A los 73 años murió Martin Parr, cronista del paraíso insoportable

Una vez Martín Caparrós dijo que ser fotógrafo es registrar la realidad para contarla: contar lo que existe, lo que todos podrían ver si supieran cuándo, dónde, cómo. Eso es lo que hacía Martin Parr.

A los 73 años murió Martin Parr, cronista del paraíso insoportable
Daniel Medina
Por Daniel Medina Hace 5 Hs

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Hace falta otra mirada.

En estos días —cuando la simpleza democratizadora de la tecnología permite que casi cualquiera registre su porción de mundo— lo que escasea no son imágenes sino puntos de vista. Hay fotos por todas partes, una proliferación hasta el vértigo, y sin embargo algo se repite. Como si una sola persona hubiera estado allí siempre, apretando el botón una y otra vez.

A los 73 años murió Martin Parr, cronista del paraíso insoportable

En las fotografías de eventos sociales o de viajes turísticos incluso se advierte una búsqueda deliberada del lugar común. Se supone que una imagen es buena si confirma lo que se espera de ella. Los fotógrafos contratados reproducen el modelo establecido —y exigido—; los invitados hacen lo mismo con sus pequeñas máquinas de capturar recuerdos. Todos colaboran, con entusiasmo, en la continuidad de una mirada estereotipada.

¿Cómo escapar de esa apología de lo previsible?

Hace falta, otra vez, otra mirada.

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Arlindo Machado dice que “la fotografía es siempre un eje de indicadores de posición ideológica, consciente o inconsciente, del fotógrafo en relación con aquello que es fotografiado”. El lugar común en los registros de fiestas y viajes dice menos del mundo que del deseo de quien toma la foto. Hay ahí una necesidad —casi desesperada— de eternizar el instante, de detener el tiempo. Una relación afectiva, indulgente, con lo fotografiado. Cuando esa simpatía no aparece, la imagen suele descartarse.

Susan Sontag lo formuló con crudeza: aunque la cámara parezca un puesto de observación, el acto de fotografiar no es nunca pasivo. Fotografiar es tomar partido, afirmar que las cosas están bien como están, que ese statu quo merece prolongarse al menos el tiempo necesario para lograr “una buena imagen”. Incluso cuando lo fotografiado es el dolor o el infortunio ajeno.

Un punto de vista distinto solo puede sostenerlo alguien capaz de mantener una distancia crítica frente a lo que tiene delante.

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La vuelta de tuerca que propone Martin Parr se juega ahí: en la relectura de un tópico gastado —el ocio, la abundancia, la felicidad socialmente codificada— que todavía tiene demasiado que decir. Parr hace la anti-foto. No persigue lo “bonito”, porque una foto bonita suele ser una foto tranquilizadora, obediente, políticamente correcta. Parr quiere otra cosa: contar las historias que están a la vista pero que nadie quiere mirar con atención.

El mejor aliado de Parr en esa operación de demolición es el humor. El humor desacraliza. Quita a las cosas su barniz de naturalidad, las devuelve a su condición de artificio. En ciertos contextos —políticos, sociales— es también una forma de supervivencia, la única vía para decir lo indecible. El humor permite salir de la diplomacia, que suele parecerse demasiado a la hipocresía, y lanzar una verdad que el otro tolera apenas, con una sonrisa forzada. “Nunca te tomes en serio algo que no te haga reír”: la frase condensa bien esa lógica.

El verdadero antónimo del humor no es la seriedad, sino la solemnidad. Y el humor de Parr, paradójicamente, se alimenta de aquello que parece combatirlo. Uno de los temas recurrentes de su obra son las fiestas y eventos de las clases más pudientes. Pero donde una revista de sociedad encontraría glamour, Parr se detiene en la vulgaridad, en el cansancio, en los gestos torcidos, en los detalles que arruinan la escena.

Su humor no busca la risa franca. Incomoda. Está cargado de ira, de una denuncia persistente. La realidad que Parr fotografía le resulta molesta, y en su ataque suele recurrir a la caricatura. En sus series insiste sobre el defecto, lo aísla, lo multiplica, lo exagera hasta el delirio. Toda caricatura funciona así: apropiándose de los rasgos más visibles. Parr exagera una exageración, y por eso sus imágenes de la clase alta terminan pobladas de figuras que rozan lo monstruoso.

El humor, como proceso, descompone. Desarma. Y en una sociedad que Parr percibe ya en estado de descomposición, no resulta extraño que aparezca el grotesco, esa zona donde lo feo, lo anómalo y lo absurdo se confunden. Ironía y sarcasmo son aquí herramientas centrales.

Chaplin decía que la vida es una tragedia en primer plano y una comedia en plano general. Parr oscila entre esos dos encuadres. De ahí que su humor no alivie: indigna.

Parr usa la cámara como un arma. Apunta y muestra el revés. Degrada a su presa.

Sus “monstruos”, además, aparecen incompletos. Parr mutila: corta cabezas, fragmenta cuerpos. En muchas de sus fotos hombres y mujeres en primer plano están sin rostro. El encuadre obliga al espectador a completar lo que falta desde su propia experiencia. 

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El paraíso tan temido

“Existe un mundo mejor —bromea Woody Allen—, solo que es más caro”. Las revistas de sociedad parecen confirmar esa idea. Prometen un acceso visual a ese paraíso: lujo, felicidad, cuerpos relajados. Todo observado desde afuera, la nariz contra el vidrio.

Susan Sontag recordaba que Buñuel decía hacer cine para mostrar que este no es el mejor de los mundos posibles. Parr parece moverse por la misma pulsión. También él frecuenta los espacios donde la burguesía exhibe su encanto discreto. Pero no para celebrarlo: está allí para desmontarlo, para demostrar que ese paraíso tan deseado resulta, en realidad, inhabitable.

La ironía aparece cuando lo que debería ser se revela como su opuesto. Donde una postal de playa mostraría arena vacía, un atardecer amable y un par de cuerpos felices, Parr encuentra saturación. Multitudes que aplastan el espacio, un sol que acentúa el sudor, y —siempre— el hastío. El aburrimiento feroz, capturado sin piedad en una mirada.

Ese es –era, en realidad- el territorio de Parr: el punto exacto en el que el sueño se vuelve incómodo y la promesa se revela falsa.

Cuánta falta nos hará esa forma de ejercer la mirada.



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