El niño Lalo
16 Abril 2017

Por Raúl Courel - Para LA GACETA - Buenos Aires

El niño Lalo tenía 47 años cuando la muerte de su padre le dejó en herencia, por ser el primogénito, la casa de un campo de unas 70 hectáreas de monte bajo de arbustos y yuyos ásperos. Ahí se arreglaban para encontrar pastura unas 80 cabezas de ganado, vacas criollas, flacas y chúcaras, con dos o tres docenas de terneros y algunos toros de igual cría. Andar por ahí a caballo sin guardamonte era estropearse la ropa enganchándola en las ramas, rasparse entero con las espinas y sólo levantar polvo.

A esa altura, el niño Lalo, aunque ya las arrugas y la extensión de la calvicie mostraban que no estaba en el primer hervor, nunca había tenido otro trabajo que ocuparse del tal “campo”, que incluía, además de la parte que ahora era suya, unas 300 hectáreas que quedarían para sus tres hermanas. Las “niñas”, ya declaradas solteronas por haber pasado los 30 y sin miras de casarse, se habían dedicado a cuidar a su padre, viudo hacía tiempo, en cuyo viejo caserón vivían reducidas a la rutina de hacer mazamorra y pasar la escoba y el plumero sin muchas más salidas que ir a misa de nueve los domingos.

Aunque el niño Lalo tras dejar la primaria no había empleado su cabeza más que en los menesteres de la que sería su modesta heredad, no carecía de ínfulas, dándose corte de estanciero. El hombre solía aparecerse en las fiestas del pueblo en chaquetilla, bombacha y rastra de gaucho, facón en funda de plata cruzado en la cintura, botas acordeón, pañuelo al cuello y sombrero de ala ancha con el barbijo para atrás, montando un moro de paso, ensillado con un apero criollo que era de admirar y caracoleando entre los sulkys y el gentío. Si bien esa ostentación era la única que podía sostener, era para él confirmación suficiente de que era quién era y quién quería ser. Ninguna sombra de duda acerca de su lugar en el mundo, que ocupaba desde siempre y que continuaba y continuaría ocupando hasta que la parca lo disponga.

Así eran las cosas y el mundo del niño Lalo, así fueron y así serían, naturales y ciertas, tanto como presumir de potentado sin que la escasa hacienda fuera obstáculo alguno. Por eso era normal que, antes de que llegaran visitas a ese su campo, instruyera así a Ramón, el mozo que hacía de capataz: “Cuando llegue la gente y yo te pregunte cuánto es algo, al número que sea vos agregale siempre un cero”. “Sí patroncito”, respondía el hombre.

Ya delante de la gente, el niño Lalo, como quien viene a ponerse al tanto, decía: “Decime che, ¿cuántas vacas hemos vendido la semana pasada?”. “40 patrón”, respondía Ramón, cuando en verdad habían sido cuatro.

“¿Y cuántos peones están desmontando más allá del cerco”, preguntaba entonces. “30 patrón, 30”, era la respuesta, cuando en verdad eran tres.

La vida transcurría de este modo, en su acostumbrada armonía, tanta como estaba dispuesta a permitir la naturaleza que, más tarde o más temprano, hace de las suyas para perturbar el orden arraigado de las cosas. Sólo muy cada tanto, esa bonanza, que era la del espíritu del niño Lalo, sufría una ligera, casi imperceptible, turbulencia. Valga como ilustración la siguiente anécdota.

Tras algunos días de mucha lluvia habían llegado visitas al campo, teniendo lugar las acostumbradas charlas, el niño pregunta a su hombre de confianza, bien entrenado, como sabemos, en el hábito de multiplicar por diez cada dato de fortuna: “Y decime ¿cuántos milímetros habrán caído ayer?”. El mozo, sin pensarlo mucho, le suelta: “Como 1.000 mi patrón…Eso, 1.000”.

Fue entonces que una visita le lanza socarronamente: “Pero Lalo, ya no tenés terneros porque todos se te han ahogado bajo un metro de agua”.

© LA GACETA

Raúl Courel - Doctor en Psicología, psicoanalista, ex decano de la Facultad de Psicología de la Universidad de Buenos Aires.

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