El gigantesco Virreinato del Río de la Plata

Una jurisdicción administrativa que abarcaba no solo la actual República Argentina, sino también las actuales Bolivia, Uruguay y Paraguay.

ESCUDO Y FIRMA DEL VIRREY. Armas de don Pedro de Cevallos, primer virrey provisorio del Plata. El definitivo sería Juan José de Vértiz. ESCUDO Y FIRMA DEL VIRREY. Armas de don Pedro de Cevallos, primer virrey provisorio del Plata. El definitivo sería Juan José de Vértiz.
04 Marzo 2010
En las décadas finales del siglo XVIII, la actual República Argentina constituía el Virreinato del Río de la Plata. Pero el inmenso territorio de esa jurisdicción abarcaba mucho más. En realidad, comprendía también las actuales repúblicas de Bolivia, hacia el norte, y de Paraguay y de Uruguay, hacia el este. Es decir que, abarcaba "desde el Desaguadero, cerca del Cusco, hasta el Cabo de Hornos, por el sur, y desde las más altas cumbres nevadas de los Andes hasta las fronteras portuguesas con el Brasil, y hasta el océano".

El rey de España -amo absoluto de estas tierras, a quien asesoraba el Consejo Real y Supremo de Indias- había creado la magna división administrativa, desgajándola del Virreinato del Perú, al que había pertenecido hasta entonces. Alentaba varios propósitos. Estos iban desde la necesidad de frenar la penetración portuguesa en el Plata y preservar el océano Atlántico de los extranjeros, hasta el no menor requerimiento de mejorar la administración de sus enormes posesiones en esta parte del mundo.

Al principio, en 1776, la creación fue provisoria, y se nombró "virrey, gobernador y capitán general" a don Pedro de Cevallos. Pero al año siguiente, y a pesar de que los problemas militares habían sido resueltos, la corona dispuso que el Virreinato sería definitivo, con su capital en Buenos Aires. El primer virrey titular fue Juan José de Vértiz, primero de los once que gobernaron desde esa ciudad hasta 1810.

Algún historiador ha hecho notar que en tal rol de cabeza que se otorgó a Buenos Aires (que en ese momento no era la región más importante de la actual Argentina) puede verse el comienzo del proceso de desequilibrio que aqueja a nuestro país. Tan grande era, en efecto, el poder del virrey, que todo iba a deformarse desde entonces en beneficio de la ciudad en que aquel residía.

A la creación del Virreinato seguiría, en 1782-83, otra medida administrativa muy importante: la implantación del sistema de Intendencias. De acuerdo a una ordenanza del monarca, el Virreinato quedó dividido en ocho de ellas: la Intendencia de Buenos Aires, que era a la vez capital del Virreinato; la Intendencia de Salta del Tucumán (con capital en Salta y jurisdicción sobre ella, Jujuy, San Miguel de Tucumán, Santiago del Estero y Catamarca); la Intendencia de Córdoba del Tucumán (que abarcaba Córdoba, como capital, Mendoza, San Juan, San Luis y La Rioja).

Las otras eran la Intendencia de Asunción del Paraguay, la Intendencia de Cochabamba, la Intendencia de La Paz, la Intendencia de La Plata y la Intendencia de Potosí, con los gobiernos subordinados de Montevideo, Las Misiones, Moxos y Chiquitos.

Cada una de estas divisiones estaba regida por un "gobernador intendente", quien podía nombrar subdelegados. Junto con el sistema intendencial, se creó la Junta Superior de la Real Hacienda. El intendente dependía del Superintendente de la Real Hacienda. Pero, como el sistema se encajó sin modificar el anterior, el virrey mantenía cierta supremacía sobre aquel funcionario, y tuvieron frecuentes roces por cuestiones de rango.

Se ha valorizado todo esto señalando que "bajo el aspecto político y administrativo, la colonia española del Río de la Plata tuvo, en el virrey, la unidad de régimen político; y en los gobernadores intendentes, la descentralización en la diversidad de los gobiernos locales". Lo que "habría de ser, más tarde, semilla de sus libertades populares y fuente principal del sistema federal de gobierno".

Los virreyes tenían un formidable poder en todos los terrenos. Ganaban fantásticos sueldos: 40.000 pesos anuales era la retribución del de Buenos Aires. En realidad, eran "reyes en pequeño". En torno suyo se constituía una verdadera corte, con todas sus etiquetas: en Lima, esto llegó a verdaderos extremos de lujo y corruptela. Su autoridad prácticamente no tenía límite. Eran jefes supremos de las fuerzas armadas de tierra y mar, y tanto podían distribuir nombramientos militares como dictar indultos o sobreseimientos en causas criminales.

Claro que las leyes establecieron respecto de los virreyes una serie de prohibiciones personales. Por ejemplo, les estaba vedado adquirir propiedades dentro de su jurisdicción. Tampoco podían casarse con mujeres que residían en la misma, ni ser padrinos de casamiento o de bautismo.

Por cierto que debían obedecer las disposiciones que el monarca y el Consejo enviaban desde España. Pero, como estas autoridades estaban demasiado lejos, a veces resolvían unilateralmente que el cumplimiento no convenía: al pie de la cédula real, escribían la providencia "guárdese y cúmplase". Que, según la ironía de un contemporáneo, en los hechos significaba "guárdese en el archivo y cúmplase con sólo haberla leído". Es decir, se la acataba pero no se la ejecutaba. De más está decir que estas corruptelas desnaturalizaron con demasiada frecuencia las leyes, en su mayoría bien intencionadas, que quedaron así reducidas a la mera letra.

En teoría, el virrey duraba cinco años en su cargo, pero el rey podía tanto removerlo cuando quisiera, como dejarlo en la función mucho tiempo después de aquel plazo.

Al término de su gestión, el virrey debía someterse al llamado "juicio de residencia", que en principio abarcaba a todo funcionario y luego se redujo a los de muy alto rango. Un oidor enviado por el monarca convocaba a presentarse a todo aquel que tuviera quejas contra el ex magistrado, por los actos que ejecutó durante su función. El comisionado escuchaba a los acusadores y a los defensores, y elevaba todo el expediente al Consejo de Indias, a quien correspondía el fallo definitivo. Pero, si el "residenciado" tenía buenos padrinos en España, era bastante probable que todo quedase finalmente en la nada.

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