El juego del calamar, la serie que desnuda al dinero como un fin en sí mismo
La tercera temporada, estrenada el 27 de junio y que acaba de finalizar, no para de cosechar récords. En la semana de su estreno se convirtió en la serie número 1 en los 93 mercados principales de Netflix, lapso durante el cual sumó 60,1 millones de visualizaciones y 368,4 millones de horas frente a la pantalla. Se convirtió, también, en la serie con la mayor audiencia durante sus primeros tres días en la historia de ese servicio de “streaming” por suscripción.
Las reacciones han sido diversas. Ha habido comentarios laudatorios de parte de la crítica, pero también reproches de parte de los fanáticos. Estos últimos se agrupan, comúnmente, en torno de la falta de sorpresa; en la falta de ritmo entre los episodios; en el cambio en la personalidad del “héroe” (Seon Gi-hun, el “Jugador 456”, interpretado por el actor Lee Jung-jae); y en el desenlace que le pone fin a la saga. Cuanto menos en lo referido a su capítulo coreano. Para no incurrir en delito de “spoiler”, bastará decir que no tuvo un final con la esfericidad de la primera entrega.
Con independencia de las apreciaciones personales que despierta en cada espectador toda creación artística, lo inquietante de esta ficción son los muchos elementos que la componen y que no son, precisamente, ninguna ficción. Acaso allí radique la potencia de su planteo distópico, así como la genuina convicción que transmiten algunos de sus personajes.
Paroxismos y realidades
Un primer plano de realidad es el que se roza con la propia Corea del Sur. “El juego del calamar” es, en rigor, una competencia demencial que organiza una organización secreta, encargada de reclutar 456 participantes que, aunque provenientes de distintas extracciones sociales, con las más diversas edades y con diferentes formaciones académicas, tienen un denominador común: necesitan dinero desesperadamente. Unos, para salvar la vida de un familiar que necesita costosa atención médica. Otros, porque han estafado a las personas equivocadas. No faltan los que necesitan rescatar el negocio familiar. Y otros, directamente, se han endeudado con prestamistas que reclaman sus órganos vitales como pago por los créditos que no pueden afrontar.
Algunas de estas cuestiones son paroxismos que se permite el guion. Otros, no tanto. Por caso, si bien no pueden saldarse deudas con partes del cuerpo (ya no se podía en los tiempos en que William Shakespeare escribe “El mercader de Venecia”, antisemitismo aparte), no menos cierto es que el tráfico de órganos es un infierno omnipresente en Asia. Si bien no es así particularmente en Corea del Sur, en muchos otros países asiáticos existe el denominado “turismo de trasplante”: personas de mucho dinero que van a conseguir un trasplante en países pobres, plata mediante.
Un segundo sustrato de realidad está dado por el hecho de que la sociedad surcoreana está atravesada por violentos contrastes. Este es uno de los “tigres asiáticos” donde empresas como Samsung, KIA o LG marcan la vanguardia de la tecnología. Pero también es este uno de los países con la más alta tasa de pobres entre los mayores de 65 años: 38%, según los datos de este año consignadas por entidades crediticias como el Banco Santander. Es uno de los índices más altos entre los países de la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económico (OCDE). Por ello hay muchos adultos mayores entre los personajes de las temporadas de “El Juego del Calamar”.
Aquí también se registran dramáticas tasas de suicidio, según informa The Korea Herald. Según datos preliminares de la Fundación Coreana para la Prevención del Suicidio (KFSP), en 2024 se notificaron un total de 14.439 casos, con un promedio diario de 39. La tasa, es decir, el número de suicidios por cada 100.000 surcoreanos, llegó a 28,3 en 2024, el nivel más alto desde 2013. Del total de casos del año pasado, 10.341 fueron hombres, mientras que los 4.098 restantes fueron mujeres.
Por edad, los del grupo etario de 50 años representaron el 21% del total; seguidos por el 19% de los de 40 años; el 16,5% de los de 60 años; y el 13,4% de los de 30 años, según la KFSP.
Es en este contexto, el premio mayor, si hay un solo ganador, es de 45.600 millones de wones. Al cambio actual, unos 33,2 millones de dólares. En la distopía, muchos concursantes mostrarán que son capaces de todo, absolutamente todo, para quedarse con esos recursos. ¿Y en la realidad?
Un tercer puente hacia la realidad está dado por la aplicación de la teoría de los juegos en diferentes momentos de “El juego del calamar”. Algunos de los segmentos en los que se torna patente son las sucesivas votaciones para que los jugadores decidan si quieren interrumpir el juego y repartir los 45.600 millones de wones en partes iguales entre todos, o si prefieren seguir compitiendo y, por ende, seguir adelante con la eliminación de “jugadores”, con lo cual se reduce la cantidad de personas entre quienes dividir la “recompensa” y, por ende, se acrecienta la prima que se llevarán los eventuales sobrevivientes.
En estas instancias se pone de manifiesto las diferentes mecánicas en torno de la toma de decisiones en contextos de alta incertidumbre y de alto estrés. Pero también juegan cuestiones como los incentivos. Un tablero electrónico actualiza, al final de cada “juego”, cuántos competidores quedan en carrera y cuánto dinero le corresponde a cada uno de los que siguen en carrera. Por si la cifra expresada en dígitos resultara abstracta, hay una alcancía con la típica forma del cerdito, pero transparente, que se va llenando de fajos de dinero a medida que se van eliminando los concursantes. Es la plata que le hubiera correspondido a los que han perdido violentamente la vida. La macabra identificación no demora en naturalizarse: la muerte de unos es la riqueza de otros.
Pero conforme avancen las masacres, no será la necesidad la que tendrá cara de hereje. Al principio, los misérrimos están dispuestos a arriesgarlo todo porque o morirán en la competencia o serán ultimados afuera por los acreedores o perderán a quienes aman si no consiguen dinero. Pero luego, cuando las cifras en juego se tornan fabulosas, cruzan un punto de no retorno. Porque si el juego se detuviera por votación de la mayoría, cada quien se llevaría lo suficiente para saldar sus cuentas. Sin embargo, para entonces quieren llevárselo todo. Ese es un último conector con la realidad.
Filosofías y mercancías
Este año se cumplen 125 años de la publicación de Filosofía del dinero (1900), el ensayo con el que Georg Simmel (1858-1918), entre muchas otras facetas, advirtió que el dinero se había consagrado como un valor en sí mismo.
El filósofo alemán postuló que, a partir del impacto de las revoluciones industriales, todo cuanto el hombre hace es susceptible de ser considerado una mercancía. Todo, entonces, tiene precio. ¿Por qué, entonces, no iba a ser remunerada, en una distopía, la “tarea” de sobrevivir, incluso a cambio de asesinar, para deleite de unos cuantos invitados “VIP” que pagan mucho de lo que les sobra para “entretenerse” con “lo real”?
Si todo, absolutamente todo, es susceptible de poder ser adquirido por el precio “justo” (seres humanos incluidos, en “El juego del calamar”), el dinero deja de ser un instrumento para obtener bienes y pasa a ser la viva representación de los objetos a los que se puede acceder. Dicho de otro modo: la plata que cada quien tiene en el bolsillo, la cuenta bancaria, la billetera virtual o la tarjeta de crédito ya no es meramente dinero, sino la casa donde puede vivir, el auto que puede manejar, la educación que puede prodigarse a sí mismo o a sus hijos, el plan de cobertura médica al que se puede acceder, las vacaciones que puede disfrutar, o absolutamente ninguna de esas cosas.
Léase, el dinero ya no es un medio: es un fin. Allí mismo desemboca “El juego del calamar”: es la serie que, mediante la lógica del horror, comprueba esa tesis no menos desesperanzadora.
Abstracto e impersonal, el dinero ha devenido símbolo de prestigio. Hasta el punto de que poco importa si es obtenido de manera fraudulenta o legal: los billetes no tienen marcas que determinen si provienen del sudor de la frente o del delito; del esfuerzo virtuoso o de la explotación del más necesitado. Con los mismos billetes, el hombre honesto o el hombre corrupto adquieren los mismos bienes y servicios. La aspiración, entonces, se reduce a tener dinero. Primer principio. Y fin último.
Eso mismo tienen perfectamente claro muchos de los competidores de “El juego del calamar”. En la última temporada, incluso, unos se afanan en sobrevivir mientras otros, a cada paso, sólo especulan con el momento correcto para eliminar competidores, sin importar la crueldad o la aberración de sus acciones. Están dispuestos, inclusive, a sacrificar la vida de los inocentes más puros.
Ahí es donde deviene disruptivo el “Jugador 456”. Ya tiene millones. Pero vuelve para detener ese juego donde la humanidad se consagra imperdonable. El encarnará una verdad largamente olvidada: aquello que se obtiene “a cualquier precio” en realidad nada vale. Porque su valor es cualquier valor.
Derivadas y constantes
¿El final de “El juego del calamar” es verdaderamente el final? La pregunta emerge con la misma legitimidad con la que irrumpe una estrella rutilante de Hollywood en la última escena. Aparece reclutando a un hombre visiblemente desesperado por dinero en un callejón. Al igual que en la primera temporada, la oferta es simple: un juego de niños en el cual si el sujeto gana se lleva dinero, pero si pierde recibe un golpe. Toda una economía de poder.
La legión de fanáticos de la serie coreana especula con que esa “sorpresa” puede ser el inicio para un “spin off”: un serie “derivada” de la trama asiática, pero ambientada en Estados Unidos. Puede que sólo sea una expresión de anhelo. Para unos sería forzar y desnaturalizar la idea. Para otros, dado los “récords” ya mencionados, Netflix no renunciará tan dócilmente a semejante “tanque”.
Materia prima no faltará. Sigue habiendo desigualdad y necesidad. Opulentos y marginados. Prestamistas y endeudados. Desesperados y oportunistas. Náufragos e inescrupulosos. Y, sobre todo, dinero. El mismo dinero. Y su misma filosofía…
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