Tres días como voluntaria salesiana en Lwena, África

Tres días como voluntaria salesiana en Lwena, África

Tres días como voluntaria salesiana en Lwena, África
03 Septiembre 2014

El primer impacto al llegar a Lwena es la basura que se esparce por toda la ciudad. En estas tierras de postguerra, donde la paz se firmó hace apenas 12 años, no hay recolección domiciliaria ni luz eléctrica, más que en un reducido sector del centro, como tampoco hay agua corriente. Todo fue destruido durante los 27 años que duró la guerra civil en Angola. Las calles son de tierra -salvo en unas pocas cuadras del corazón urbano-, más bien de arena color ladrillo, con grandes pozos que hacen imposible el tránsito de vehículos que no sean cuatro por cuatro. Las bicicletas han sido reemplazadas por motos que van y vienen a toda velocidad.

“¡Chinesis!”, nos gritan unos niños sonrientes. “¿Qué dijo?”, pregunto a una voluntaria uruguaya, Andrea Martínez, que me acompaña hasta la casa de las voluntarias donde viviré por tres días junto a ella y a otra joven argentina, María de Jesús Bruno, adelante, simplemente Marijé. “Para ellos todos los blancos somos chinos. Nos ven a todos iguales”, se alza de hombros como diciendo “vas a tener que acostumbrarte”. Al día siguiente comprobé que los chinos están por todas partes: construyendo casas, haciendo caminos, manejando minibuses de trabajo. En Lwena a los chinos se los llama también “amigos”, porque es la única palabra que saben decir en portugués.

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El bullicio de voces infantiles es permanente. Señal de que entramos en territorio salesiano. El Centro Juvenil Don Bosco, un elefante blanco de tres pisos, es lo primero que se ve. Al frente, como es caraterístico de estas misiones, está la cancha, donde siempre hay chicos jugando. En el mismo terreno, un tanque herrumbrado ha quedado olvidado desde los tiempos de la guerra. La arena fina anaranjada ha inundado mis zapatillas, medias incluidas. En la esquina del complejo salesiano hay un lugar enrejado con 12 bachas de cemento en su interior, donde un enjambre de mujeres lava a mano montañas de ropa. Es el “xafaris”. Los sacerdotes lo construyeron para que las mujeres no tengan que ir a lavar al río, como hace el resto del pueblo. De ahí también sacan agua y llevan a sus casas en bidones que cargan sobre sus cabezas. Pero el agua no es gratuita. Cuesta un dólar (equivalente a 100 kwanzas, la moneda de Angola) los 100 litros (es menos de que les cobra el gobierno, que también reparte agua en tanques en forma domiciliaria).

Por la misma calle veo una hilera de chicos que caminan cargando sillas de plástico en la cabeza. “A dónde van?”. “A la escuela”, contesta Andrea. “En los colegios salesianos hay asientos, pero en las escuelas públicas los alumnos deben llevar sus propias sillas”. Al día siguiente descubrí que no sólo faltan sillas, sino también aulas, porque he visto que muchas clases se dan a la sombra de un árbol, con el pizarrón empotrado en la corteza, y los chicos se sientan en troncos acostados.

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“Acá estamos. Esta es nuestra casa”, anuncia frente a una vieja casona señorial de construcción portuguesa. Es grande y fresca, con techos altos. Cada voluntaria tiene su habitación. El piso es de madera y desde lo alto de las camas caen tules mosquiteros. “La cena es a las 20 y el desayuno a las 7, en la casa de los padres”, me indica.
- “¿Donde hay agua?” - “En la heladera, entrá y servite lo que quieras. Recordá que por estos tres días esta es tu casa. Los padres bancan todo lo que ves aquí, podés comer y beber lo que quieras”, dice sin mirarme Andrea que ya está en su computadora, desentendida de su tarea de darme la bienvenida. Así me convertía en una voluntaria más. 

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