La máquina de la memoria

La máquina de la memoria

Por Carmen Perilli para LA GACETA - Tucumán.

03 Junio 2007
Mi historia personal está unida a Cien años de soledad.  Fue la lectura de aquella primera edición del barquito, en una siesta interminable en Aguilares, lo que me volcó definitivamente hacia la literatura y hacia la escritura. Innumerables incursiones en sus páginas dieron lugar a mi tesis y sigue siendo indispensable en las clases donde vuelvo sobre el mundo del colombiano una y otra vez. Daniel Alberto Dessein me desafió a recorrerlo de otra forma, haciendo un balance. Y volví a ser la lectora atrapada en ese mundo sorprendente que, a cada instante, me asalta con invenciones. Cada lectura se torna una aventura incomparable y el libro se transmuta en espacio desconocido y misterioso.
Si hay que reivindicar un valor entre los muchos que pueden atribuirse a la novela es la revalorización del papel de la narración inscripta una y otra vez en un libro que apuesta no sólo a la figura del autor sino, y fundamentalmente, a la del lector. El crítico Julio Ortega dice que García Márquez convierte la lectura en el acto novelesco por excelencia. Creo que no hay afirmación más acertada. No sólo nos convoca a la lectura sino que la escenifica. ¿Qué es Melquíades sino un lector en una cueva misteriosa y el último Aureliano un lector que llega hasta la muerte y el abandono del hijo con cola de cerdo comido por las hormigas? Ese último Aureliano, despojado del apellido Buendía, lee porque en la lectura se le va la vida y, sobre todo, su identidad. Se lee a sí mismo y a los suyos. Aunque la novela comienza con la voz del Aureliano soldado, quien muere al final es Aureliano lector. El libro suscita la voracidad de las grandes narraciones, aquellas que se desean interminables. Nosotros, lectores, nos sentimos incluidos en la ceremonia de la lectura. Macondo desaparece en el instante en el que terminamos la última línea.
El escritor se apropia, sabiamente, de la cadencia de la comarca oral. Desde la primera línea la fábula recoge el hilo de la memoria, pero también el del olvido. El autor está oculto y omnipresente al mismo tiempo. Dentro de su relato las escrituras se multiplican, casi siempre en manos de hombres. Melquíades escribe los pergaminos; el Patriarca, sus mapas; Aureliano, poemas de amor; Pietro, sonetos, canciones y cartas; Arcadio, bandos mortales.
Entre las críticas, demasiadas quizá, que he leído, hay un libro de Varanini que denuesta a la obra, acusándola de construir una imagen falsa de la realidad, un espejismo encantador y enajenante. Este argumento no se sostiene ya que el mundo erigido cala en el imaginario cultural e histórico de nuestro continente. En esta nuestra geografía de utopías y fracasos, donde todo parece recomenzar, de historias interrumpidas por los ciclones de incontables dictaduras, vivimos con el miedo de sufrir la suerte de Macondo, la ciudad de los sueños y espejismos del fundador que, en las últimas páginas del libro, es “arrasada por el viento y desterrada de la memoria de los hombres... porque las estirpes condenadas a cien años de soledad no tenían una segunda oportunidad sobre la tierra”. Pensemos en la historia de Tucumán y sus ingenios, el próspero universo de la industria azucarera que pareció convertirse en polvo, con pueblos enteros condenados a desaparecer.
En el discurso del Premio Nobel García Márquez dice que la realidad latinoamericana “no es la del papel, sino que vive con nosotros y determina cada instante de nuestras incontables muertes cotidianas, y (que) sustenta un manantial de creación insaciable, pleno de desdicha y de belleza, del cual este colombiano errante y nostálgico no es más que una cifra más señalada por la suerte. Poetas y mendigos, músicos y profetas, guerreros y malandrines, todas las criaturas de aquella realidad desaforada hemos tenido que pedirle muy poco a la imaginación, porque el desafío mayor para nosotros ha sido la insuficiencia de los recursos convencionales para hacer creíble nuestra vida. Este es, amigos, el nudo de nuestra soledad”. En un texto posterior denuesta a la Real Academia Española por ignorar en su diccionario, “ese terrible esperpento represivo”, la relación entre fantasía e imaginación, ponderando a esta última como la herramienta de la gran literatura. En entrevista a Apuleyo Mendoza, define la novela como “una representación cifrada de la realidad, una especie de adivinanza del mundo. La realidad que se maneja en una novela es diferente a la realidad de la vida, aunque se apoye en ella. Como ocurre en los sueños”.
Entre otras invenciones José Arcadio Buendía, fantasea con una máquina de la memoria que le permita registrar todas las maravillas: “El artefacto se fundaba en la posibilidad de repasar todas las mañanas, y desde el principio hasta el fin, la totalidad de los conocimientos adquiridos en la vida. Lo imaginaba como un diccionario giratorio que un individuo situado en el eje pudiera operar mediante una manivela, de modo que en pocas horas pasaran frente a sus ojos las nociones más necesarias para vivir”. Los libros son un archivo de la historia, un modo de procesar nuestra realidad. García Márquez reivindica el poder mítico de la escritura como relato que hace posible la conservación de la memoria. Cien años de soledad es su máquina de narrar la historia continental. Al leerla nos reconocemos como parte de ella. (c) LA GACETA

BIBLIOGRAFIA

- García Márquez, Gabriel, Cien años de soledad, Buenos Aires: Sudamericana, 1967.
- Discurso del Premio Nobel, 1982.
- El olor de la guayaba, Buenos Aires, Sudamericana, 1982.
- “Fantasía y creación artística en América Latina y el Caribe”, en Cultura y creación intelectual en América Latina, coordinado por Pablo González Casanova, México, Siglo XXI Editores, 1984.
- Ortega, Julio, “Gaborio”; Diario El Universal, México, 3 de marzo de 2007.
- Varanini, Francesco, Viaje literario por América Latina, El Acantilado. Barcelona, 2006.