliminar esos nombres, de un día para otro. En la precaria nación estragada de divisiones fratricidas, hay ciudadanos que ni siquiera pueden vivir una década sobre una calle que lleve el mismo nombre, porque las figuras públicas son ideales y demonizadas incesantemente, sin solución de continuidad.

La reciente discusión parlamentaria del proyecto de legalización de la interrupción voluntaria del embarazo no ha hecho más que confirmar que esa lógica dicotómica no se aplica exclusivamente a los debates de políticas partidarias, sino que es ya, prácticamente, una fórmula universal de razonamiento de los asuntos públicos. Los partidarios y los opositores de la legalización del aborto se han acusado, y aún hoy lo siguen haciendo, de ser partidarios de los crímenes más infames. En otras palabras, jamás debatieron: sólo se dedicaron a odiarse.

“La oscuridad no puede expulsar a la oscuridad; sólo la luz puede hacer eso. El odio no puede expulsar al odio; sólo la luz puede hacerlo”, fue la reflexión del reverendo Martin Luther King que se escuchó ayer en el encuentro sobre delitos de odio. Una de las traducciones que admite para la Argentina es trocar el país pensado para unos o para otros en una nación cuya lógica consista en reunir a unos y a otros.

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