ANTONIO TORRES. El conocido médico y hombre de letras en 1966, cuando presidía el Consejo Provincial de Difusión Cultural la gaceta / archivo
El doctor Antonio Torres (1891-1982) fue una singular e interesante figura de la vida tucumana. Médico, alguna vez político, literato, amigo y biógrafo de Miguel Lillo, el poeta Guillermo Orce Remis le dedicó una semblanza en “Seis destinos y otros rostros” (1963).
Escribió que Torres “supo crearse un mundo y vivir su propio sueño. Casi enseguida galanteó a la poesía, y la obtuvo. Y la conservó para siempre en un ambiente hecho de rechazos. Yo recuerdo este poema de largas resonancias: ‘Algarrobo tres veces centenario,/ eres mástil, antena, campanario,/ y una caja de música a la siesta/ con cigarras y pájaros de fiesta”…
Consideraba que “Antonio Torres padeció la medicina durante años, pero la poesía le seguía creciendo, envolviéndolo. Sé que daba clases de Anatomía en una Escuela de Comercio, y los tenedores de libros y los contadores en larva lo escuchaban hablar de los griegos y sus batallas en las Termópilas, en Platea. Y en más riesgosas aventuras, en inmortales jardines, y en el mito”.
Se defendía del embate eterno de la gente, de sus maquinaciones pequeñas, de la cicuta escondida. “Y la excentricidad y la agresividad de Torres fueron proverbiales. Y cada día y cada noche los seres de sus fantasías lo acosaban, desgarrándolo. Dos mundos, dos batallas. No es difícil terminar con el alma en harapos; con el espíritu consumido, arrancado por los bandos en pugna. Por eso pudo decir, en algún momento: ¡Soy el ave que canta y ha perdido sus ojos!”.
Así, “desde las tristes calles tucumanas hasta los campos del Acheral resonó su voz; sola y perdida en este simple mundo”, escribió Orce Remis.
Escribió que Torres “supo crearse un mundo y vivir su propio sueño. Casi enseguida galanteó a la poesía, y la obtuvo. Y la conservó para siempre en un ambiente hecho de rechazos. Yo recuerdo este poema de largas resonancias: ‘Algarrobo tres veces centenario,/ eres mástil, antena, campanario,/ y una caja de música a la siesta/ con cigarras y pájaros de fiesta”…
Consideraba que “Antonio Torres padeció la medicina durante años, pero la poesía le seguía creciendo, envolviéndolo. Sé que daba clases de Anatomía en una Escuela de Comercio, y los tenedores de libros y los contadores en larva lo escuchaban hablar de los griegos y sus batallas en las Termópilas, en Platea. Y en más riesgosas aventuras, en inmortales jardines, y en el mito”.
Se defendía del embate eterno de la gente, de sus maquinaciones pequeñas, de la cicuta escondida. “Y la excentricidad y la agresividad de Torres fueron proverbiales. Y cada día y cada noche los seres de sus fantasías lo acosaban, desgarrándolo. Dos mundos, dos batallas. No es difícil terminar con el alma en harapos; con el espíritu consumido, arrancado por los bandos en pugna. Por eso pudo decir, en algún momento: ¡Soy el ave que canta y ha perdido sus ojos!”.
Así, “desde las tristes calles tucumanas hasta los campos del Acheral resonó su voz; sola y perdida en este simple mundo”, escribió Orce Remis.








