Fue el Papa de las pantallas. El de las redes. El del streaming. Y quizás por eso, ahora que ya no está, el mundo entero quiere estar ahí, frente a él, aunque sea un instante. El Vaticano se llena de gente que no solo quiere despedirse, sino también decir “yo estuve”. Así, como testigos-protagonistas de este último acto de una figura que supo conectarse con millones a través de las plataformas de esta época.
Pero no todo es recogimiento. Porque junto con la multitud también llegaron los celulares, los flashes, las selfies. El gesto de tomarse una foto junto al féretro del papa Francisco desató una discusión que va más allá de la fe. ¿Está bien hacerlo? ¿Nos estamos perdiendo algo más profundo por capturar un instante? En X se pueden ver videos de personas que llegan a sonreír frente al cajón. Lo hacen despreocupados, improlijos y apurados, antes de que los guardias de seguridad adviertan que están tomando fotos. La postal va casi de inmediato a las redes, en busca de la socialización o de un like.
La “selfie” es una práctica cultural reciente; de hecho, se considera que nació hace poco más de 20 años. Pero su impacto en la vida contemporánea es tan grande que trae intrínseco un componente casi central en la construcción de nuestra identidad. Los celulares agregaron una cámara especial para este tipo de toma porque las empresas advirtieron que nosotros, los usuarios, no solo queríamos registrar lo que estaba delante de nuestros ojos, sino también lo que estaba a nuestras espaldas. Nos queremos fotografiar ante los hechos, pero no mirando lo que ocurre, sino fijando la vista en la pantalla, en el recorte de los acontecimientos.
Con la “selfie” nos metemos en el momento y quedamos casi colados en el registro. Es la confirmación de nuestra presencia frente a un hecho, porque pareciera que necesitamos la validación de un dispositivo, y luego la de nuestros seguidores. Según el diccionario de la Real Academia Española, un “espectáculo” es, entre otras acepciones, una “cosa que se ofrece a la vista o a la contemplación intelectual y es capaz de atraer la atención y mover el ánimo infundiéndole deleite, asombro, dolor u otros afectos más o menos vivos o nobles”. Eso es justamente lo que estamos observando: un gran espectáculo religioso del que nadie se quiere perder, mucho menos si llegó hasta el epicentro del relato.
Pero, más allá del fenómeno cultural, el impulso de la “selfie” nos hace olvidar algunas cosas. Detrás de toda la simbología del funeral hay una muerte. Un hombre yace sin vida frente a miles de personas. Fotografiarse ante su cuerpo es, quizás, olvidarse de esa condición humana a la que todos estamos destinados. Puede que cuestiones generacionales hayan modificado los cánones de lo que consideramos respeto, pero en ese mismo lugar transitan personas acompañadas solo por la tristeza o la pérdida de alguien a quien supieron admirar.
El mito de Narciso es, quizás, el primer relato histórico en torno a la propia imagen. El joven, aunque bello, no correspondía a ningún amor y fue condenado a amar su propia imagen reflejada en una laguna. La condena lo llevó a su propia muerte, y su historia sentó las bases para pensar cómo nos construimos a partir de las miradas y los estereotipos de belleza. Imágenes idealizadas y una fascinación que solo es consolada por el reflejo. Su tragedia puede ser una advertencia para este momento trascendental de la cultura occidental, en el que parece que ya no podemos enfocar la mirada, calmar la ansiedad y dejar de lado el ego de un like, ante nada más y nada menos que la muerte.







