El imperio de Román y la república de los ídolos: ¿hasta dónde llega el crédito popular?

El imperio de Román y la república de los ídolos: ¿hasta dónde llega el crédito popular?

Hay una máxima no escrita en el “mundillo” del fútbol argentino: al ídolo no se lo toca. Y si se lo toca, que sea con guantes de seda. Esa lógica emocional, tejida en goles, gambetas y jornadas gloriosas, a veces choca de frente con una realidad mucho menos romántica: cuando esos ídolos dan un paso más y se meten en la gestión dirigencial del club.

El caso de Juan Román Riquelme en Boca es quizás el emblema más claro de ese dilema. Si no fuera él quien está sentado en el sillón más importante de una de las instituciones más grande de nuestro país, La Bombonera ya estaría envuelta en llamas, con hinchas pidiendo elecciones anticipadas, renuncias en cadena y buscando culpables de una gestión repleta de errores, de falencias y de decisiones incongruentes.

Riquelme gobierna Boca de la misma manera en la jugaba: a su ritmo, con su criterio y con su lógica particular. Pero no es lo mismo marcar los tiempos en la cancha que administrar una institución emblemática, que tiene contratos multimillonarios, egos desbordados y un club social con miles de empleados y actividades. Lo que en sus inicios fue una épica de recuperación institucional (después del macrismo y con el aura de devolver al club del “paladar” popular) hoy es, para muchos, un escenario de desgaste, de improvisación y de concentración de poder.

Preso de sus propias palabras, las contradicciones parecen guiar su mandato. “Como club tenés que tener en claro qué camino querés, porque si vamos a cambiar cada un año para ver cuándo la pegamos…”, sostenía Román, reclamando proyectos duraderos cuando la era de Daniel Angelici atravesaba uno de los momentos más difíciles en lo deportivo. Sin embargo, con Román al mando del club, en Boca desfilaron siete técnicos: Miguel Ángel Russo, Sebastián Battaglia, Hugo Ibarra, Jorge Almirón, Diego Martínez y Fernando Gago (que duró apenas seis meses), y ahora nuevamente Mariano Herrón asumió como interino. Todo esto en poco más de cinco años; casi un rayo improvisador.

El contraste entre su discurso y la realidad se acentúa con la obsesión copera que él mismo instaló. “La Copa Libertadores vale como 10 campeonatos argentinos… Si querés demostrar que sos bueno, tenés que ganar la Copa”, decía con énfasis apuntando todos los cañones a la gestión anterior. Sin embargo, Boca no juega la Libertadores desde 2023 y este año ni siquiera se clasificó a la Copa Sudamericana. Y como si eso fuera poco no levanta un título desde marzo del año pasado, cuando ganó la Supercopa Argentina ante Patronato. Así la involución deportiva está a la vista.

Y si hablamos de frustraciones personales, pocas quedan tan marcadas como su eterna rivalidad con River. “Estoy cansado de que las ‘gallinas’ sigan festejando”, exclamó en un acto de campaña durante 2019. Desde entonces, se jugaron 13 superclásicos con cinco triunfos de River, tres de Boca y cinco empates (con dos definiciones ganadas por penales por el ‘Xeneize’). Para colmo de males, la diferencia en el historial sigue cayendo y hoy está en su punto más bajo desde 1997 (92 a 88). Por ese motivo, si antes estaba cansado, ahora debe estar frustrado.

Decisiones erráticas

Las críticas ya no vienen solamente de políticos opositores. Mario Pergolini, ex compañero de fórmula, rompió el hechizo: “que busque un mánager porque de fútbol no sabe nada. Él solamente sabía jugar al fútbol”, había dicho. Mauricio Macri fue un poco más ácido luego de la última caída en el superclásico y la destitución de Gago. “Tiene que conducir al club en forma colegiada, no él solo como un emperador. Hoy al club le cuesta conseguir técnico… Eso es inédito”, lanzó. Todo esto, en cualquier otro contexto, con decisiones erráticas y sin títulos, la presión sería insoportable. Pero Riquelme sigue ahí, blindado por su historia y por sus fanáticos. Incluso, “La 12” hasta le hizo una bandera que tapa tres bandejas de La Bombonera y en el que el nombre “Román” aparece más grande que el escudo del club.

No es un fenómeno nuevo. Daniel Passarella fue presidente de River entre 2009 y 2013 y su idolatría lo sostuvo incluso cuando el club se caía a pedazos consumando la mancha más dolorosa e indeleble: el descenso a la segunda categoría. Pese a eso Passarella terminó su mandato, aunque dejó una gestión erosionada.

Se ha dicho que Verón en Estudiantes y Artime en Belgrano fueron las excepciones, con gestiones más institucionalistas y menos personalistas. Y en cierta parte eso es real. Pero incluso ellos han tenido sus turbulencias. En este 2025, Artime quedó en el ojo del huracán por una serie de malos resultados deportivos y decisiones que generaron malestar en los hinchas. En el caso de Verón, el ruido vino por el polémico acuerdo con Foster Gillett, anunciado con bombos y platillos pero que nunca terminó de concretarse. La falta de claridad y los cabos sueltos generaron críticas.

Sin embargo, en ambos casos, pese a algunas críticas el respaldo nunca se quebró. La figura del ídolo sigue blindando errores que a cualquier otro dirigente le podrían costar el puesto o, al menos, un repudio masivo.

En Tucumán, el fenómeno todavía no llegó. Ni en Atlético ni en San Martín ningún ídolo se animó, hasta el momento, a meterse en el barro de la política interna. El cariño popular se mantiene intacto desde afuera, pero queda la duda de qué pasaría si decidieran pegar ese salto. ¿Tendrían también ese blindaje emocional que permite equivocarse sin consecuencias? ¿O el termómetro pasional de esta tierra sería más implacable?

El caso Riquelme expone la gran disyuntiva: ¿hasta cuándo dura el “aguante” del ídolo? ¿Hay una vara distinta para ellos? Parece que sí. Pero ese crédito, como los goles, no es eterno. Si no hay conducción profesional, ni siquiera el ídolo más querido podrá resistir la lógica que impone el fútbol de hoy: resultados, gestión y sentido común.

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