Puede caer un "transa", pero el negocio no

Puede caer un "transa", pero el negocio no

La muerte de un joven adicto reavivó las denuncias de las madres sobre la venta deliberada de drogas. La Policía realizó casi 200 operativos en los últimos tres años y, sin embargo, el narcotráfico avanza en los barrios que bordean al río Salí. Los consumidores tienen miedo y piden ayuda. Los vecinos exigen ayuda social para sacar a los chicos de las calles

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Los estrechos y laberínticos pasillos parecen no tener fin. En la Costanera Norte, a cualquier hora, aparecen los jóvenes, sentados en el piso, rodeados de desperdicios, con una pipa en la mano, con la mirada perdida, derrotados. Cerca de una gruta del Gauchito Gil, se los puede encontrar haciendo cola para conseguir una dosis de "paco". Al frente, una pared perforada por balazos es la señal de algo que los vecinos repiten con convicción: el poder de los "transas" (vendedores de drogas) en los barrios que rodean el río Salí sigue intacto pese a los casi 200 procedimientos antidrogas que realizó la Policía en los últimos tres años.

Los disparos se escuchan casi todas las noches. Si los consumidores no pagan o se meten en líos, los "transas" usan las balas, detallan las madres de adictos. Ellas duermen vestidas, siempre listas para salir corriendo si hay una emergencia. Ocurrió hace una semana, cuando murió José Daniel Palavecino, de 16 años. El crimen sucedió en Yamandú Rodríguez y Honduras, dos de las calles más denunciadas por los vecinos por la venta de "paco" a los jóvenes. En estas arterias hubo una decena de allanamientos. Y, sin embargo, el avance de los dealers es irrefrenable.

Las "Madres del Pañuelo Negro" han sacado cuentas: en 10 cuadras de La Costanera, en el sector de la capital, hay más de 100 "transas". Si se tienen en cuenta otros barrios pertenecientes a Alderetes y a Banda del Río Salí, la cifra se triplica, aseguran.

"Sí, es cierto que la Policía hizo muchos allanamientos. Pero los que fueron presos dejaron a sus familias trabajando. Y se sumaron otros vecinos a la venta de paco", denuncia Dora Ibáñez, mientras hace memoria y señala todos los sitios adonde ha visto las imágenes más tristes y dolorosas: "ahí amanecen tirados como perros los chicos, después de haber pasado la noche drogándose; ahí es donde las chicas ofrecen su cuerpo a cambio de unos pesos para comprar drogas; ahí fue asesinado Walter Santana hace casi cuatro años".

La muerte de Walter marcó un antes y un después en el barrio. Porque destapó el drama del narcotráfico y del consumo en la zona. "En la misma casa donde falleció el muchacho siguieron vendiendo drogas tiempo después, hasta que los atraparon. Entonces, se mudaron unos metros más allá y continuaron con el negocio", detalla la mujer, que perdió un hijo adicto en 2010.

Urgencias
Cualquier esquina de La Costanera es lacerante. Las urgencias son lacerantes. Dos pequeños saltan entre los líquidos cloacales y se apartan rápidamente al advertir la llegada de un carro tracción a sangre. "Cuidado que pinchamos una goma", grita Andrés Palavecino, que viene de recorrer la villa en busca de cartones. Es lo que hacen la mayoría de los que habitan la zona. Tiene 19 años. Nació allí. Se crió allí. Ahora que asesinaron a su hermano está buscando zafar. Cuenta que desde hace cuatro días no fuma "paco". Y que no pasa ni cerca de la casa de los "transas". Tiene miedo. "Quisiera recuperarme de mi problemita", dice en voz baja. A su sonrisa le faltan dientes. Y alegría, sobre todo. "Ya estoy cansado de estar descalzo", reniega, antes de empezar a contar un poco de su historia. "Empecé a drogarme a los 14 años. El 'paco' es lo peor que me pasó. Te deja duro, re loco. Un papelito dura dos secas. Y te desespera. Tenés que salir a robar sí o sí para poder seguir consumiendo", describe el joven, que nunca fue a la escuela, que le gustaría alguna vez aprender a leer y escribir. Es flaco, desgarbado, algo tímido, y con rasgos aniñados. Resulta difícil imaginarlo en una situación amenazante.

Andrés habla sobre el negocio de los transas. "Están por todos lados. Basta que grites en cualquier parte '¿quien tiene la ricona (así le dicen a la basura de la cocaína)?' para que aparezcan un montón. En los últimos tiempos se arriesgan menos. Les piden a los adictos que salgan a vender. Le dan droga a cambio del trabajo", detalla.

El y otros jóvenes que están buscando dejar las drogas refuerzan lo que denuncian los vecinos: que cuando un dealer es detenido, el negocio no termina. Horas después ya hay otra persona que abrió el negocio y sigue con la venta. En La Costanera, no hay una banda en particular, sino varias que están bien organizadas, y armadas. Los narcos cuentan con colaboradores que les avisan de la presencia de visitas extrañas por las calles. A veces, esos contactos están en la propia Policía, aseguran.

Los puestos de venta de "paco" son regenteados principalmente por mujeres. Ellas suelen ser las que más se entregan a la Policía porque pueden pedir prisión domiciliaria. Los "transas" casi nunca acopian la droga para vender en la casa donde viven. A los compradores les aceptan dinero y objetos robados, detallan.

"Ellos han ganado la batalla, son los dueños de todo esto. Lo único que nos queda es sobrevivir; y eso ya es mucho", asegura Manuel, tío del joven asesinado la semana pasada. El también está buscando un lugar para internarse.

Las madres Dora Ibañez, Elsa Juárez, Blanca Ledesma, Daniela Torres, Viviana Rojas y Teresa del Carmen Luna piden a gritos auxilio. Dicen que ya no quieren seguir viviendo en ese infierno. "Exigimos droga cero, que saquen a todos los 'transas' y que no vuelvan más. Hasta ahora, de todos los que detuvieron sólo un 20 % está en la cárcel. El resto sigue como si nada envenenando nuestros hijos", reclaman.

También piden asistencia para sus hijos. Y que haya trabajo para que cuando vuelvan de una internación no retornen a la vagancia y a la drogas. Admiten que hubo intentos oficiales de alejar a los chicos de la calle. Se formó un equipo de fútbol y se abrió un centro de capacitación. Pero todo duró poco, y volvieron al olvido y a la calle. Ahí están. Sin otra pretensión que pasar el tiempo. Todos con la pipa, que inspiran hasta que la cabeza se les nubla. "¿Qué hacemos? Nada", dice Andrés. Y se ríe. Y ríen todos sus amigos. Con una risa vacía, lastimosa.

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