René Descartes (1596–1650) y Baruch/Benedictus Spinoza (1632–1677) fueron sin duda dos de las figuras fundamentales del pensamiento occidental. El primero fue famoso ya en vida (Hobbes, Hume y un selecto grupo fue reconocido por su tiempo), pero ese prestigio le costaría la muerte. O mejor dicho, la vida. El segundo fue bastante incomprendido por su tiempo. Muy. Al punto que le aplicaron una multa que ni los cordobeses se animan. Paradójicamente justo en Holanda, el suelo más libre de la época le señalan con mucho afecto que: “Por la decisión de los ángeles y el juicio de los santos, excomulgamos y maldecimos a Baruch de Spinoza. Maldito sea de día y de noche, al acostarse y al levantarse, al salir y al regresar. Que nadie lo salude, ni lo ayude, ni lea nada escrito por él.”
Pero no sólo le fue mal en lo religioso, sino también un poco antes, en el amor. Se enamoró de la hija de su maestro de latín pero fue prometida a otro. Le devolvió el anillo, símbolo del amor que se disolvía, y abandonó Ámsterdam. Abdicó del amor y se dedicó a pulir cristales el resto de su vida. En La Haya, donde hizo sus grandes obras nada menos que René Descartes años antes. Nadie entendía por qué llegaba por ejemplo Leibniz al pueblito y se sentaba horas con el maestro de lentes.
Descartes nació en Touraine, Francia. Tuvo a su hija, Francine, en 1635. La niña murió a los cinco años y él quedó herido para siempre. Respecto a sus ideas, sabemos que Descartes quiso fundar la certeza en el “pienso, luego existo”: un punto firme en la tormenta escéptica. Defendió la existencia de Dios y del alma, y mantuvo una distancia prudente con las iglesias, que no pocas veces lo miraban con desconfianza. Por eso mismo se ubicó siempre en los entornos cortesanos. La intensa amistad con la princesa Isabel de Bohemia queda registrada en bellísimas cartas donde hablaban de filosofía y de la vida. Por caso el 6 de octubre de 1645 le señala “Cuando la mente se preocupa en exceso por las pasiones, el cuerpo se agota. No hay mejor remedio que un poco de movimiento, aire y sueño.”
Murió por cortesía, cumpliendo el horario de una corona. Es que Descartes (les regalo este lindísimo antecedente para hacer fiaca), trabajó siempre acostado o en la cama hasta el mediodía. Lo mencionan varios contemporáneos (Adrien Baillet, su primer biógrafo, entre otros). Decía que las mejores ideas le venían entre el sueño y la vigilia, cuando la mente todavía no estaba “molestada por el cuerpo”. Su rutina típica en Holanda era así: dormía hasta las 10 o 11 de la mañana. Pensaba, escribía y meditaba tendido en la cama, con la ventana cerrada. Desayunaba tarde. Salía a caminar por la tarde o recibía visitas. De noche, escribía cartas o revisaba experimentos. Era enemigo del frío, del ruido y de los madrugones. Por eso maldijo la insistencia de Cristina de Suecia para que le dé clases particulares a la mañana. La reina quería clases a las cinco de la mañana, en el invierno de Estocolmo. Murió al mes. Ojo gente con eso de clases particulares de dualismo antes de las seis.
Si hubiera que contarlos en dos escenas, quedarían así. Spinoza, joven, entrega a Clara el aro que lo unía a una posibilidad que no fue; guarda la calma y vuelve a su mesa. Descartes, maduro, entra a un palacio helado antes del alba para hablar de pasiones y virtudes con una reina insomne; sale con fiebre y no vuelve. Los dos apostaron por la razón, pero parece que la razón les dice cosas distintas a la gente. En este caso, a uno lo llevó a renunciar a las instituciones. Al otro, obedecer. Descartes quiso complacer a uno y cambió su cama caliente por una academia. Spinoza se negó a servir a ningún poder y fue borrado.
Pero las ideas encuentran su camino y hay pequeñas revanchas que parecen guiños de Dios o del mundo, que serían lo mismo para Spinoza. El 24 de abril de 1929 Herbert S. Goldstein, rabino ortodoxo de Nueva York, le envió el famoso telegrama a Albert Einstein: “¿Cree usted en Dios? Stop. Contestación de cincuenta palabras será suficiente.”
La respuesta fueron unas veinticinco palabras: “Creo en el Dios de Spinoza, que se revela en la armonía ordenada de lo que existe, no en un Dios que se ocupa del destino y las acciones de los hombres.” Así nombraba al innombrable y mostraba su propia desobediencia a la sanción contra el buen Baruch.







