Del Estado y la cultura

Del Estado y la cultura

Juan B. Terán objetaba el monopolio oficial.

JUAN B. TERÁN. Desde la izquierda, Terán, Miguel Lillo, el gobernador Miguel M. Campero y el ministro Tomás Chueca. JUAN B. TERÁN. Desde la izquierda, Terán, Miguel Lillo, el gobernador Miguel M. Campero y el ministro Tomás Chueca.

En “La salud de la América española”, su penetrante ensayo de 1927, el tucumano Juan B. Terán deploraba que, entre nosotros, se considerara que la cultura solamente podía venir de un “acto del Estado”. Así, se pensaba que al crear éste una escuela, crea una fuente de cultura. No se tiene en cuenta que tal cosa puede ser verdad, pero también puede no serlo.

Esto porque cultura no es ilustración. “No se la gradúa por la dosis de ciencia que poseamos”. Encierra “una porción que es sentimental; supone un desarrollo de la sensibilidad, en el que entra sin duda el cultivo de la inteligencia”. Y si eso es la cultura, se advierte que el Estado “no puede tener en sus manos el monopolio de la capacidad de crearla, ni esa capacidad por esencia”.

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Al hablar de la “creación cultural” oficial, nos detenemos en la simple apariencia. Un plan de enseñanza, un instituto docente, “sólo tienen el valor de los hombres que los hagan vivir”. Un hombre de verdadera cultura es “una fortuna considerable” y su influencia es vastísima. Terán soñaba con una institución cuyo único fin fuera “facilitar el contacto permanente de los jóvenes con los hombres superiores”. Un contacto que se diera no sólo en las aulas, como ocurre en las universidades, sino personal, al modo de Sócrates.

A pesar de todo lo que un hombre de cultura representa -decía Terán- América nunca había sido benevolente con ellos. Sus mejores personalidades terminaron proscriptas y esterilizadas por “la pasión y la vorágine políticas”.

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El destacado tucumano consideraba que la política había dañado la cultura al pretender monopolizarla. La acción cultural del Estado no es libre: debe someterse a las condiciones de la política, mientras que el verdadero educador “tiene el deber de no entregarse sin reservas a las verdades de su tiempo”.

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