Que deba explicarse lo obvio de las cuentas públicas es una muestra de lo mal que está Argentina en lo conceptual. Vale para votantes, legisladores y Poder Ejecutivo. Algo de eso mencionó el presidente de la Nación en su cadena nacional del viernes, pero hay que atender algunos detalles.
El primordial, que todo gasto implica un costo porque algo se sacrifica. Siempre. Si el egreso está cubierto por impuestos entonces hay ciudadanos que pierden porque no podrán emplear algunos de sus recursos. Y ese uso que no realizarán es el costo del tributo. Se podrá replicar que el gasto público también tiene beneficios, y es cierto. El punto es por qué sería preferible que gaste el gobierno y no el sector privado y dilucidarlo debería guiar la discusión parlamentaria.
La cosa se complica cuando la recaudación no alcanza. Entonces, la alternativa siempre es una deuda. Que también tiene costos porque son recursos que podrían tener aplicaciones diferentes a las que les daría el Estado y se estará como en el punto anterior cuando haya que devolverla. Además, puede ser voluntaria, cuando se negocia entre partes o cuando se colocan títulos públicos, o coactiva, cuando se entregan títulos sin negociar en vez de dinero o simplemente no se paga. Corolario uno: es incoherente gritar contra la deuda y al mismo tiempo legislar con déficits.
La alternativa de cubrir erogaciones con emisión de dinero en realidad es toma de deuda. El Banco Central no es una caja de la Tesorería y para que el gobierno reciba dinero debe pedirle prestado. Y aquí entra la Constitución Nacional. Repetido, pero necesario: la deuda sólo puede ser para emergencias o “empresas de utilidad nacional”, o sea, grandes emprendimientos de largo plazo. No para sueldos, no importa de quiénes. Son dos las restricciones a respetar. Una, no se puede tomar deuda para cualquier destino; la otra, debe ser aprobada por el Congreso. Corolario dos: es superfluo prohibir al Ministerio de Economía que se financie con emisión porque ya lo hace la Constitución.
¿Qué pasa con la propuesta de prohibir el déficit? Vayan aclaraciones. La Ley de Administración Financiera indica que todo gasto debe prever su fuente. Es cierto que siempre hay impuestos o deuda, pero se debe autorizar cuál es la alternativa a usar. También dispone que cualquier ley que genere un gasto no previsto en el presupuesto debe crear su fuente de recursos. Eso sí es una obviedad porque de lo contrario se pone al gobierno sólo ante diferentes ilegalidades: crear impuestos, tomar deuda o abandonar otros gastos, acciones todas que en principio no puede hacer por decreto. O bien, no cumplir la nueva ley.
De eso trataron los vetos del año pasado a los aumentos a jubilados y universidades. De manera irresponsable, los legisladores no dijeron de dónde obtener el dinero. Y los proyectos de este año son discutibles. Al parecer, los cálculos del Congreso no son correctos y los fondos no alcanzarían. ¿Que Javier Milei debería hacer que alcancen? No funciona así. Las decisiones básicas corresponden al Congreso. Si legislaron mal no hay buena voluntad que valga. Para evitar tales situaciones existe el debate parlamentario, pero tampoco ocurrió con seriedad para cotejar los números.
Pero no se trata sólo de números, saltarán algunos. Sí, se trata de números. Nada es posible sin los números correctos. Todo cuesta. No se atenderá ninguna necesidad, de médicos, jubilados, docentes o discapacitados sin los números bien calculados y discutidos. Para dar una idea de magnitudes y alternativas, aunque no sean directamente aplicables, el aumento salarial para el hospital Garrahan costaría anualmente lo mismo que la legislatura de la provincia de Buenos Aires. ¿Y el sacrificio lo harán todos, incluso los mismos médicos, si debe emitirse dinero y se acelera la inflación?
Otra cuestión con la nueva ley que mencionó Milei es cuán factible es limitar al Congreso. Primero, no lo hará el Presidente; el proyecto debe ser aprobado por el mismo Parlamento. Segundo, ya existen normas para autolimitación. Por caso, la de Administración Financiera donde los legisladores se obligan a sí mismos en cómo diseñar la ley de presupuesto o cómo harán el control mediante la Auditoría General de la Nación, o los reglamentos de funcionamiento de cada Cámara. Lo básico es cuán cumplible sería. Una ley puede ser modificada con otra. Se cumplirá mientras no hacerlo cueste, sea en conseguir votos para saltearla o derogarla, sea porque los ciudadanos castiguen a los manirrotos.
Un mal antecedente es la Ley de Responsabilidad Fiscal, de 1999, que disponía eliminar paulatinamente el déficit y pasar al superávit. Nunca se acató. De haberse respetado no hubiera habido crisis de 2001. Lección para aprender. Para más escepticismo sobre este tipo de leyes, leer “Penalizar la emisión de dinero no será muy fácil”, del 10 de marzo de 2024.
No puede dejar de mencionarse una repetida réplica a lo anterior, que en todo el mundo hay déficit fiscal. Es cierto. Pero casi todo el mundo aprendió que el déficit no puede ser desbocado, que su exceso acaba en inflación, que la deuda desmesurada es un problema (que está pesando a varios). Para quienes rechazan las mal llamadas políticas neoliberales y creen que Europa es una tercera vía, la Unión Europea implicó una seria restricción a los resultados fiscales nacionales. Por algo renunciaron a emitir dinero y pasaron la responsabilidad a un banco central continental diseñado por los más “agarrados” en esos menesteres. Casi todo el mundo aprendió también que el gasto público debe ser controlado y eficiente. No todos cumplen, pero a las excepciones les va muy mal (Grecia antes y España antes y ahora).
Y hay que reconocerse como sociedad. En Argentina pisar la banquina significa volcar. Las buenas intenciones no alcanzan y menos cuando detrás de los temas sensibles están quienes provocaron los problemas que ahora dicen querer atender con las mismas herramientas que llevaron al desastre.






