Un teatro por otro, dice la ley

En la historia del país hubo varias normas que procuraron preservar e impulsar la actividad teatral. Es de máxima actualidad mencionar a la ley 14.800, sancionada en 1959. Es breve, concisa y de una enorme vinculación con Tucumán en momentos de luto por las víctimas del derrumbe del cine teatro Parravicini (o Grand Splendid en su nombre original). Una parte (mínima e incomparable) del dolor también alcanza a la pérdida de un espacio histórico en una ciudad diezmada de referencias arquitectónicas de que hubo un pasado, haya sido mejor, igual o peor que la actualidad. Borrar los mojones edilicios implica renegar de los antecesores; en este caso, de los hacedores culturales de hace casi un siglo.

La norma dice textualmente:

“Artículo 1: Declárase de interés nacional a la actividad teatral en todas sus formas y ramas.

Artículo 2. En los casos de demolición de salas teatrales, el propietario de la finca tendrá la obligación de construir en el nuevo edificio un ambiente teatral de características semejantes a la sala demolida.

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Artículo 3. Comuníquese al Poder Ejecutivo.”

Contundente. Indiscutible. Taxativa. E inútil.

Ocurre que en los 59 años que transcurrieron desde su aprobación, el Poder Ejecutivo Nacional nunca reglamentó la ley. Por ende, aunque no es letra muerta, no tiene aplicación exigible específica: falta que se imponga el plazo en el que el propietario del predio debe construir el nuevo lugar; definir la imposición de multas o castigos; determinar las obligaciones de las partes y, eventualmente, también establecer el uso y administración de la futura sala.

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Pese a esas lagunas, la norma se ejecutó ya en Tucumán, afirman los memoriosos como Lita Molina, del Teatro Estable. En San Martín 251 se levantaba el viejo teatro Belgrano, de clásica forma italiana en herradura y con palcos. Se lo tiró abajo y en su reemplazo se levantó la mole de hormigón que hoy es el Ente Cultural de Tucumán. No mucho antes de su inauguración, en 1973, alguien desempolvó la ley nacional y la alarma cundió cuando se leyó la letra que obligaba a reemplazar un teatro por otro. Así es que nació la sala Orestes Caviglia en el subsuelo, muy lejos del diseño original (recordar que la norma habla de “características semejantes a la demolida”). Ante la nada, se aceptó lo que había. Que el propio Estado incumpla, total o parcialmente, lo legislado parece ser de vieja data.

Hace seis años, dos diputados nacionales de la Coalición Cívica ARI, Horacio Piemonte y Carlos Comi, presentaron un proyecto de ley en el Congreso para darle más precisión a la norma. Respecto de las características que debería tener la sala de reemplazo a la derrumbada, establecían: “debe contar con la misma cantidad de butacas y dimensiones del espacio escénico de las del teatro preexistente”. Pero lo más importante era que imponían un “plazo para cumplir la obligación establecida en el artículo 2º de la presente ley de 365 días corridos a partir de la fecha en que se le conceda la autorización para demoler, y podrá ser prorrogado por igual periodo, en caso de obras de gran complejidad, por resolución fundada de la Secretaria de Cultura (hoy Ministerio) de la Presidencia de la Nación, con la intervención previa del Instituto Nacional de Teatro. En caso de venta o alquiler de la parcela una vez demolido el edificio preexistente la obligación recaerá en el nuevo propietario o inquilino”.

Los fundamentos de la iniciativa eran igual de claros y sólidos. “Se ha visto cercenada la voluntad de los legisladores que valiente y conscientemente votaron esa ley, porque hasta el día de hoy no se reglamentó (...). En estos 50 años se han demolido numerosos teatros en todo el país, muchas salas han sido transformadas o destinadas a otras actividades, e incluso una resolución del entonces Ministro de Economía de la Nación firmada liberó a los propietarios del emblemático Teatro Odeón de la Ciudad de Buenos Aires de cumplir con la obligación impuesta por la ley. Una acción de amparo interpuesta por el ciudadano Beltrán Gambier motivó que el Poder Judicial de la Nación anulara esa medida con considerarla ilegal y arbitraria”, afirmaron, respecto de una resolución de 1997, en pleno menemismo (irónicamente, el mismo año de la ley de creación del Instituto Nacional de Teatro, que está celebrando 20 años). Esta iniciativa perdió estado parlamentario.

No fueron los únicos en intentar darle vida a la ley 14.800. Hubo acciones judiciales de Poder Ciudadano y de diversas asociaciones de vecinos de la Capital Federal para preservar teatros, con suerte dispar. En 2000, se debatió en las comisiones del Senado de la Nación una actualización de las disposiciones y en 2006 la Cámara de Diputados emitió una declaración reclamándole al PEN su reglamentación, en era kirchnerista, sin respuesta alguna. Ahora es el turno de que se salden deudas, más cuando el ARI forma parte del Gobierno de Mauricio Macri.

“Los representantes del pueblo no deben permitir que los ciudadanos que defienden los bienes comunes, su historia y su cultura sean perseguidos por los que ven la ciudad sólo como un espacio para hacer negocios”, sostuvo hace casi un año (en junio de 2017) Octavio Martín, miembro de la asamblea en defensa del viejo cine teatro Urquiza en Parque Patricios de la Capital Federal. Sus palabras pueden suscribirse sin límites territoriales.

De nada sirve decir que lo del Parravicini fue un accidente, un hecho involuntario. Lo cierto es que, más allá de las irreparables vidas perdidas, el certificado de destrucción del sitio estaba dado desde que en su interior ya no había nada de lo inaugurado el 5 de julio de 1923. Su destino y su uso estaba tergiversado. Su espacio, mutilado. Su legado, derrumbado. Y todo esto aún cuando la fachada (nunca mejor usada esa palabra, que se identifica sólo con lo exterior, nunca con lo de adentro) seguía en pie.

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