El hombre no puede alimentarse sólo de realidad, dicen los filósofos. Necesita cosas -relatos, experiencias, hechos- que le permitan transformar las pequeñas circunstancias de su vida en algo significativo y precioso para compartir con los otros. Por eso es tan necesaria la cultura. Esa cultura que alimenta, sobre todo, nuestra dimensión humana. Sin embargo, en esta Argentina populista que suele revivir cada 10 años los mismos calvarios desoladores, esta dimensión humana es despreciada hasta lo imposible. Lo que importa hoy -según el relato oficial- es producir y consumir. No existe otra variable. No importa la otra dimensión. Ahora bien, esta suerte de ausencia de esencia está tan arraigada, que ya ni siquiera hay conciencia de ella. Es más: las medidas que se toman a nivel educativo, tienden a empeorarla. Y esto se puede insinuar mediante algunos interrogantes. Por ejemplo: los valores culturales dominantes ¿hacen más felices a las personas? La tendencia pedagógica a educar casi exclusivamente para ejercer una profesión ¿no descuida acaso otros aspectos tanto o más importantes como son los morales, artísticos y filosóficos? La afición colectiva y desmedida por el fútbol ¿no es el síntoma más claro de una sociedad grotesca en la que una mayoría ha dejado de disfrutar con la cultura y el pensamiento?
En su obra “Sistema económico y rentístico de la Confederación Argentina”, Juan Bautista Alberdi dijo cosas como estas: “Los argentinos hemos sido ociosos por derecho y holgazanes legalmente. Se nos alentó a consumir sin producir. Nuestras ciudades capitales son escuelas de vagancia, de quienes se desparraman por el resto del territorio, después de haberse educado entre las fiestas, la jarana y la disipación”. Duro ¿no? Pero, como si no hubiera sido lo suficientemente claro, también agregó esto: “Nuestro pueblo no carece de alimentos, sino de educación. Y por eso tenemos pauperismo mental. En realidad nuestro pueblo argentino se muere de hambre de instrucción, de sed de saber, de pobreza de conocimientos prácticos y de ignorancia de hacer las cosas bien. Pero, sobre todo, se muere de pereza, es decir, de abundancia. Quieren pan sin trabajo, viven del maná del Estado y eso los mantiene desnudos, ignorantes y esclavos de su propia situación”. ¡Sin palabras! Demoledora radiografía de nuestro ser nacional. Una verdad que nos demuestra lo poco que hemos aprendido y evolucionado. Es decir, hoy estamos casi igual que en los tiempos de Alberdi. ¿O no?... ¿No es acaso el olvido nuestro gran pecado? Ese olvido que es parte de la memoria pero que, en esta provincia es también sinónimo de ignorancia... En las escuelas, por ejemplo, los chicos aprenden a contar, a leer, a calcular y a mirar el mundo a través de una computadora. Sin embargo, se les enseña poco y nada sobre algunos conceptos fundamentales como la solidaridad, las buenas costumbres, el respeto a las normas, la ética, la honestidad y las delicias de una comunicación “cara a cara”. No aprenden a vivir y a convivir como “seres humanos”, sino como competidores potenciales. Como extraños en constante pugna. Y también como entidades aisladas que pueden existir sin la presencia del otro. De allí tanta violencia en la calle, en las escuelas, en los hogares; tanta histeria exacerbada... tanta paranoia.
Por eso el desafío de la sociedad actual sea, tal vez, empezar a escribir de otra manera nuestra historia. Recuperar, por ejemplo, la idea de que el trabajo dignifica y que la limosna agrede; que la ociosidad no es una virtud como lo plantea la televisión, sino una deshonra como lo planteaba Alberdi, y que la tan promocionada distribución de la riqueza siempre implica, en la Argentina, la explotación del sector social más desprotegido. Recuperar, en definitiva, el orgullo de ser personas bien nacidas que supieron entender y capitalizar su pasado para poder escribir otro futuro.
En su obra “Sistema económico y rentístico de la Confederación Argentina”, Juan Bautista Alberdi dijo cosas como estas: “Los argentinos hemos sido ociosos por derecho y holgazanes legalmente. Se nos alentó a consumir sin producir. Nuestras ciudades capitales son escuelas de vagancia, de quienes se desparraman por el resto del territorio, después de haberse educado entre las fiestas, la jarana y la disipación”. Duro ¿no? Pero, como si no hubiera sido lo suficientemente claro, también agregó esto: “Nuestro pueblo no carece de alimentos, sino de educación. Y por eso tenemos pauperismo mental. En realidad nuestro pueblo argentino se muere de hambre de instrucción, de sed de saber, de pobreza de conocimientos prácticos y de ignorancia de hacer las cosas bien. Pero, sobre todo, se muere de pereza, es decir, de abundancia. Quieren pan sin trabajo, viven del maná del Estado y eso los mantiene desnudos, ignorantes y esclavos de su propia situación”. ¡Sin palabras! Demoledora radiografía de nuestro ser nacional. Una verdad que nos demuestra lo poco que hemos aprendido y evolucionado. Es decir, hoy estamos casi igual que en los tiempos de Alberdi. ¿O no?... ¿No es acaso el olvido nuestro gran pecado? Ese olvido que es parte de la memoria pero que, en esta provincia es también sinónimo de ignorancia... En las escuelas, por ejemplo, los chicos aprenden a contar, a leer, a calcular y a mirar el mundo a través de una computadora. Sin embargo, se les enseña poco y nada sobre algunos conceptos fundamentales como la solidaridad, las buenas costumbres, el respeto a las normas, la ética, la honestidad y las delicias de una comunicación “cara a cara”. No aprenden a vivir y a convivir como “seres humanos”, sino como competidores potenciales. Como extraños en constante pugna. Y también como entidades aisladas que pueden existir sin la presencia del otro. De allí tanta violencia en la calle, en las escuelas, en los hogares; tanta histeria exacerbada... tanta paranoia.
Por eso el desafío de la sociedad actual sea, tal vez, empezar a escribir de otra manera nuestra historia. Recuperar, por ejemplo, la idea de que el trabajo dignifica y que la limosna agrede; que la ociosidad no es una virtud como lo plantea la televisión, sino una deshonra como lo planteaba Alberdi, y que la tan promocionada distribución de la riqueza siempre implica, en la Argentina, la explotación del sector social más desprotegido. Recuperar, en definitiva, el orgullo de ser personas bien nacidas que supieron entender y capitalizar su pasado para poder escribir otro futuro.
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