Una noche mágica en medio de la Puna

Una noche mágica en medio de la Puna

Por Pedro León Cornet - Antiguo Veraneante

02 Enero 2013
A mediados de 1970 se prohibió la cacería en los cerros (en rigor, arriba de los 2.000 metros). Así llegó el final de una larga tradición en las cumbres que rodean Tafí del Valle. Especialmente, la cacería de los guanacos que suelen pastar en las cimas de los cerros Muñoz y El Negrito. Antiguos estancieros, luego veraneantes o simples cazadores, se aventuraban a las escarpadas alturas persiguiendo a las tropas de animales de buen tamaño, en lo que significaba una de las pocas posibilidades de caza mayor en estas tierras.
Lo curioso y destacable es que las presas obtenidas jamás quedaban para los cazadores. Cada guanaco era aprovechable en unos 50 kilos de carne destinada al charqui. Este alimento consiste en lonjas de carne salada y secada al aire libre, muy apreciado para la preparación de distintas comidas que los lugareños de Tafí utilizaban particularmente en los rigurosos inviernos. También se usaban la lana para tejidos, y el cuero para fabricar lazos y otros enseres. O sea que todas las presas obtenidas se entregaban a los pobladores: por ello muchos lugareños se ofrecían como baqueanos o acompañantes de los cazadores. Estos ponían sus propias cabalgaduras, en cuyos lomos cargaban los guanacos ya destripados para bajarlos de las cumbres. He visto algunas veces traer hasta dos juntos en el mismo caballo.
Los cazadores nunca fueron depredadores, ya que ponían límites al número de piezas por conseguir, siempre de acuerdo con la cantidad de acompañantes y de cabalgaduras que salían en cada excursión. Las cacerías se realizaban principalmente al comenzar el otoño, debido a que en el verano era riesgoso por las tormentas: la nieve, el garrotillo y el intenso frío impedían la aventura durante el invierno.
Nunca fue una cuestión sencilla: preparar toda la logística, conseguir buenos caballos, armar un grupo coherente y trepar los cerros sin senderos -por lugares muy escarpados- era algo que requería un esfuerzo importante. Y a eso había que sumar el problema que representaba la puna, mal de altura que afecta a muchos provocando dolores de cabeza, mareos y fatiga.
En una de las últimas cacerías que participé, un buen amigo que -como tantos otros- sufría con la puna, muy previsor, había llevado un tubo de oxígeno pequeño, con una máscara adecuada para socorrerse cuando arreciase el malestar. Los cazadores dormíamos a la noche en pequeñas carpas, de a dos en cada una. A mí me tocó compartir con el amigo del que hablo. Esa noche, alrededor del fogón, todos comían un asado y narraban sus peripecias del día. Como yo me sentía muy cansado y afectado por la puna, me dispuse ir a acostarme en la carpita. Mi amigo, generoso, me dijo que aspirara un poco de oxígeno del tubo que había llevado. Agradecido, me recosté, puse la máscara en la cara y abrí el paso del oxígeno. Aquello debió  haber sido mágico, ya que casi de inmediato entré en un sueño placentero. Lo cierto es que mi amigo, horas después, llegó a la carpa para disfrutar de su oxígeno y se encontró con que el tubo ya se había agotado… Sus imprecaciones deben haberse escuchado más allá de los cerros, mientras yo disfrutaba de mi mejor noche en la cumbre. 

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