

En la liturgia católica, el 1 de mayo no solo es el Día Internacional del Trabajador: también es una jornada cargada de significados espirituales, marcada por la figura de San José Obrero. Instituida por el papa Pío XII en 1955, esta festividad buscó darle un sentido cristiano a una fecha históricamente asociada con la lucha obrera y las reivindicaciones laborales.
San José Obrero, esposo de la Virgen María y padre terrenal de Jesús, es considerado el patrono de los trabajadores. Su figura, humilde y silenciosa en los Evangelios, se convirtió en símbolo del trabajo digno y la justicia social. En tiempos de conflictos entre la Iglesia y el movimiento obrero, su incorporación al calendario litúrgico buscó tender puentes: dignificar el trabajo sin renunciar al mensaje evangélico.
Pero el santoral del 1 de mayo incluye también a otros nombres menos conocidos pero cargados de historia. Entre ellos, los mártires de Lyon —una comunidad cristiana del siglo II perseguida durante el reinado de Marco Aurelio— y San Andéolo, un diácono galo asesinado por predicar el cristianismo.
En el calendario local, la fecha también recuerda a San Artémides Zatti, un hermano salesiano nacido en Italia y radicado en Argentina, canonizado por el papa Francisco en 2022. Farmacéutico y enfermero en Viedma, dedicó su vida a cuidar a los pobres y enfermos de manera gratuita. Su santidad se construyó en la rutina, en la entrega cotidiana al otro, en la fe transformada en servicio.
Así, el 1 de mayo ofrece una mirada doble: la del mundo que lucha por derechos laborales y la del mundo espiritual que reconoce el trabajo como vía de santificación. Entre huelgas, oficios y oraciones, la jornada recuerda que la dignidad comienza por el reconocimiento del otro, ya sea en la fábrica, en el hospital o en la carpintería de Nazaret.







