Moreno, un benefactor olvidado

Moreno, un benefactor olvidado

Mendocino radicado en Monteros y primer propietario del ingenio Santa Lucía, don José Federico Moreno destinó su considerable fortuna a edificar escuelas y pabellones de hospital. Nuestra ciudad le debe un tributo.

ESCUELA MÁRMOL, EX MORENO. Un árbol con enormes raíces sombrea el patio del frente. ESCUELA "MÁRMOL", EX MORENO. Un árbol con enormes raíces sombrea el patio del frente.
En la esquina Rivadavia y Santiago, se alza un muy importante edificio escolar. A través de la verja se puede apreciar, en su patio exterior, un árbol con enormes raíces por las cuales trepan los chicos en sus juegos.

Fue una de las escuelas que fundó don José Federico Moreno: en lo alto de la fachada, está, en relieve, la leyenda "Escuela José Federico Moreno". Pero es sólo simbólica. Ocurre que al establecimiento, desde hace varias décadas, le cambiaron el nombre inicial. Hoy se llama Escuela "José Mármol". Cuando se pregunta la razón, explican que es porque, en Monteros, existe otra escuela "Moreno" y no se pueden admitir dos del mismo nombre.

Singular injusticia

Y entonces uno se pregunta dos cosas. La primera es por qué razón no van a denominarse así ambas, si fue José Federico Moreno quien costeó las dos construcciones. Y la segunda pregunta, es qué inconveniente real hay en que una escuela de la Capital repita el nombre de la existente en Monteros. Piénsese que escuelas "San Martín" o "Belgrano", hay en todos los puntos de la provincia.

En fin, hay que concluir que se trata de una medida absurda que en algún momento tomó la autoridad educativa, con desdén y con ingratitud respecto a la memoria de Moreno. Se la debiera rectificar, y restituir al establecimiento el nombre de su benefactor.

No es suficiente que, en el "hall" de entrada, a la izquierda y en la penumbra, esté un busto de Moreno. O que permanezca -aunque medio tapada por la pintura de la pared- la antigua placa de mármol que indicaba el nombre original, sobre la entrada al patio.

Comienzos en Mendoza


Merece la pena dar noticias sobre la personalidad de don José Federico Moreno. No tenemos demasiados filántropos en Tucumán, y este hombre fue, sin duda alguna, uno de ellos. Tenía una personalidad austera y rehuía la figuración. Lo poco que se sabe de su vida, consta en una conferencia que, en 1933, ofreció el viejo educador José R. Fierro en el Círculo del Magisterio, y que se editó en folleto. Moreno nació en Mendoza el 10 de abril de 1840. Los padres se dedicaban al cultivo de la vid y José Federico, como sus hermanos, empezó como dependiente en una tienda en esa misma ciudad. Trabajó muy duro y logró con los años forjarse una posición.

Cuenta Fierro que era gran lector y que los libros le despertaron un incontenible entusiasmo por conocer el mundo.

Industrial azucarero

Finalmente, pudo viajar a Europa un par de veces. Recorrió detenidamente España y Francia. Vuelto a Mendoza, trató de establecerse de nuevo; pero los viajes lo habían rodeado de una injusta fama de "inconstante y demasiado entregado a la vida de aventuras". Entonces, dijo adiós a la ciudad natal y buscó ambientes nuevos.

Trabajó en Buenos Aires, en Córdoba y finalmente llegó a Tucumán. Se afincó en Monteros con una pequeña tienda, a la vez que se dedicaba a la agricultura. Se hizo de buenos amigos y de buenos consejeros, como Félix Aguinaga y los hermanos Gerardo, Rogelio y Francisco Costanti. Finalmente, dice su biógrafo, pudo comprarse "el campo de los Zerda" y empezó a trabajarlo con infatigable dedicación.

"Con aprobación de sus amigos de Córdoba, don Vicente Castro, don Silverio Gordillo y otros, y sobre todo con los alentadores consejos de sus amigos de Tucumán y Monteros, constituyó una sociedad de capitalistas y pudo fundar el ingenio 'Santa Lucía', su obra de honor y de positivo provecho", cuenta Fierro.

Caridad en silencio

Pasaron los años. Poco a poco se fueron retirando los socios, y José Federico Moreno quedó como dueño total de la fábrica. Era la época de euforia económica previa a la crisis de 1890. Se abrían bancos y fluían los préstamos. Moreno no se dejó marear. Utilizó el crédito con mucha discreción y cuidó de pagarlo puntualmente. Contrató operarios franceses para el ingenio y ensanchó notablemente su cañaveral.

Según Fierro, la primera obra de bien público de Moreno fue ayudar, con valiosos donativos, a la fundación y al mantenimiento del Hospital de Monteros. "Cuantas veces acudían a su escritorio las damas de la beneficencia monterense, salían bien satisfechas: pero siempre prevenidas para guardar sigilo, pues el señor Moreno no permitía que su nombre fuera mencionado", advierte Fierro. "Le gustaba dar, a condición de que no se hicieran resonar sus dádivas".

Días de tristeza

Era un hombre robusto y apuesto, pero nunca se casó. Tuvo un hijo fuera de matrimonio, y se empeñó en darle la mejor educación. Lo envió entonces a Europa. Desgraciadamente, el joven "se mareó con los halagos de la fortuna, se creyó un Don Juan conquistador: el vicio lo precipitó en lances de amor y murió en duelo, batiéndose por una dama antes de llegar a la edad de la conscripción".

El suceso entristeció profundamente a Moreno. Tratando de superarlo, duplicó su actividad. Claro que se empezó a agriar su carácter: se convirtió en "un hombre taciturno, de prematura vejez". Pero siguió siendo caritativo en silencio: costeó muchas veces los estudios de jóvenes que querían graduarse en la Universidad. En el testimonio de Fierro, Moreno "vestía de blusa y poncho, sombrero de grandes alas y altas botas hasta cubrirse los muslos". Con ese atuendo, "diariamente recorría el campo y revisaba los cultivos".

Antes de partir

Comenzó a viajar con frecuencia a Buenos Aires, a Córdoba, a Mendoza. A pesar de las mil oportunidades que tuvo, no quiso enredarse jamás en la política, donde su condición de acaudalado industrial le hubiera abierto, sin duda, todas las puertas.

Un día, resolvió sacarse de encima el ingenio Santa Lucía. Lo vendió y convirtió su fortuna en dinero efectivo. Pero como empezaba sentirse enfermo, se preocupó de disponer un destino para sus considerables bienes. Tras consultar con algunos amigos, redactó un testamento.

Dispuso que su fortuna se dedicase íntegramente a la construcción de edificios escolares y de salas de hospital en San Miguel de Tucumán, Monteros, Santa Lucía, Mendoza y la Capital Federal. Designó al doctor Luis Beláustegui como encargado de hacer cumplir su voluntad. Pidió que no se construyera mausoleo alguno para sus restos, y que sólo se marcara con una sencilla lápida el lugar donde lo sepultaran.

Singular generosidad

Un día, en Buenos Aires, se sintió seriamente enfermo. Ni bien pudo levantarse, pasó a Córdoba y allí murió a los pocos días de llegar, el 10 de marzo de 1905. Concluido el juicio testamentario, a las obras para Tucumán le correspondió la entonces muy importante suma de 385.000 pesos. Una comisión formada por el ex gobernador Tiburcio Padilla, el doctor Patricio de Zavalía y el ingeniero Oronte Valerga, actuando como contador J. Alfredo Pecastaing, se encargó de ejecutar los legados.

Así, se construyó la escuela "José Federico Moreno" (93.396,37 pesos); otra escuela con el mismo nombre en Monteros (76.630,43 pesos) y otra en Santa Lucía (17.896,95 pesos). Asimismo, se invirtieron 95.733,23 pesos en ensanchar y amoblar el hospital de Monteros, y 104.036,96 pesos en dotar de nuevos pabellones y mobiliario al hospital San Miguel (luego hospital Santillán), de nuestra ciudad. Tales números, mirados hoy, no llaman la atención, pero entonces eran cuantiosos.

Deuda de gratitud

Otras sumas fueron destinadas a refacciones en el Hospital Padilla y al Colegio de las Hermanas Dominicas en Monteros. El resto, se repartió entre tres congregaciones caritativas. El pabellón que costeó en el Hospital de Clínicas de Buenos Aires llevaba su nombre -no sabemos si lo conserva- y también la maternidad de Mendoza, así como una calle de su ciudad natal.

Los restos de Moreno reposaban en el cementerio cordobés de San Jerónimo, bajo una pequeña cruz de mármol negro donde constaban su nombre y la fecha de la muerte. El 4 de diciembre de 1977, fueron traídos a la necrópolis de Monteros, donde están ahora.

Tucumán mantiene sin saldar una elocuente deuda de gratitud con don José Federico Moreno. Debiera pagarla restituyendo su nombre a la escuela de Rivadavia y Santiago, que se erigió con su legado. Y también debiera incluirlo en la nomenclatura de calles de esta ciudad, tan abundante en bautismos de escaso mérito.

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