La casa de Freud

La casa de Freud

Por allí pasaron las histéricas Lucy, Emma, Elizabeth; el hombre de las ratas; el hombre de los lobos; sus discípulos Abraham, Rank, Sachs, Ferenczy, Brill, Jones, Jung. Allí se creó un nuevo saber que postuló que el yo no es el dueño de su alma.

08 Septiembre 2013

Por Alfredo Ygel

PARA LA GACETA - VIENA


Es un hermoso día de sol este domingo de primavera en Viena. Poca gente circula por las calles cuando salimos desde la boca del metro, justo frente al impresionante edificio neogótico de la iglesia Votiva. La calle Bergasse se halla detrás de la iglesia y logramos encontrarla luego de preguntar a varios vecinos. La ansiedad hace que apuremos el paso mientras caminamos por la angosta vereda. Por fin un gran cartel desde lo lejos nos anuncia que estamos arribando a la casa de Sigmund Freud. Las dos grandes hojas de la puerta permanecen cerradas y, sobre ellas, un cartel que dice 19 Bergasse. Es emocionante estar a punto de entrar en lo que fue su consultorio y el lugar donde vivió con su familia desde 1891 hasta que emigró a Londres en 1938, escapando del nazismo con la ayuda de su discípula, la princesa Marie Bonaparte, y de la presión de la comunidad científica internacional.

Miro el empedrado por donde ahora circulan los autos, esas mismas piedras por las que en tiempos de Freud pasaran los carruajes tirados por caballos. No puedo dejar de pensar en Juanito, el niño de la fobia a los caballos que por intermedio de los relatos de su padre Max Graf, fue analizado por Freud en esta misma casa.

La casa no presenta ningún movimiento y no hay señales de cómo acceder al entrepiso. Tocamos un timbre que nadie atiende durante varios minutos. De pronto se abre la puerta y una persona con simpatía nos indica que debemos subir al primer piso.. Esa puerta debía ser franqueada por quienes venían a consultar al Dr. Freud abandonando el espacio publico para internarse en el intimo espacio del consultorio donde relataban sus angustias, sus inhibiciones, sus síntomas.

Histéricas
Subo las escaleras que me llevan al consultorio y la casa separados solo por una puerta que dividía el lugar de trabajo de la vida familiar. Por esta misma escalera subieron Lucy, Emma, Elizabeth, esas famosas histéricas que le traían al Herr Professor sus conversiones histéricas, donde convertían sus conflictos psíquicos en manifestaciones somáticas. Traian sus disneas, palpitaciones, parálisis de brazos o de piernas, ataques de angustia, síntomas que en la indagación de Freud remitían a situaciones traumáticas sexuales de la niñez. Y fue junto a sus histéricas que Freud inventó el psicoanálisis, allí donde descubrió que sufrían de reminiscencias, que su pasado olvidado retornaba en sus síntomas, que sus fantasías sexuales reprimidas determinaban sus trastornos. Cómo no recordar que fue una de sus pacientes histéricas la que le pidió que no la interrumpiera y la dejara seguir hablando, cosa que Freud aceptó, prescribiendo la escucha del lado del analista y la asociación libre por parte del analizante.

Al entrar en las habitaciones que fueron sala de espera y gabinete de trabajo la emoción me desborda. Estoy en la casa del maestro, aquel que con su enseñanza me abrió al saber de los mecanismos del psiquismo, quien me permitió a través de mi propio análisis descubrir las marcas de mi historia que determinan mi presente, quien me ayudó a descubrir la raíz inconsciente de mis deseos y elecciones, quien influyó a través de sus descubrimientos a que dedicara mi vida a acompañar a otros en el develamiento de su propia verdad. Se me hicieron presentes las innumerables veces que en mi práctica aparecía la figura del maestro. Sus textos teóricos, los casos de su clínica no sólo marcaron el rumbo de mi trabajo con mis analizantes, sino que confieso que en algún momento de obstáculo en mi clínica se atravesaba un "¿cómo lo habría pensado Freud?" o "¿qué hubiese dicho en este momento?". Y ahora yo estaba allí, donde condujo sus análisis, donde escribió acerca de los casos que lo interrogaban, donde escribió y dio estatuto teórico a sus investigaciones.

Dora
Entro en la sala de espera. Me imagino que en esta misma sala esperaba el hombre de las ratas, el famoso paciente Ernst Lanzer, quien lo consultó en 1907 a partir de torturantes pensamientos obsesivos. Aquí seguramente estuvo sentada Dora, la jovencita traída por su padre a la consulta por una amenaza de suicidio. Aquella que Freud interroga diciéndole "¿qué tienes que ver tú, en el desorden del cual te quejas?", frente a las denuncias de la joven sobre que su padre la entregaba a un hombre a cambio de tener una aventura amorosa con la esposa de este. Inversión dialéctica que constituye una pista decisiva para el trabajo clínico con la histeria. En estos sillones estuvo también la muchacha que desafió a su padre y la moral victoriana de la época cortejando públicamente a una dama de escasa reputación. Esa joven que le enseñó a Freud que se puede tener sueños mentirosos.

Deambulo por los cuartos de la casa mientras observo fotografías, objetos, una pocas estatuillas arqueológicas, manuscritos, una libreta con su agenda de turnos, el sillón donde él se sentaba. Recorro silencioso, como si fuera un templo, los distintos ambientes, como lo hacen los innumerables turistas que ya entrado el mediodía fueron llegando al museo.

El famoso diván no está, como no están los más de 3.000 objetos antiguos coleccionados por Freud con pasión obsesiva. Esa obsesión que compartía junto a las de viajar y fumar. El diván y las piezas arqueológicas son exhibidos en su última casa en el 50 de Maresfield Garden, ese bellísimo y tranquilo barrio de las afueras de Londres.

Discípulos
Regreso a la sala de espera donde se encuentra el mobiliario original donado por su hija, la pionera del psicoanálisis con niños, Anna Freud. Cómo no pensar en las reuniones psicoanalíticas de los miércoles que se hacían en esa sala. Allí se congregaban sus primeros discípulos: Abraham, Rank, Sachs, Ferenczy, Brill, Jones, Jung. Nombres que dejaron sus huellas en los importantes aportes que realizaron a la nueva ciencia psicoanalítica.

Vuelvo al estudio y me paro frente a una ventana. Desde lo que hoy es un patio imagino el jardín que veía Freud cuando sus ojos descansaban de su tarea. El árbol que se ve tras el ventanal habrá evocado al viejo maestro al árbol donde están los siete lobos blancos del sueño de su paciente, el noble ruso, Sergei Pankejeff, el hombre de los lobos. Este toma ese nombre a partir de ese sueño de su infancia relatado a Freud, quien liga la mirada de los lobos a la observación por parte del niño del coito entre sus padres.

Testimonios
Sí, la Bergasse 19 es una casa poblada. Pacientes, psicoanalistas, fotografías familiares, retratos de artistas, fotos con sus discípulos. Testimonios de lo que sucedió en esta casa donde se creó un nuevo saber que postuló que el yo no es el dueño de su alma, revolucionando de este modo el pensamiento de la humanidad. Un saber que marcó y dio nuevo rumbo al destino de gran cantidad de seres humanos que descubrieron a través del método psicoanalítico la verdad que se esconde en su sufrimiento, liberándose así de sus padecimientos. Casa que habita en cada uno de los psicoanalistas que fuimos tocados por el fuego sagrado de lo que el maestro Freud transmitiera. Casa por la que psicoanalistas, analizantes, gente de la cultura, del arte, como en una especie de peregrinación laica, pasan en algún momento de la vida para absorber, una vez mas, la llama viva que dejara el viejo maestro Freud.

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