Cuando llama el monstruo
Santiago Garmendia
Por Santiago Garmendia 01 Junio 2025

Hubo un tiempo, no tan remoto, en que cada timbrazo del teléfono fijo era un viaje a lo desconocido. Sonaba y podía ser un primo que volvía, el almacén que fiaba, la vecina que pedía azúcar o el infaltable «disculpe, número equivocado» que dejaba un aire de comedia suspendida. Era mutua la incertidumbre: podía contestar la persona esperada o un miembro de la familia altamente indeseable. ¿De parte de quién? Aquel instante vasoconstrictor de las llamadas a los fijos significaba muchísimo más que lo literal; pedía un buen motivo para tensar ese vínculo de extremo a extremo del cable enrulado.

Miguel Gila, emperador del teléfono cómico, tenía un don singular para jugar con estas contingencias. Su actuación consistía en fingir que hablaba, pero con tanta genialidad que uno se reía cuando se hacía el de escuchar. Poblando el silencio con respuestas imaginarias, calibraba el chiste al compás exacto de un teléfono fijo de los viejos. Alzaba el tubo, fingía marcar al azar y preguntaba: «¿Es el enemigo?… Póngase, que llamo para ver si mañana nos conviene la guerra o lo dejamos para más tarde». Entonces aguardaba la pausa perfecta, tres o cuatro segundos, el tiempo mínimo en que la audiencia oía al «enemigo» dudar al otro lado y se imaginaba su perplejidad.

Con los celulares el mundo es otro: la pantalla delata todo —nombre, foto, prefijo, intención y contactos— salvo algunos pocos casos en los que solo aparecen números. De paso, notemos que hablarnos con nuestra agenda filtra casi todo. Bien, enfoquémonos en esos números y el peligro que suponen. Aquí, en Tucumán, suelen ser +54 11 o +54 351, es decir, Buenos Aires o Córdoba —no excluya el +261 de Mendoza, los bichos aprenden—, y se nos eriza la piel ante la decisión de contestar. Vemos el prefijo, típicamente porteño, y apretamos el botón rojo como quien corta el cable de una bomba: es el banco. Sin embargo, quizá —solo quizá— no sea una deuda. Quizá sea un Colombré. Permítanme desarrollar el concepto.

Dino Buzzati escribió «El Colombré» e imaginó un pez negro, tan grande como un bote invertido, que se mantenía siempre a media agua detrás de un solo marinero: Stefano Roi. Durante 20 años el capitán cambió de ruta, de oficio y de océano para no mirarlo. Cuando por fin se dejó alcanzar, el Colombré emergió sin espuma y le entregó la Madrepora, una perla que concedía fortuna a quien hubiera tenido el coraje de aceptarla. Roi comprendió que su verdadera desgracia no era el monstruo sino la fuga interminable que lo había envejecido. A veces —advertía Buzzati— lo que más tememos viene justamente a darnos lo que andábamos buscando.

Así es: nueve de cada diez de esas llamadas serán de «recupero»; querrán una promesa de pago y alguna explicación humillante. Pero la décima puede ser un amigo perdido que encontró nuestro número a la vieja usanza, una editorial que busca a un filósofo que escribe tonterías, o la vida misma disfrazada de típico número de cobranzas con una sorpresa bajo el brazo.

El marinero de Buzzati corrió demasiado; la riqueza que lo buscaba lo encontró tarde. Nosotros todavía podemos ahorrarnos la fuga. La próxima vez que suene un 011, respiremos hondo: puede ser el Colombré telefónico, trayendo algo que aún no sabemos que necesitamos para ser dichosos. En todo caso, si es el banco, recurramos a Gila: «¿Es el enemigo?… oiga, ¿si dejamos la guerra para más tarde?».

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