Manual contra 2.200 años de la ignorancia más criminal

recorrido por los capítulos oscuros de una historia de odio.

GELBLUNG. Hay que conceptualizar el antisemitismo para combatirlo, dice GELBLUNG. Hay que conceptualizar el antisemitismo para combatirlo, dice
03 Agosto 2025

EDUCACIÓN
ANTISEMITISMO. DEFINIR PARA COMBATIR
ARIEL GELBLUNG
(Pilpel - Buenos Aires)

Que se tenga noticias, el odio contra los judíos se remonta a más de dos milenios, precisa Ariel Gelblung en Antisemitismo. Definir para combatir, el “manual apto para todo público” que el director para América Latina del Centro Simon Wiesenthal presentó el pasado miércoles 23 en Tucumán.

En materia de antecedentes documentados, el más remoto se encuentra en el siglo II antes de Cristo. Muere Alejandro Magno y su imperio termina desmembrado. Lo que hoy llamamos Oriente Medio (salvo Egipto, que quedará en manos de Ptolomeo y su dinastía) pasará a ser gobernado por Seleuco y sus herederos. En contra de la tolerancia alejandrina, los seléucidas demandaron sumisión absoluta a los pueblos de su área de influencia. El choque devino inevitable y brutal: un encontronazo entre el politeísmo helenístico y el monoteísmo firme de la tradición judía. Entre quienes adoraban dioses que podían tener forma humana y quienes creían en un solo Dios que no se ve ni se toca, y que ni se nombra siquiera. Entre una cultura pensada en torno del disfrute físico y sensorial y otra organizada en torno de la trascendencia espiritual.

Los seléucidas prohibieron los rituales judíos y profanaron el Templo de Jerusalén, lo que condujo a una revolución, conducida por la familia de los Asmoneos, conocida también como los Macabeos. La desigualdad de fuerzas en favor de los seléucidas dio lugar a una guerra de guerrillas. La familia Asmonea lideró lo que se conocía entonces como el Reino de Israel, para conseguir casi un reino independiente, que se sostendría hasta la llegada de los romanos.

Oficialización del odio

Precisamente, Roma es la segunda escala en el itinerario de la judeofobia que Gelblung rastrea. Pero esta vez el odio no está enfocado contra la religión, sino contra el judío en su condición de tal. Y se da en los primeros siglos ya de esta era, a partir del reconocimiento del cristianismo como la religión oficial del imperio romano. Hasta entonces, subraya el autor, era considerado una secta proveniente del seno de los judíos, que inclusive se desarrollaba de manera oculta porque los romanos tenían su propia religión. Pero en el momento en que se erige como religión oficial del Imperio, se convirtió en la única aceptada y, en consecuencia, los otros dogmas comenzaron a ser perseguidos. Especialmente el judaísmo: si una religión proveniente del mismo tronco no reconocía que el Mesías había llegado, esto generaba una duda profunda acerca del Nuevo Testamento, del nuevo mensaje, del nuevo pacto de la divinidad con la humanidad. Es decir, aquellos que todavía sostenían el pacto anterior ponían en duda no sólo la existencia de la nueva fe, sino la validez del nuevo orden.

Es en esta instancia cuando surge uno de los mayores prejuicios acuñados contra los judíos: el de que son un “pueblo deicida”. Esa ignominia cumplirá un doble fin. Por un lado, castigar a quienes no reconocen la nueva fe acusándolos de haber perpetrado el peor de los crímenes contra Dios. Por otro, absolver de la responsabilidad al verdadero ejecutor de la pena de muerte: Roma. Como el imperio adoptó el cristianismo como religión oficial, resultaba incómodo que haya sido la propia Roma la que ejecutó al Jesús de la historia o al Cristo de la fe. Mejor culpar a otro…

Persecución medieval

La Edad Media profundizará y diversificará el odio contra aquellos que profesan la fe judía. Al considerar que su existencia pone en duda el orden establecido, pasan a ser considerados “diferentes” y pierden toda subjetividad: pasan a ser objeto de segregación. Justamente, si son “distintos” merecen estar “separados” del resto.

En Venecia ya hay gueto judío hacia el siglo XV. La discriminación es extensiva a toda clase de ocupaciones, excepto aquellas que son indispensables, pero que el catolicismo prohíbe, como el negocio del dinero, es decir, el préstamo con interés. Una actividad execrada desde que Jesús echó a los publicanos del templo: el interés es cobrar por el tiempo y el tiempo es de Dios. Gelblung puntualiza que aquí se acuña otro añejo prejuicio: el de que a los judíos sólo les interesa la plata.

El mercader de Venecia es en este punto una obra emblemática tanto de esta situación como del antisemitismo ya arraigado en ese entonces: en la trama le piden dinero precisamente a un comerciante que profesa la fe judía porque él puede prestarlo. La deuda no será honrada y la estafa, al final, es celebrada como un acto de justicia.

Con ello, la creación de William Shakespeare también hace patente una práctica que será reiterativa: la demonización de los judíos con fines económicos. Los reyes estaban entre las principales demandantes de dinero para financiar sus guerras. Cuando las deudas se tornaban insostenibles, sobrevenía la persecución de los acreedores, que eran judíos, y su expulsión del reino.

Ya antes, las comunidades judías habían sido víctimas de toda clase de asedios y saqueos durante las cruzadas, registra el autor. Esos crímenes se justificaban con acusaciones delirantes, como las de que quienes profesaban el judaísmo asesinaban bebés cristianos y usaban su sangre para elaborar el pan ácimo. Ya entonces las víctimas, en realidad, eran presentadas como victimarios.

De hecho, cuando la peste negra mató a millones en la Europa del siglo XIV, los judíos fueron culpados de ser sus impulsores. Dadas las ancestrales costumbres de higiene, como la de lavarse las manos, las tasas de contagio de la peste bubónica eran sensiblemente menores en las comunidades judías. Así que empezaron a ser imputadas de envenenar los pozos de agua para matar cristianos.

El cisma protestante no significó ninguna tregua: Martín Lutero promovía sin reparos el odio contra los judíos. La contrarreforma no fue mejor: la Inquisición buscó terminar con el judaísmo, aunque no mediante la aniquilación física (habría que esperar hasta el siglo XX para el advenimiento del mal absoluto), sino a través de la conversión. Quienes se convertían al catolicismo lograban la salvación.

Rechazo nacionalista

Del oscurantismo medieval se salió con las luces de la Ilustración. La razón pasa a ocupar un lugar central luego de los sucesivos naufragios protagonizados en los océanos de la fe. Son los tiempos en los que la Revolución Francesa se cuece al calor de tres lemas que llaman a la convivencia: libertad, igualdad y fraternidad. Apenas comience el siglo XIX, Napoleón establecerá el Imperio francés y las reacciones en su contra pueden sintetizarse en una palabra: “nacionalismos”. Entonces, a quienes profesaban la fe judía empezaron a tomarles lecciones de lealtad a la patria. ¿Eran realmente ciudadanos de los países donde habían nacido o su lealtad era para “su grupo internacional”?

El rechazo ya no es religioso, sino de índole nacional. El punto culminante es el juicio contra Alfred Dreyfus, un capitán del ejército francés que profesa la fe judía y es falsamente acusado y condenado en 1894 por la presunta venta de información a los germanos. Su familia y sus amigos lucharon por probar lo contrario. Su historia marca un hito para el periodismo contemporáneo: la publicación por parte de Émile Zolá del texto titulado Yo acuso, defendiendo la inocencia del militar que, se probó años después, efectivamente era inocente. El “caso Dreyfus” dividió en dos a la sociedad francesa y exhibió la latencia del odio a los judíos. A pesar de que miles de personas de fe judía pelearon durante la Primera Guerra Mundial en bandos enfrentados, enrolados los ejércitos de sus países de origen, había quedado establecido el prejuicio de la “doble lealtad”.

Odio institucionalizado

Para esta época, las postrimerías del siglo XIX y los inicios del siglo XX, Rusia había institucionalizado el odio a los judíos. Los había segregado, confinándolos a determinadas áreas. Estas zonas de exclusión eran blanco de incesantes ataques con saqueos y linchamientos. Fueron tan sistemáticos estos pogromos que recibieron un nombre: “las cosechas negras” y el reparto de sus tierras.

Frente a la impunidad de tanta violencia no quedó más remedio que emigrar, pero no para “probar suerte”: había que irse con el pasaje de ida, para nunca más volver. Muchos partieron a lo que se conoce como Tierra Santa. Otros, a América. Por cierto: una vez más, los perseguidos eran presentados como los villanos. Durante este período oprobioso, la policía secreta del zar elabora un libelo antisemita trágicamente famoso: Los protocolos de los sabios de Sion. Estaba referido a un presunto complot internacional de “los judíos” para dominar el mundo. Entonces, ya no importan cuestiones como la ideología o el lugar en la escala social: “ser judío” es ser un conspirador. “Ser judío” es ser “sospechoso”. Por cierto: los autores de “Los protocolos…” son los mismos que en 1905, tras la humillante derrota en la guerra contra Japón, le dijeron a Nicolás II que una pacífica movilización de mujeres, campesinos y soldados desempleados que iban a entregar un petitorio era, en realidad, una rebelión. La caballería cosaca los pasó por encima en el “Sangriento Domingo”, que divorció al zar con el pueblo y fue la semilla de la doble revolución rusa, que germinó en 1917.

El mal absoluto

Lo peor estaba todavía por venir. Con el nazismo, el odio a los judíos adquirirá una categoría abominable: el odio racial. Se establecerá la idea de que la humanidad no es una sola, sino que tiene diferentes “razas”. Sólo una es la creadora de cultura: la “raza aria”. Las demás sólo sirven para la propagación de esa cultura, salvo una “raza” destructora de cultura: la “raza judía”. Los 2.000 años de odio precedente habían hecho lo suyo: cualquier alemán que tuviera un padre o un abuelo que hubiese profesado la fe judía, dejaba de ser alemán, porque toda la complejidad de su existencia se reducía de manera violentísima a una sola categoría: ahora sólo era “judío”. Y en cuanto tal le estaba quitando trabajo, vivienda y prosperidad “a los alemanes”.  Se instrumentó así la matanza industrial de seres humanos, que recibió el eufemístico nombre de “Solución Final”. En el Holocausto, los nazis aniquilaron a 6 millones de personas sólo por “ser judíos”. De estos, 1,5 millón eran niños.

Gelblung plantea, tras este recorrido, que la noción de que los judíos no estarían seguros en ningún lugar que no fuera su propio estado surgió para entonces como una verdad incontrastable. En rigor, como una certeza estadística. El 29 de noviembre de 1947 la ONU lo dispuso mediante la resolución 181, votada favorablemente por 33 países, con la negativa de 13 y la abstención de 10. El territorio de Palestina fue dividido en dos, uno para la población árabe y otro para la población judía.

Desde ese momento, Israel ha enfrentado una guerra tras otra para garantizar su supervivencia. El antisemitismo, entonces, mostró un rostro nuevo, a la vez que esquivo. Porque lo que el director del Centro Wiesenthal advierte es que, hasta la Segunda Guerra Mundial, el antisemita era público y notorio. Ahora, nadie se reconoce como tal. Y el antisemitismo se trafica mediante tres dimensiones.

Nuevo antisemitismo

La primera dimensión, dice Gelblung, es la deslegitimación. Es decir, plantear que no es legítimo que exista un Estado de Israel. Una cosa es cuestionar al gobierno israelí, como puede objetarse al gobierno de cualquier país; pero otra es sostener que el propio Estado de Israel no debiera existir. El autor lo plantea por la vía contrafáctica y pide imaginar las consecuencias que implicaría admitir esa pretensión para las 10 millones de personas que viven dentro de ese Estado en la actualidad.

Complementariamente, destaca que hoy ni siquiera participan de esa deslegitimación mucho de los países árabes que estuvieron en guerra con Israel en décadas anteriores, pero que ahora promueven los “Pactos de Abraham” y que expresan su voluntad de formalizar y normalizar sus relaciones. Ya ni siquiera puede hablarse de un conflicto árabe-israelí, a diferencia del pasado, puntualiza Gelblung.

La segunda dimensión es la demonización: la calificación de “Estado asesino”, de “Estado apartheid” y, arteramente, de “Estado genocida”. La figura de “genocidio” irrumpe universalmente a partir de los juicios de Nüremberg contra los jerarcas nazis por sus crímenes contra el pueblo judío.  

La tercera dimensión es el doble estándar: exigir del Estado de Israel aquello que no se exigiría de ningún Estado. Por ejemplo, que no ejerza su derecho a la defensa.

Por ello, desde el título mismo de su manual, Gelblung postula la necesidad de conceptualizar el antisemitismo para poder combatirlo. Y por ello reivindica la definición aprobada por la Alianza Internacional para el Recuerdo del Holocausto (IHRA), que integra la Argentina: “El antisemitismo es una cierta percepción de los judíos que puede expresarse como el odio a los judíos. Las manifestaciones físicas y retóricas del antisemitismo se dirigen a las personas judías o no judías y/o a sus bienes, a las instituciones de las comunidades judías y a sus lugares de culto”.

Según el autor, enseñar que es el judaísmo, qué significa “ser judío” y en qué consiste el antisemitismo son herramientas indispensables para combatir este mal. Una herramienta contra 2.200 años de la más criminal de las ignorancias.

© LA GACETA

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