Cómo conocí a Gabriel García Márquez

Cómo conocí a Gabriel García Márquez

Por Ernesto Schoo para LA GACETA - Buenos Aires.

03 Junio 2007
Aquella noche de noviembre de 1966, mientras el avión descendía sobre la constelación de luces de la Ciudad de México, yo me preguntaba con cierta inquietud sobre el personaje a quien Primera Plana me había encomendado entrevistar para una nota de tapa que se editaría seis o siete meses después. Gabriel García Márquez. ¿Quién lo conocía? Colombiano, 38 años, casado, dos hijos, algunas novelas y algunos relatos publicados en su tierra y en México, país este último en el que residía desde seis años atrás. Al parecer, en 1965, tras un año y medio de dedicación exclusiva, había terminado la novela que lo obsesionaba desde siempre. Poco más de 300 páginas (1.300 cuartillas escritas a razón de ocho horas diarias, sin contar el material descartado), donde se desplegaban la realidad (atroz, a menudo) y la leyenda (poblada de desmesuras, sueños frustrados e imaginación desbordante) de la América criolla. Sería también el catálogo de maravillas evocadas en su infancia por una abuela de cuya boca el pequeño Gabo aprendería las tradiciones y las consejas, los milagros y los espantos que poblaron los días y las noches de la pequeña ciudad, Aracataca (que él llamaría Macondo), en la que había nacido, en 1927.
Me remito a mis impresiones, tal como las registré en la nota (publicada en Primera Plana, número 234, 20 al 26 de junio de 1967; la primera entrevista hecha al escritor por un medio argentino): "Lo que predomina en García Márquez, a primera vista, es el pelo. La cara, de rasgos fuertes, veteados por los restos de un acné juvenil, lucha a nariz partida con una maraña pilosa que se le encrespa en la cabeza, se le derrama como flecos encima de los párpados ("Mercedes - su mujer - siempre me dice que me peine las cejas cuando me retratan") y se remansa, por fin, en el bigotazo rotundo. No es alto, debe de andar por el metro 70, o 72, pero tiene obviamente el orgullo de su cuerpo bien hecho. Camina como si en la planta de los pies le crecieran resortes, con un paso saltarín y, a la vez, tan aplomado y denso como el del cowboy de las películas cuando avanza por la calle principal del pueblo".
Lo que más me impresiona, sin duda, es su capacidad de hablar sin pausa durante largo, larguísimo rato, en el español de Colombia que es el más puro de Sudamérica. "Pero es una delicia oírlo hablar (vuelvo a citar mi texto de hace cuarenta años), porque su conversación tiene el mismo encanto, ligeramente arcaico, y el sabor legendario de sus relatos, donde la realidad se hace fantástica y la fantasía, realidad". Pasé una semana en México DF, arrullado por ese encanto. Desde el primer momento nos entendimos. Tal vez porque, además de las pasiones literarias, al comparar nuestras infancias cercanas en el tiempo (yo le llevo dos años) aunque lejanas en el espacio, descubrimos que en esos años fundamentales habíamos compartido, sin saberlo, unos caserones poblados de fantasmas (él en Colombia, yo en la llanura bonaerense) y sendas abuelas pródigas en cuentos añejos y recuerdos de familia, a menudo terroríficos.
Vivían los García Márquez, Gabo, Mercedes y sus dos hijos varones -Rodrigo, por entonces de 8 años, hoy conocido director de cine, y Gonzalo de 4- en una casa de departamentos, moderna, sencilla, de dos pisos, en el elegante barrio de San Angel Inn (algo así como nuestro Belgrano R, con toques de San Isidro: sólo que allá el estilo colonial de la edificación es del siglo XVIII y abunda en la riqueza ornamental del barroco mexicano). Me enteré, sin haberlo preguntado, de que pagaban 200 dólares mensuales de alquiler. Me invitaron a almorzar, en ese primer día, y fui con una inquietud: ¿qué me darían de comer? La estrepitosa comida mexicana es incompatible con mi acidez crónica; para mi alivio y asombro, nada más parecido a nuestro menú porteño cotidiano: fideos con manteca y queso, milanesa con papas fritas, del postre no me acuerdo. Al entrar, nos recibió la mucama india, inmensa y descalza. La saludé y me contestó, sonriente, en una lengua ignota: "No te preocupes -me aconsejó Gabo-, no habla más que náhuatl".
¿De qué hablamos durante esa semana? De libros, naturalmente. Antes de mi partida, Tomás Eloy Martínez -jefe de redacción de Primera Plana y factótum de esta andanza- me había deslizado apresuradamente, en un bolsillo, un librito mínimo, una suerte de separata, Monólogo de Isabel viendo llover en Macondo. Lo leí durante el viaje: me deslumbró. El manejo del idioma, la plasticidad y exactitud de la prosa eran incomparables. García Márquez me regaló, días después, un ejemplar de El coronel no tiene quien le escriba (Ediciones Era, México, 1961), leído a las apuradas, entre una charla con el autor y otra, con la misma fascinada atención.
"Cien años?" era otra cosa: un desborde de aventuras, un torrente de desaforadas metáforas, un esplendor verbal inusitado, nunca artificioso ni autocomplacido. Según me confió Gabo, en su génesis están, entre otros, "Las mil y una noches", "Gargantúa y Pantagruel", "El libro de buen amor" del Arcipreste de Hita y -no tan insólitamente como parecería en principio- "Orlando", de Virginia Woolf. Este último en la magnífica traducción de Borges, edición original de Sur, retomada luego por Sudamericana en su colección Horizonte. "Gracias a esas ediciones argentinas - recalcó - los escritores jóvenes latinoamericanos pudimos estar al tanto de la mejor literatura del mundo en esos años". Cuando, tiempo después de mi regreso, le transmití este comentario a Victoria Ocampo, ella se asombró y se alegró, a la vez: "Fijate -me dijo-, me pasé la vida tratando de tender un puente entre América y Europa, y resulta que en realidad lo tendí dentro de nuestro propio continente".
Llegó el momento de registrar gráficamente nuestro encuentro. Ante todo, pasé el domingo de esa semana en casa de los García Márquez, en compañía de dos parejas de entrañables amigos del matrimonio: el gran escritor, colombiano también, Alvaro Mutis (el creador de Makrol el Gaviero) y su mujer, y otro compatriota, Jomí García Ascot y su encantadora esposa, la española María Luisa Elío (a quienes está dedicada "Cien años?"). Allí, con ayuda de Mercedes y María Luisa, obtuve varias fotos, de las que conservo algunas donde estoy (a los 41 años: "fiera venganza la del tiempo", como dice el tango) sentado junto a los dueños de casa. Al rato, aunque mis capacidades como paparazzo son más que discutibles, salimos, Gabo y yo, para hacerle unas tomas en exteriores. "¿Qué me pongo? - rezonga él - ¡No tengo nada que ponerme!". "No le hagas caso - me acota Mercedes-, no te imaginas la cantidad de ropa que tiene, qué sé yo, como cien pulóveres, son su pasión, y camperas y medias de colorinches".
Por fin, Gabo se decide por la que llama "la chaqueta de salir en colores" -¡y vaya si es en colores: a grandes cuadros rojos y negros, un escándalo! (la misma con que llegaría a Ezeiza, siete meses después)- y salimos a buscar lugares propicios. Los que por cierto abundan en San Angel. Elegimos la calle, yo en la vereda, él en la calzada. Ocurre que la acera está un poco elevada, como ocurre en algunos pueblos de la provincia de Buenos Aires, y es desde allí que gatillo el disparador. Por ese desnivel, y la postura de Gabo -casi como un boxeador que avanza hacia la conquista del título mundial, o como el cowboy de marras-, cuando la foto aparece en la tapa del número 234 de "Primera Plana", la mayoría de los lectores se convence de que el escritor es alto, y se desilusiona un poco cuando lo conocen personalmente en Buenos Aires.
Ya de vuelta en la Argentina, a fines de ese año recibí un cariñoso mensaje de Gabo y una botella de ron de Jamaica, que me duró una eternidad. Luego, el tiempo, la distancia, mi timidez y acaso su aureola de gloria fueron alejándonos. Pero, como es de rutina en estos casos, puedo decir, con sentimiento auténtico, que jamás he olvidado ni olvidaré aquel encuentro en la Ciudad de México. Más aún: creo que le debo a García Márquez -y a Tomás Eloy- la mejor nota que he escrito en medio siglo, y algo más, de labor profesional. (c) LA GACETA