
ÓLEO SOBRE LIENZO. La persistencia de la memoria, también conocido como Los relojes blandos, de Salvador Dalí, pintado en 1931.

Por Adfolfo Colombres - Para LA GACETA - Tucumán
Otra concepción de la eternidad la considera un flujo circular, que se mueve, pero para regresar al mismo punto, repitiendo un ciclo indefinidamente. No es la más aceptada por los filósofos, aunque acaso sí la más poética, la que prefieren los mitos y se relaciona incluso con el cine. Cuando Heráclito decía que el tiempo devuelve indefinidamente a todos los seres a su punto de partida, estaba de hecho hablando de esta eternidad cíclica, que dio origen al mito del eterno retorno, al que Mircea Eliade le dedica un largo ensayo.
Fue San Agustín quien, en el libro once de las Confesiones, ahondó en la idea de que en la eternidad no hay sucesión, sino una presencia (o un presente) total y simultánea, aunque ya Parménides había dicho en sus hexámetros que ella no ha sido nunca ni será, porque es. Pero no se trata de una yuxtaposición mecánica del pasado, el presente y el porvenir, sino de algo más esplendoroso: la simultaneidad de esos tres momentos del tiempo, o de la síntesis de ellos. Congregamos las dichas de un pasado en una sola imagen, nos decía Borges en su Historia de la eternidad. Los ponientes diversamente rojos que miro cada tarde, serán en el recuerdo un solo poniente. Añade que con la previsión (futuro) pasa lo mismo: las más incompatibles esperanzas pueden convivir sin estorbo. Y termina definiendo a la eternidad como el estilo de un deseo. Se podría interpretar este aserto poético como que es el deseo el que plasma esa síntesis, al seleccionar la imagen que contendrá a todas las imágenes semejantes, y que estas serán más bellas y potentes cuanto más refinado sea el estilo, o la poética del sujeto.
En concesión a dicha poética, se podría admitir no la inmovilidad pura ni los largos ciclos que se repiten, sino breves secuencias de gran densidad de sentido que rotan con extrema lentitud, como fotogramas de un filme ralentizado al máximo, para potenciar la imagen. Es decir, mucho menos que 24 fotogramas por segundo. Esto nos lleva a pensar la eternidad como un recorte de unos pocos hechos o imágenes saturadas de sentido para el sujeto que la construye. Borges aprobaba ese artificio espléndido que nos libra, aunque sea fugazmente, de la intolerable opresión de lo sucesivo. Y a menudo estos recortes no provienen de un complejo proceso de condensación del sentido, sino de imágenes arbitrarias, que no surgen de los grandes espacios de la felicidad, sino de los rincones más secretos, ya cubiertos de telarañas y olvido. Claro que concepciones ambiciosas, como la de Boecio, la ven como la total y perfecta posesión de una vida interminable, lo que la acerca más a una escatología cristiana que al resplandor efímero de lo numinoso. Porque hay que desligar el concepto de la eternidad de lo que trasciende la vida humana. Los imaginarios del paraíso son válidos en la medida en que significan la vida terrenal, y dejan de serlo cuando la niegan en función de un más allá. Esa vida interminable a la que alude Boecio parece chocar con toda poética y los mecanismos sintéticos del arte. Porque en lo interminable anidan más el tedio y la insignificancia que la concentración del sentido. Sin recorte, con las decisiones estéticas que ello implica, no hay poesía ni significado profundo alguno.
Fuga
Las teorías de la eternidad pueden verse como una fuga del tiempo y de la duración, esa continuidad irreversible en la que se inserta nuestra existencia, en la que el pasado ya fue, el futuro no ha sido aún y bien puede no llegar, y el presente es apenas un punto que separa ambas formas del abismo de la nada. Más que acción, nuestra vida es memoria e interpretación de las experiencias que nos tocaron, y una anticipación de lo que procuramos ser y hacer. O sea, la fuerza poderosa del deseo se sitúa en esta anticipación, en las tensiones, a menudo dolorosas, que nos arrastran hacia un objeto o un estado del ser. Pero esta lucha contra el paso del tiempo y la búsqueda de islotes de permanencia no debe ser interpretada como una evasión hacia el tiempo cósmico, al que ya caracterizamos, sino más bien como una incursión a los núcleos del mito, o una mitogénesis. Es decir, una forma, por momentos desesperada, de destilar el aceite esencial de las experiencias, del que se nutre el arte.
Alberto Rougès, en su libro Las jerarquías del ser y la eternidad, supera esa impotencia de la realidad física o exterior, condenada a no poseer jamás actualmente ni un pasado ni un futuro, porque su ser no es más que un instante volátil, al instituir un tiempo interior o espiritual, el que, a diferencia de la realidad física, participa siempre, en menor o mayor grado, de la eternidad. En él, futuro y pasado nacen y crecen juntos, formando un todo indivisible, una totalidad sucesiva. Esto queda vedado a la realidad física, pues su mismo carácter instantáneo fuerza a las concepciones filosóficas sobre ella a optar, si desean alcanzar cierta coherencia, entre un ser sin acontecer o un acontecer sin ser. La vida espiritual, por el contrario, va creándose a sí misma en un proceso continuo que, lejos de privarla de identidad, la fortalece. Se da en ella la posesión simultánea de los tres momentos o éxtasis del tiempo, pues el pasado supervive en el presente, moldeándolo, y también el futuro, en tanto anticipación, está vivo en el presente y lo moldea. O sea, en su concepción, el futuro dependerá siempre del pasado, y también el pasado (por las diferentes lecturas que de él se irán haciendo) del futuro, por lo que no habrá hasta el final un pasado concluido e irremediable. Si el presente fuera siempre presente, sin convertirse en pasado, sería ya eternidad, dijo alguien. Sí, pero se trataría de una eternidad hueca, vaciada de sentido.
Posesión total
La eternidad es así para Rougés, en primera instancia, la posesión total del tiempo (o de lo más significativo de él, se podría acotar) por parte de un sujeto. A medida que este toma posesión de su pasado y su futuro se va acercando a su propia eternidad, aunque al promediar de camino deberá superar las barreras del yo, su punto de vista individual, y asumir, en una segunda instancia, la realidad viviente de la que forma parte, la historia y destino de su pueblo y de la humanidad entera. Quien se olvida un poco de sí mismo para recuperar la memoria compartida de un sujeto colectivo, defender sus valores y luchar por su realización en el tiempo y el espacio, habrá alcanzado no solo la plenitud del ser, sino también la eternidad misma.
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Adolfo Colombres - Escritor y antropólogo. Premio Konex de Letras. Su próximo libro es La poética de lo sagrado.








